Laicos Misioneros Combonianos

Vivir es aprender a amar

Un comentario a Lc 12, 32-48 (XIX Domingo Ordinario, 7 de agosto de 2016)

J. alegre.RYoungJesús era un Maestro ambulante, es decir, que no tenía una sede fija, sino que caminaba siempre por pueblos y aldeas para ir al encuentro de campesinos y pescadores, que a veces eran fieles cumplidores de los ritos judíos y a veces pecadores, que vivían al margen de la religión oficial. Todos tenían acceso a él, para todos tenía un gesto y una palabra oportuna, iluminadora, liberadora, porque hablaba con gran verdad y autenticidad, comunicando la sabiduría y el amor que bebía en su contacto permanente con el Padre.

Lucas nos lo describe, a partir del capítulo nueve, como un peregrino que camina con decisión hacia Jerusalén, al frente de un grupo de discípulos y amigos que creen en él y le siguen, a veces con entusiasmo y a veces entre dudas y un poco desconcertados. Por el camino, Jesús les va “amaestrando”, enseñando, consolando y fortaleciendo, para que cuando Él no esté, ellos sepan como comportarse.

En la parte del evangelio que leemos hoy, Lucas hace memoria de algunas de estas enseñanzas, que yo definiría como “pistas” de conducta para los discípulos que se quedarán en el mundo como “administradores” durante un tiempo de espera que puede ser largo. El Reino no va a venir como algo mágico, sino como una semilla que hay que cuidar y que requiere algunas actitudes básicas: confianza, vigilancia, fidelidad, servicio. Repasemos estas actitudes brevemente:

1.- Confianza. “No temas, rebañito mío”. A veces parece que los discípulos de Jesús somos una minoría insignificante, que los malos tienen más poder, que nosotros no logramos hacer el bien que queremos… La respuesta de Jesús a su pequeña Iglesia y a todos nosotros es: “No temas”; no te preocupes por acumular dinero o poderes políticos, como si las armas del mundo fuesen más poderosas que las del cielo; confía en el Padre.

2.- Vigilancia. Confíen, pero no se duerman. Estén atentos; mantengan los ojos abiertos, los “lomos ceñidos” (es decir, dispuestos a la faena, al trabajo, al compromiso) y las “lámparas encendidas” (con la fe, con la oración, con el amor). En cada época de la historia, en cada circunstancia de nuestra vida, Dios está con nosotros y nos hace señales; pero, si estamos dormidos o si nos dejamos llevar por la pereza, esas señales nos pasarán desapercibidas.

3.- Fidelidad. Pase lo que pase, sigan fieles al Maestro, como la Magdalena junto al sepulcro, como los mártires en tiempos de persecución. En las duras y en las maduras, sean siempre fieles al camino enseñado por Jesús.

4.- Servicio. Esta vida en la que estamos es como un encargo de “administradores” que el patrón, el Padre, nos ha entregado para que sirvamos a sus hijos. Aprovechemos este tiempo que tenemos para hacer siempre el bien, para servir a las personas que se nos han encomendado (hijos, esposos, amigos, pobres). Como dijo el Abbé Pierre, un famoso cura francés que hizo mucho por los pobres después de la II Guerra Mundial:

“Vivir es un poco de tiempo concedido a nuestras libertades para aprender a amar y prepararse al eterno encuentro con el Amor Eterno. Esta es la certeza que quisiera dejar en herencia”

A veces parece que el Reino de Dios no se ve por ninguna parte y uno puede tener la tentación de abandonarse, de no confiar, de pensar que, al final, da lo mismo ser bueno que malo. ¡Ojo! No caigamos en la tentación.

MJ. alegre.RYoungantengámonos vigilantes, fieles y serviciales. Todo el bien que hagamos tendrá su recompensa.

P. Antonio Villarino
Quito

“No me des pobreza ni riqueza”

Un comentario a Lc 12, 13, 21 (18º Domingo Ordinario, 31 de julio de 2016)

J. amigo.CerezoLucas nos via guiando, domingo tras domingo, tras las huellas de Jesús en su camino hacia Jerusalén. El domingo pasado se nos recordaba la importancia de la oración y, sobre todo, la manera de orar al estilo de Jesús. En este domingo se da un paso más en nuestro aprendizaje como discípulos del Maestro de Galilea.
Hoy Jesús aprovecha un conflicto entre hermanos sobre la herencia recibida para alertarnos sobre la correcta relación con los bienes materiales y las riquezas.

Es un tema de mucha importancia, que hay que afrontar con la necesaria sabiduría. No vale decir que a mí el dinero o los bienes materiales no me interesan, porque es mentira. Todos nosotros necesitamos alimento, vestido, vivienda y muchas otras cosas que nos ayudan a vivir mejor, a desarrollarnos como personas e incluso a ser caritativos y generosos con los demás. El ser humano no es un ser puramente “espiritual”, sino que es un hombre hecho, como dice el Génesis, del polvo de la tierra y del soplo divino. Materia y espíritu son dos dimensiones esenciales, que deben relacionarse entre sí de manera equilibrada y sabia. Y la relación con el dinero y la riqueza, es parte de este equilibrio. Jesús no es un anacoreta que huya del mundo, como si el dinero contaminase necesariamente a todos. En su grupo había un encargado de la bolsa, porque sin dinero no es posible vivir, al menos en nuestra sociedad de hoy. De lo que se trata no es de prescindir del dinero, sino de ponerlo al servicio de una riqueza superior: la de ser hijos de Dios en un sociedad justa y fraterna.

Uno puede pecar ciertamente de “espiritualismo”, de pretender vivir de sueños, como si fuésemos ángeles. Pero la tentación más común es la de agarrase al dinero, la de acumular bienes, por miedo a lo que nos pueda pasar, por el afán de ser más que los demás, por el deseo de super-protegernos de cualquier enfermedad o contingencia negativa, etc. En ese afán de acumulación podemos caer en el peligro de volvernos egoístas, avaros, codiciosos… y perder la capacidad de compartir con nuestros hermanos, como el niño que quiere todos los juguetes para sí, sin importarle lo que le pase a los otros hermanos.

Jesús nos dice que el afán por acumular y protegernos es inútil, porque al final somos débiles y cualquier pequeño accidente puede acabar con todas nuestras pretendidas seguridades. Lo mejor, insiste Jesús, es crecer en la riqueza del amor ante Dios y ante los hombres, crecer como personas que aman y se dejan amar. Esa riqueza humana y espiritual resistirá todas las dificultades y sobrevivirá incluso más allá de la muerte. Esa es una riqueza que nadie nos podrá robar.

Recordemos la sabia petición del libro de los Proverbios (30, 8-9):
“Aleja de mí falsedad y mentira; no me des pobreza ni riqueza, dame solo el alimento necesario; no sea que saciado reniegue de ti y diga: ¿Quién es el Señor?;o que siendo pobre me dé al robo, y profane el nombre de Dios”.

Escuchemos a Jesús: No caigamos en la necedad de pensar que la riqueza nos puede defender de todo. Sólo el amor nos hace verdaderamente ricos ante Dios y ante los mismos seres humanos. Vivamos con un sano equlibrio nuestra relación con los bienes materiales, que son necesarios, pero no lo son todo.
P. Antonio Villarino
Quito

El “Padre Nuestro” en la experiencia de Simone Weil

El “Padre Nuestro” en la experiencia de Simone Weil

simone-weil-perfilUn comentario a Lc 11, 1-13 (17º Domingo Ordinario, 24 de julio 2016)
Simone Weil fue una filósofa francesa, de origen judío, con una historia particular de búsqueda de la verdad; además de enseñar, trabajó en una fábrica (para experimentar la vida de los obreros), participó en la guerra civil española y murió en Londres, donde había ido para apoyar la lucha del General De Gaule por la liberación de Francia. Agnóstica, experimenta una presencia personal de Cristo, pero no se bautiza, al menos oficialmente, aunque hay algún testimonio de que ha recibido el bautismo antes de morir.
En una carta a un sacerdote amigo cuenta su experiencia del Padre Nuestro:

“Hasta el mes de septiembre pasado no me había pasado nunca en mi vida de orar, ni siquiera una vez, por lo menos en el sentido literal de la palabra. Nunca había dirigido en alta voz o mentalmente una palabra a Dios. Nunca había pronunciado una oración litúrgica…

El verano pasado, estudiando el griego con T (un amigo que tiene una viña), había hecho para él la traducción literal de Padre Nuestro en griego. Habíamos hecho el propósito de aprenderla de memoria. No creo que él lo haya hecho, y en aquel momento tampoco yo. Pero, algunas semanas después, ojeando el Evangelio, me dije a mí misma que, dado que me lo había propuesto y era una cosa buena, debería hacerlo. Y lo he hecho.

La dulzura infinita de este texto griego me tomó hasta tal punto que por algunos días no pude dejar de recitarlo dentro de mí continuamente. Una semana más tarde, he comenzado la vendimia. Cada día recitaba el Pater Noster en griego antes de comenzar el trabajo, y lo repetía muchas veces en la viña.
Desde entonces, me impuse, como única práctica, recitarlo cada mañana con atención absoluta. Si, mientras lo recito, mi atención se desvía o se adormece aunque sea sólo mínimamente, recomienzo hasta que no he obtenido una atención absolutamente pura. Me sucede a veces de recomenzar otra vez por puro placer, pero lo hago solamente sui el deseo me impulsa.
El poder de este ejercicio es extraordinario y me sorprende cada vez. Cada día supera mi expectativa.

A veces ya las primeras palabras arrebatan mis pensamientos de mi cuerpo y los trasportan a un punto fuera del espacio donde no existe ni perspectiva ni punto de vista. El espacio se abre. La inmensidad del espacio ordinario de la percepción es sustituida por un infinito a la segunda, a la tercera potencia. Al mismo tiempo esta infinidad de infinito se llena, de parte a parte, de silencio, un silencio que no es ausencia de sonido, que es objeto de una sensación positiva, más positiva que ningún sonido. Los ruidos, si existen, me alcanzan sólo después de haber atravesado este silencio.

A veces también, mientras recito, o en otros momentos, Cristo está presente en persona, pero de una presencia infinitamente más real, más impresionante, más evidente y más llena de amor que la primera vez que me ha tomado” .(Traducido por mí del libro en italiano “Attesa di Dio”, Gherardo Casini, Roma, 1954, pp 92-93)

P. Antonio Villarino

Quito

¿Por qué me dejan solo/a?

Un comentario a Lc 10, 38-42 (XVI Domingo Ordinario, 17 de julio de 2016)

marta-y-maria-bibliaLucas nos cuenta hoy que, en su camino hacia Jerusalén, Jesús entró en un pueblo, que la tradición conoce como Betania. Allí fue acogido en su casa por una mujer llamada Marta, que, al parecer, era muy activa, dinámica y servicial, poniendo su gran capacidad de trabajo al servicio de Jesús y, seguramente, de sus discípulos, ya que Jesús no andaba nunca solo. Mientras Marta se afanaba, María estaba tranquila, a los pies del Maestro, escuchando con mucha atención todo lo que él decía. Todo parecía marchar bien hasta que Marta, harta de cargar con toda la responsabilidad del servicio, explotó: ¿No te importa que mi hermana me deje sola? Conocemos la respuesta de Jesús: “Marta, Marta, te preocupas de muchas cosas… pero María ha escogido la mejor parte”.

Se pueden hacer muchas reflexiones sobre este episodio. Seguro que ustedes ya han escuchado varias cuando se lee este evangelio en la Misa, en algún retiro o en cualquier otra ocasión. Por mi parte, sólo quisiera detenerme un momento en la queja de Marta:

“¿No te importa que mi hermana me deje sola en la tarea?”
¡Cuántas veces uno tiene la sensación de quedarse solo en una tarea! ¡Qué sensación de injusticia y amargura! Nos duele que se nos deje solos en un trabajo, en una responsabilidad. Nos duele cuando nos dejan solos en casa o cuando volvemos solos y nadie nos espera.
Como si a los demás no les importase ni se diesen cuenta de lo mucho que estamos haciendo o de su importancia..

A veces servimos a nuestra familia, nuestra comunidad o los compañeros de trabajo y lo hacemos con generosidad, pero fácilmente nos deslizamos hacia el afán de protagonismo, la necesidad de ser reconocidos. Entonces ya no importa el bien que hacemos, sino que nos reconozcan. Cuando eso no sucede, nos cargamos de amargura. Por eso nos quejamos cuando los compañeros no nos toman en cuenta, el superior no nos valora, el esposo o la esposa parece no darse cuenta de lo mucho que trabajamos o dan por descontado nuestro servicio, como si simplemente fuera nuestra obligación.
En esos momentos, como la Marta del evangelio, olvidamos que solo una cosa es necesaria.: amar gratuitamente. Olvidamos la gratuidad del amor. Olvidamos escuchar, ser discípulos, ser esposos amantes, ser padres amorosos, hijos obedientes, compañeros amigos… Nos convertimos en “maestros” y “patronos”, nos colocamos en el centro… casi ocupando el lugar de Dios.

El evangelio de hoy nos recuerda que servir es importante, pero también que acoger a alguien en la propia casa es, entre otras cosas: sentarse, escuchar, contemplar, percibir los signos de Dios… Y no olvidemos que, en mi esposo o esposa, en mis hijos, en mis compañeros de comunidad está hoy Jesús que necesita de mi servicio, pero también de mi capacidad de escucha y contemplación, es decir, de un amor gratuito.

P. Antonio Villarino

Quito

¿Qué quiero ser: salteador, indiferente o samaritano?

Un comentario a Lc 10, 25-37 (XV Domingo ordinario, 10 de julio de 2016)

buen-samaritano

¿Qué tengo que hacer para ser feliz?: Una pregunta importante

La Parábola del Buen Samaritano, que hoy leemos en Lucas, es respuesta a un maestro de la Ley que presenta una inquietud común de su tiempo: ¿Qué hacer para alcanzar la vida eterna? La pregunta era muy importante entonces. Hoy quizá la formularíamos de otra manera. Por ejemplo: ¿Cómo puedo ser feliz? ¿Cómo puedo encontrar la plenitud de mi vida? ¿Cómo puedo vivir una vida llena de entusiasmo y amor?

El maestro de la Ley
El maestro de la ley nos representa a muchos de nosotros que, como aquel maestro, corremos el riesgo de:
-pretender “saberlo todo”: hemos estudiado; hablamos con facilidad de Dios o de las cosas de la vida… ¿Qué nos va a enseñar nadie? No tenemos nada que aprender.
-ser un poco escépticos: Ya hemos visto muchas cosas, ya hemos experimentado los fracasos y la corrupción que existe en casi todos los ámbitos de la sociedad; como se dice, “estamos de vuelta” de todo y nos cuesta creer que las cosas puedan ser limpias o que pueda haber un cambio.
-no querer cambiar y justificarnos con muchos ardices teóricos y palabras de “sabiduría” y “prudencia”; en nuestros discernimientos familiares o comunitarios, no faltan “maestros de la ley” que ponen siempre los “peros” supuestamente “sabios” y prudentes; pero que en realidad son una manera de evitar la conversión, el cambio al que nos llama el Espíritu.

¿Qué está escrito en la Ley?
La respuesta la sabemos. Lo dice la Biblia, lo dice nuestra conciencia: ama a Dios y ama al prójimo. ¿Cómo se concreta eso? También los sabemos: mira a tu alrededor y haz el bien a quien lo necesita. Pero también nosotros, como el maestro de la Ley, seguimos preguntando.

¿Quién es mi prójimo?
He aquí la pregunta clave. ¿Cuáles son las personas que encuentro a mi alrededor y que me exigen un amor concreto, el mismo amor que Dios me da y que yo le debo a él? La cuestión no es teórica, sino práctica. La parábola nos presenta tres protagonistas, que representan otros tantas maneras de vivir y de relacionarse con el prójimo:
a) los salteadores: personas que viven manipulando y abusando a los demás según sus propios intereses, sin preocuparse para nada por el bien del otro.
b) el sacerdote y el levita: viven indiferentes a los demás, encerrados en sus supuesta “santidad ritual”, ignorando lo que pasa a su alrededor.
c) el samaritano: que sale de su propio camino para atender a la persona que encuentra herida, aunque eso suponga molestias para su programa y disminución de su dinero.

A nosotros se nos da la misma indicación que al “maestro de la Ley”: Vete y haz tú lo mismo. En nuestro proyecto de vida personal, en nuestras circunstancias concretas, en este momento de nuestra historia, ¿quiénes son las personas que nos están pidiendo una actitud de prójimo? ¿Serán mis familiares? ¿Serán los pobres de mi parroquia? ¿Serán los necesitados del bario, aunque no vayan a la parroquia?
Decide qué quieres ser: salteador, indiferente o samaritano.

P. Antonio Villarino
Quito