Comentario a Lc 2, 1-14 (Primera Misa de Navidad, 25 de diciembre del 2015)
Leemos una parte de lo que se conoce como “evangelio de la infancia”. Puede parecer un cuento de hadas o una fábula. Pero es mucho más. Es ciertamente una historia muy bella, pero, al contrario de lo que puede parecer, está pensada, no tanto para niños, cuanto para adultos bien conscientes, críticos y deseosos de una humanidad nueva. Permítanme que se la cuente a mi manera, partiendo de la ciudad de Roma donde viví los últimos cinco años.
Hace unos dos mil años en la ciudad de Roma y en todo el mundo conocido entonces dominaba un sucesor del emperador César Augusto, que tenía a su disposición miles de soldados y maravillosas estructuras económicas, comerciales y sociales, así como mucho poder político, cultural y religioso.
Mientras en aquella gran urbe, sede de aquel fabuloso Imperio, celebraban las fiestas del invierno con mucho “pan y circo”, en la una periférica ciudad del Imperio, en Jerusalén, había una pequeña comunidad de “pobres de Yahvé” que se encontraban cada semana en la casa de uno de ellos. Eran personas de corazón sencillo, honesto y creyente, que se reunían en la noche para hacer memoria de Jesús de Nazaret, en quien habían “tocado con mano” la presencia extraordinaria de aquella “sombra divina” que acompañaba al pueblo de Israel en el desierto y que ahora se había hecho Palabra luminosa, mano sanadora, perdón gratuito, esperanza firme. Aquellos discípulos se sentían totalmente unidos a Jesús y entre ellos por lazos indestructibles de una nueva “familiaridad”.
Claro que no siempre habían comprendido lo que el Maestro les había enseñado. Y aquello era una razón más para seguir reuniéndose; ponían en común los recuerdos y las experiencia que cada uno había hecho con Él: Meditaban y confrontaban lo que Él había dicho con las Escrituras santas (la Ley, los profetas, los salmos…). Uno de los libros que más les ayudó a comprender lo que les había pasado con Jesús fue el libro de Isaías, un texto poético, lleno de sabiduría y profecía.
Gracias a Isaías, comprendieron que Jesús era el cumplimiento de la promesa hecha a David, nacido precisamente en Belén, de la estirpe de Jesé y Rut, la migrante que había llegado del extranjero con la suegra Noemí. Hablando del rey David, los discípulos de Jesús recordaban que Dios, ante el fracaso de los reyes de Israel (que más que pastores habían sido lobos para su pueblo), había prometido un verdadero “rey”, que no sería un “lobo” (como los reyes de Israel o los emperadores), sino un verdadero pastor, dispuesto a dar la vida por las ovejas.
Ayudados por Isaías y otros textos del AT, los discípulos comprendieron que aquel Rey mesiánico, Señor e Hijo del Hombre, no se parecía en nada al poderoso emperador romano ni a sus reyezuelos corruptos. Por el contrario, el Maestro y Mesías al que ellos siguieron, no sólo no disponía de ejércitos y riquezas, sino que había nacido de María, una mujer sencilla que confiaba solamente en Dios. Las palabras de Isaías –“El pueblo que caminaba en las tinieblas vio una gran luz… porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado”- se habían hecho verdad en Jesús de Nazaret; ellos han podido verlo con sus propios ojos, han podido escucharlo con sus oídos y tocarlo con sus manos; en Él se había hecho presente la “gracia d Dios que trae la salvación para todos”; él traía la paz para todos… De eso habla en realidad el “evangelio de la infancia” que Lucas nos transmite y leemos en estos días.
Nosotros, reunidos en la fe, lo leemos también con corazón sencillo y abierto, no como una fábula, sino como un texto profético, que nos ayudan a comprender cada vez más y mejor este misterio de un Dios que se revela hoy, como ayer, en la sencillez y en la humildad, porque en la arrogancia sólo actúan los falsos reyes y emperadores, los que quieren suplantar a Dios.
El mensaje del “evangelio de la infancia” es claro: No debemos buscar a Dios en los palacios de los poderosos, en nuestro propio orgullo o en ideologías muy elaboradas… Busquémoslo en la cercanía de los emigrantes, en compañía de las personas sencillas que sirven con generosidad a los enfermos o a los pobres, en nuestra propia debilidad.
Que el Señor nos conceda un corazón humilde y atento, como el de María y el de los pastores, para saber ver a este Dios “niño” que quiere seguir naciendo entre nosotros con su mensaje de “paz desarmada” y de gozo universal. Y que como los pastores podamos cantar “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres y mujeres de buena voluntad.
P. Antonio Villarino
Madrid