Comentario a Mc 12, 28-34 (XXI Domingo ordinario, 4 de noviembre de 2018)
El capítulo 12 de Marcos, que estamos leyendo estos domingos, nos sitúa en el medio de las polémicas definitivas de Jesús con los líderes de su tiempo, antes de que todo concluya violentamente en Jerusalén. De alguna manera, este texto cumple la misma función que los capítulos 13-17 del evangelio de Juan. Es decir, estamos ante una especie de testamento. Después de todo lo dicho y hecho por Jesús en Galilea, Samaria y Judea, ¿qué nos queda como enseñanza básica, como punto de referencia? El amor en su doble cara: Dios y prójimo.
Dos en vez de uno
Según Marcos, a Jesús se le pregunta por principal mandamiento, pero él responde, no con uno sino con dos, uniendo dos citas del Antiguo Testamento: Dt 6,5 y Lv 19,18. La primera cita proclama la soberanía de Dios y la segunda hace referencia al amor al prójimo. Uniendo estas dos citas, Jesús nos está revelando que amor a Dios y amor al prójimo son dos caras de la misma moneda, dos dimensiones fundamentales de toda vida humana.
La importancia de reconocer la paternidad de Dios
Jesús recuerda la famosa “shemá”, un texto que los judíos sabían de memoria y recitaban todos los días, como fruto de su experiencia religiosa. Para los judíos reconocer a Dios como Padre de su historia era tan importante como para un hijo reconocer a su padre. Los que trabajan con jóvenes hablan de lo importante que es para el desarrollo de un joven tener una relación sana con su padre. Nadie viene a la vida por sí mismo, todos debemos nuestro ser a un padre que nos engendró. No reconocer eso es como construir una casa sin fundamentos. Si esa relación está dañada o no es reconocida, el joven no logra crecer armónicamente. De la misma manera, me atrevo a decir que si no reconocemos la paternidad de Dios, como origen supremo de la vida y meta hacia la que caminamos, algo se tuerce en nuestra vida, algo queda incompleto.
Nuestro tiempo, marcado por una especie de ateísmo práctico y teórico generalizado, parece ignorar esta realidad, pero creo que los creyentes encontramos mucho sentido y alegría al escuchar el texto que hemos heredado de los judíos: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. Eso da pleno sentido a nuestra vida de hijos agradecidos por la vida recibida como un don.
El amor a todo lo que existe
Por otra parte, amar a Dios es amarnos a nosotros mismos, nuestro origen, y nuestra meta; amar todo lo que existe juntamente con nosotros; amar, sobre todo, a los seres humanos como parte de nosotros mismos y de este Dios Padre. Sobre esta dimensión, les comparto las palabras de San Agustín:
“Creo que ésta es la perla que buscaba el comerciante descrito en el Evangelio, que, al encontrarla, vendió todo lo que tenía y la compró (Mt 13, 46). Esta es la perla preciosa: la caridad. Sin ella de nada te sirve todo lo que tengas; si solo posees ésta, te basta (…) Puedes decirme: no he visto a Dios; pero ¿puedes decirme: no he visto al hombre? Ama a tu hermano. Si amas a tu hermano que ves, también verás a Dios, porque verás la caridad”.
Antonio Villarino. Bogotá