Laicos Misioneros Combonianos

El banquete de la vida

EUCARISTIA

Comentario a Jn 6, 51-59 (Solemnidad del Corpus Christi, 15 de junio del 2020)

EUCARISTIA

Celebramos la solemnidad del Corpus Christi o “Cuerpo del Señor”. En ella leemos una partecita del capítulo sexto de Juan, que nos transmite una verdad que es a la vez muy sencilla y muy profunda: Vivir en comunión con Jesucristo es el camino de la vida plena en todos sus sentidos (la “vida eterna”).

No es Moisés, no es el pan del desierto, no es el dinero, no son las filosofías brillantes las que nos iluminan de una manera clara y segura. Es la comunión vital con Jesucristo la que nos alimenta, nos ayuda a caminar en medio de las dificultades y transforma nuestra vida en una especie de banquete, de fiesta, de vida gozosa, gracias a la Palabra luminosa y al Amor verdadero de Dios hecho carne en Jesús de Nazaret.

Esa verdad no la podían aceptar los fariseos, porque les escandalizaba la humanidad de Jesús de Nazaret, tan concreta, tan frágil, tan poca cosa, pero, al mismo tiempo, tan reveladora de la cercanía del Padre. Los discípulos, por el contrario, acogen esta verdad, hacen experiencia de ella y dan testimonio de lo que han vivido, como lo hace Juan. Juan pone en boca de Jesús siete frases que parecen similares, pero que avanzan como las olas del mar; se repiten, pero avanzan completando la riqueza del significado global.  Les invito a releerlas con calma, tratando de identificar cada frase, su similitud y su diferencia.

A mi juicio, son siete maneras distintas de decir el mismo concepto: “comer” (que, como sabemos, quiere decir “creer en”, “entrar en comunión con”) la “carne” (humanidad) de Jesús es “tener vida”; es participar en el banquete sagrado que el Padre tiene preparado para que sus hijos gocen de la vida, como le pasó al hijo pródigo, para quien el Padre organiza una fiesta, a pesar de su gran error.

En todas las culturas, comer juntos, participar en un banquete, es la manera de celebrar la alegría de la vida, la alegría de pertenecer a una familia o a un determinado grupo social. De la misma manera, en la Biblia se habla muchas veces de Dios como el padre de familia que invita a todos sus hijos a un banquete.

A diferencia de Caín, Jesús es el nuevo Abel que reinstaura la comunión con la naturaleza, la humanidad y el Padre. Su palabra, su vida, su persona y la comunidad de discípulos son la expresión viva y garantía de esta nueva armonía y comunión. Su humanidad (su carne) entregada por amor (sangre derramada) es la mediación que Dios nos da para renovar esta comunión, que hace de la vida un banquete, una fiesta, una verdadera vida en plenitud.

El pan compartido es sacramento (signo eficaz) de esta comunión. Comer este pan (sacramento de la carne de Jesús) y beber el vino (sacramento de su sangre derramada) es aceptar plenamente el banquete del amor al que Dios nos invita, es entrar en sintonía con el Reino del Padre hecho presente en Jesucristo, es hacer de la vida una fiesta de fraternidad y servicio mutuo.

Pero ¡atención! Comer el pan-cuerpo de Jesús no puede ser un rito vacío de vida. Comer el pan-cuerpo de Jesús no es un rito más, no es una formalidad más. Si es eso, pierde todo su sentido. Comer el pan-cuerpo de Jesús en verdad es identificarse con Él, pensar como Él, sentir como Él, actuar como Él, amar como Él, como decía San Pablo: “No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí”.

P. Antonio Villarino

Bogotá

El “big bang” del amor

Trinidad
Trinidad

Un comentario a Jn 3, 16-18 (Solemnidad de la Santísima Trinidad, 7 de junio del 2020)

Hoy leemos apenas tres versículos del tercer capítulo del evangelio de Juan, poco más de setenta palabras, suficientes para contener el núcleo del mensaje de Jesús. Y si me apuran, el mensaje está contenido, todo entero, en el versículo 16. Permítanme que lo reproduzca:

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”.

La tentación más grande del ser humano es la de pensar que no es amado. Nuestra realidad humana es tan frágil que buscamos ser amados, ser estimados, ser tenidos en cuenta a todo coste, aunque tengamos que “vender el alma al diablo”, como hicieron paradigmáticamente Adán y Eva. Pero en la medida en que nos volvemos “ego-céntricos”, centrados en nosotros mismos, perdemos nuestra vida, nos “auto-condenamos” a vivir sin amor. Jesús nos recuerda que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Nadie puede ser amado si él cierra su corazón y prefiere vivir aislado en un orgullo herido o estúpidamente prepotente.

Por eso la presencia de Jesús en el mundo, como testigo de un amor sin condiciones (el amor de un Dios Comunión), es la puerta de la salvación, es el ancla que nos da seguridad en medio de las tormentas que nos acechan, es lo que nos hace libres y generosos para arriesgar y ser creativos, siendo también nosotros portadores de amor y de vida. Es la luz que ilumina nuestra vida, a pesar de las tinieblas de la duda, del odio y la desconfianza que a veces nos amenazan.

Déjenme poner un ejemplo un poco arriesgado. Los científicos explican el mundo físico del que somos parte como el fruto de una gran explosión (“big bang”), que origina multitud de formas de vida… Pues bien, yo creo que Jesús nos dice que nosotros somos fruto de un “big bang”, una explosión de amor, que da origen a múltiples formas de amor. Eso es lo que, con una fórmula antigua de la teología llamamos Trinidad, es decir, comunión de amor. Al principio de todo está un amor comunitario y en la medida en que aceptamos ese amor, también nosotros nos volvemos agentes de amor y de salvación. En la medida en que lo rechazamos y preferimos las tinieblas del escepticismo, del orgullo rebelde, de la desconfianza, nos volvemos hijos de las tinieblas y promotores de oscuridad.

El origen de mi vida es el amor y su meta es el amor. Aceptar eso es el camino de la salvación; rechazarlo es entrar por un camino de condenación. Y Jesús es el Maestro, el Camino, la Puerta, el Hermano, el Hijo que me ayuda a ver esta realidad que está dentro de mí mismo, pero que a veces está oscurecida por la duda y el orgullo. Desde el orgullo es imposible gozar del amor.  Desde la fe, el amor se abre camino.

Que la lectura de hoy renueve en nosotros la seguridad de ser amados y la confianza para amar gratuita y generosamente, siendo así “hijos del Padre”.

P. Antonio Villarino

Bogotá

La ministerialidad en el Magisterio de la Iglesia

P Steffano
P Steffano

Podemos definir provisionalmente la ministerialidad como la presencia transformadora de la Iglesia en todos los niveles y todas las dimensiones de la sociedad. La ministerialidad, por lo tanto, indica un servicio de la Iglesia al mundo contemporáneo, a través de una amplia presencia en la sociedad, como la levadura en la masa, que la transforma hacia el ideal del Reino de Dios. La ministerialidad va más allá de los confines de la Iglesia a la sociedad en general, donde los cristianos viven y expresan su fe en su trabajo diario.

Sabemos cómo ha cambiado esta presencia en la sociedad a lo largo de los siglos, así como su conceptualización en el Magisterio de la Iglesia. Hemos pasado de los modelos separatistas, que buscaban crear una sociedad alternativa y santa, a una comprensión más reciente de una Iglesia inmersa y encarnada en el mundo, pero no del mundo. El concepto y la práctica de la ministerialidad también siguieron el mismo camino de transformación. Estamos pasando del poder al servicio; de ministerios casi exclusivamente centrados en la Iglesia, a la aceptación de que la acción pastoral para el cambio social es más amplia que la Iglesia, más allá de los límites de las comunidades cristianas formales.

No hace falta decir que en este proceso de reavivamiento de la ministerialidad, el Vaticano II ha sido un hito. La Iglesia ha cambiado radicalmente su concepción de sí misma, pasando de ser una fortaleza bajo asedio o un arca en aguas tormentosas a ser una comunidad de discípulos, un “pueblo de Dios” en el mundo contemporáneo (cf. Gaudium et Spes). La visión del Vaticano II ha tenido un enorme impacto en todos los ministerios de la Iglesia. La pertenencia a la Iglesia ya no se medía por la ordenación sacerdotal y la sumisión a los ministros ordenados, sino por el bautismo. Todas las formas de apostolado laico, en todos los aspectos de la vida de la Iglesia, por cualquier miembro de la Iglesia -sea laico u ordenado- se derivan del bautismo y son una participación directa en la misión salvadora de la Iglesia (Lumen Gentium 33).

No es sorprendente, por lo tanto, que el acontecimiento del Vaticano II y sus consecuencias hayan visto surgir nuevos movimientos en la Iglesia, todos vinculados a nuevos ministerios potenciales: el movimiento litúrgico, el movimiento bíblico, el movimiento por la paz y los derechos humanos, el movimiento ecuménico. A esto se añade el nacimiento de una conciencia y competencia completamente nuevas de los laicos en la sociedad. Pablo VI extendió los ministerios centrales de la Palabra (oficio del Lector) y del Altar (oficio del Acólito) a todos los laicos, ahora conferidos no por ordenación sino por institución, para distinguirlos muy claramente del sacramento del sacerdocio (Ministeria Quædam, 1972).

En los turbulentos años posteriores al Concilio Vaticano II, los movimientos eclesiales laicos crecieron en importancia, especialmente durante el pontificado de Juan Pablo II. Encarnaban el espíritu del Concilio, es decir, la presencia de los laicos en la sociedad, en la base de una cierta independencia de la Iglesia tradicional y territorial. Los laicos ya no se reúnen, o no sólo, según un territorio (la parroquia tradicional), sino según otros criterios como la profesión, la cultura religiosa, la espiritualidad. Estos movimientos fueron la presencia transformadora directa de la Iglesia en la sociedad, basada en el espíritu del Vaticano II. Sin embargo, algunos de ellos eran progresistas, abiertos a lo nuevo, en un diálogo honesto con el mundo contemporáneo, listos para el intercambio mutuo para el crecimiento colectivo. Otros, sin embargo, sentían nostalgia de un pasado en el que la presencia de la Iglesia en la sociedad era más visible como punto de referencia y guía moral. La teología y la práctica pastoral post-Vaticano II no lograron eliminar o reducir la tensión histórica respecto a los diferentes modos de presencia de la Iglesia en el mundo.

La llegada del Papa Francisco y su pontificado puede considerarse otro hito en el desarrollo de una nueva conciencia cristiana y la presencia de la Iglesia en el mundo de hoy. Algunos eruditos definen a Francisco como el primer Papa verdaderamente post-Vaticano II, en el sentido de que ha encarnado totalmente el espíritu y la teología del Concilio. Se manifestó claro desde el principio de su pontificado, en la tarde de su elección, cuando desde la Logia de San Pedro pidió al pueblo que rezara por él y lo bendijera. Fue un luminoso “momento del Vaticano II”, un momento de magisterio no en forma escrita, sino de vida (M. Faggioli).

Varios aspectos de la vida y la enseñanza de Francisco han marcado una nueva conciencia de la Iglesia sobre sí misma y su papel en la sociedad. Por razones de espacio, mencionaré sólo algunas.

El primero es un llamamiento a la creación de una nueva mentalidad: de una experiencia única de Dios como Amor a una nueva visión de la Iglesia como un lugar donde este Amor se hace visible, inclusivo, incondicional y de misericordia efectiva. En una Iglesia así, empezamos a pensar “en términos de comunidad, de prioridad de la vida de todos sobre la apropiación de los bienes por parte de algunos” (Evangelii Gaudium, 188). Tal actitud conduce necesariamente a “una nueva mentalidad política y económica que ayudaría a superar la dicotomía absoluta entre la economía y el bien común social” (Evangelii Gaudium, 205).

La metodología que Francisco propone es “iniciar procesos más que de poseer espacios” (Evangelii Gaudium, 223): la visión y el servicio son más importantes que la autoafirmación y el poder. Por lo tanto, la ministerialidad (el servicio de la Iglesia a la humanidad) no es otra cosa que la implementación de la visión: una Iglesia con un sistema ministerial centrado no en el poder que fluye de un papel (el sacerdocio) sino en un ser común (la vocación bautismal) y en un camino común (determinado por una imagen profética de la Iglesia).

La ministerialidad requiere complementariedad y colaboración. Esto está bien expresado en la palabra sinodalidad. Caminar juntos, “sinodalidad”, es la otra característica fundamental de la Iglesia imaginada por Francisco. Los Sínodos ya existían antes de Francisco, pero él les ha dado un nuevo poder y un nuevo papel, convirtiéndolos en eventos de verdadera comunión y discernimiento eclesial (Episcopalis Communio, 2018). Algunos dicen que la sinodalidad es el verdadero cambio de paradigma de su pontificado; es sin duda un elemento constitutivo de la Iglesia. Apela a la conversión y a la reforma dentro de la propia Iglesia, para convertirse en una Iglesia más atenta a la escucha. También ofrece nuevas perspectivas para la sociedad en su conjunto, “el sueño de que el redescubrimiento de la dignidad inviolable de los pueblos y de la función de servicio de la autoridad podrán ayudar a la sociedad civil a edificarse en la justicia y la fraternidad, fomentando un mundo más bello y más digno del hombre para las generaciones que vendrán después de nosotros” (Francisco, Discurso en la ceremonia conmemorativa del 50º aniversario del establecimiento del Sínodo de Obispos, 2015).

La apertura al sueño de una nueva sociedad implica no sólo a cada persona bautizada, sino también a toda persona de buena voluntad que desee y actúe por la justicia, la paz y el cuidado de la creación. Compartir esta sed de justicia y reconocer lo que ya hacen los activistas sociales fue el leitmotiv de los mensajes del Papa Francisco a los representantes de los movimientos populares durante sus Encuentros Mundiales (2014-2017). Una vez más, Francisco recordó la idea de caminar juntos (sínodo), apoyando la lucha de los movimientos populares. Es la imagen de una Iglesia sinodal y ministerial, al servicio de la humanidad, que reconoce el ministerio de muchas personas de diferentes religiones, profesiones, ideas, culturas, países, continentes, y respeta la diversidad de cada uno. Francisco ha utilizado la imagen del poliedro (imagen también utilizada en Querida Amazonia, 2020): “refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan la originalidad. Nada se disuelve, nada se destruye, nada se domina, todo se integra” (Mensaje a los movimientos populares, 2014). Es la misma reorientación iniciada por el Vaticano II, de una estructura piramidal de la Iglesia a una estructura comunitaria, en la que cada riqueza es reconocida y apreciada en su diversidad. En resumen, la idea de la ministerialidad se basa en una clara comprensión de la Iglesia y una práctica identificable en, para y con el mundo, caracterizada por el diálogo, la apertura, la voluntad de reconocer, aprender y caminar junto con cualquier persona de buena voluntad comprometida en la transformación de la sociedad.
P. Stefano Giudici, mccj

Presentación del Manual para el Año del Ministerialidad

Comboni

El Secretariado General de la Misión (SGM) ha propuesto a las Circunscripciones un programa de reflexión comunitaria sobre el tema de la ministerialidad. La Dirección General es muy consciente del momento que nos toca vivir, marcado por el COVID-19 que a todos nos condiciona tanto a nivel psicológico como espiritual. El hecho que nuestras tareas pastorales hayan sido suspendidas por responsabilidad civil, podría tornarse en una buena ocasión para dar más tiempo al programa propuesto. Por lo tanto, invitamos a cada circunscripción a hacer un esfuerzo para adaptar los materiales, en la medida de lo posible intentado relacionar los temas propuestos con la situación que cada país está viviendo. [Manual completo]

Presentación de los temas para el Año de la Ministerialidad

Tema 1: La función ministerial del presbítero

Ficha 1.1: propone el estudio de un caso para introducir y familiarizarse con el tema.

Ficha 1.2: presenta un análisis temático en profundidad, para una lectura más analítica de la experiencia.

Ficha 1.3: introduce el momento de la oración personal y de la reflexión teológica.

Ficha 1.4: proporciona un espacio para compartir y discernir en comunidad.

Tema 2: Colaboración ministerial

Ficha 2.1: estudio de un caso.

Ficha 2.2: análisis temático en profundidad.

Ficha 2.3: oración personal.

Ficha 2.4: para compartir y discernir en comunidad.

Tema 3: Evangelización y Ministerios

Ficha 3.1: estudio de un caso.

Ficha 3.2: análisis temático en profundidad.

Ficha 3.3: oración personal.

Ficha 3.4: para compartir y discernir en comunidad.

Tema 4: La contribución ministerial de los laicos

Ficha 4.1: estudio de un caso.

Ficha 4.2: análisis temático en profundidad.

Ficha 4.3: oración personal.

Ficha 4.4: para compartir y discernir en comunidad.

Tema 5: Ministerios sociales y ecológicos

Ficha 5.1: estudio de un caso.

Ficha 5.2: análisis temático en profundidad.

Ficha 5.3: oración personal.

Ficha 5.4: para compartir y discernir en comunidad.

Tema 6: Sinodalidad

Ficha 6.1: estudio de un caso.

Ficha 6.2: análisis temático en profundidad.

Ficha 6.3: oración personal.

Ficha 6.4: para compartir y discernir en comunidad.​