Laicos Misioneros Combonianos

Tener un nombre, vivir en familia

Un comentario a Lc 2, 16-21 (Solemnidad de Santa María, 1 de enero del 2017)

sagrada-familia-natividad-nativity-jesus-maria-y-jose-navidad-5Dentro de su “evangelio de la infancia”, Lucas narra lo que los pintores más tarde captaron como una escena familiar en dos cuadros, que se prestan a una contemplación tranquila, sosegada y un poco maravillada, como cuando vemos a un bebé en brazos de su madre o de su padre. Imaginen que están en uno de los grandes museos del mundo, en los que se exponen algunos de los muchos cuadros en los que estas escenas se reproducen o, si lo prefieren, bajen una reproducción de internet y mediten conmigo un poquito.

Primera escena: la visita de los pastores

En primer lugar contemplamos la visita de los pastores, con lo que Lucas nos quiere recordar que aquel niño, en brazos de María y José, será el Mesías esperado por los pobres y sencillos. Pero este Mesías no nace en un palacio ni es bajado de una estrella, sino que nace en el seno de una familia. José y María son indispensables para que el proyecto de salvación querido por Dios se realice.

Segunda escena: circuncisión y nombre

En segundo lugar, podemos contemplar la escena en la que esta pareja, responsable de este niño, lo acompañan al templo para una ceremonia con la que el niño se hace formalmente miembro de un pueblo y recibe el nombre que le dará una identidad para toda la vida. Las dos cosas (pertenecer a un pueblo y tener un nombre) son importantísimas para el sano crecimiento de una persona. Sin familia, sin nombre y sin pueblo de pertenencia un ser humano sería como una hoja seca que el viento lleva de un lado para otro sin sentido alguno.

La importancia de la familia

Me parece que los psicólogos está de acuerdo en que todos nosotros somos, en buena parte, lo que hemos recibido en nuestra familia, incluso antes de ser conscientes de ello. Por eso hoy, día que la Iglesia dedica a la familia, es una buena ocasión para dar gracias a Dios por haber sido acogidos, protegidos, nutridos, enseñados en una familia que, no sólo nos alimentó, sino que nos dio un nombre y una pertenencia, nos hizo ser “alguien” con experiencia de ser amados y capaces de amar. ¡Qué gran don! Sobre esa base podemos realizar el proyecto personal al que Dios nos llama.
Por otra parte, es una buena ocasión para que todos los miembros de la familia descubran o fortalezcan el don recibido y contribuyan a hacer la familia más acogedora y estable. Defender y proteger a la familia es defender a la humanidad; hacer familia es vivir el amor, fuente primera de la felicidad humana y de nuestro acercamiento a Dios. Además, vivir la familia es la mejor manera de contribuir a la paz en el mundo.

¡Feliz año 1017, en una familia feliz y en un mundo justo y pacificado!
P. Antonio Villarino
Bogotá
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Postdata: Familia en la cotidianidad
“Ante cada familia se presenta el icono de la familia de Nazaret, con su cotidianidad hecha de cansancios y hasta de pesadillas, como cuando tuvo que sufrir la incomprensible violencia de Herodes, experiencia que se repite trágicamente todavía hoy en tantas familias de prófugos desechados e inermes… Como María, son exhortadas a vivir con coraje y serenidad sus desafíos familiares, tristes y entusiasmantes, y a custodiar y meditar en el corazón las maravillas de Dios (cf. Lc 2,19.51). En el tesoro del corazón de María están también todos los acontecimientos de cada una de nuestras familias, que ella conserva cuidadosamente. Por eso puede ayudarnos a interpretarlos para reconocer en la historia familiar el mensaje de Dios”. (Francisco, Amoris Laetitia, n. 30)

La Palabra que nos hace hijos/as

Un comentario a Jn 1, 1-18 (Navidad, 25 de diciembre de 2016)

palabraLas lecturas a las que estamos más acostumbrados en Navidad son las que corresponden a los llamados “evangelios de la infancia” de Lucas y Mateo, con sus relatos tan coloridos y al mismo tiempo tan llenos de referencias bíblicas y resonancias teológicas. Pero hoy no me quiero detener en esos relatos que bien conocemos y a los que se refieren con admirable sencillez los villancicos que cantamos en estos días. Un poco contra corriente, me detengo en la lectura del evangelio de Juan, que leemos en la Misa del Día de Navidad. Se trata del famoso texto que habla de “la Palabra que planta su tienda entre nosotros”. Les ofrezco una breve reflexión al respecto.

Palabras que construyen y palabras que destruyen
Piensen un poco. ¿Cuál es la primera palabra que han escuchado esta mañana al levantarse? ¿Era una palabra “buena”? ¿Le ha causado alegría o tristeza, ánimo o desánimo, claridad u oscuridad? ¿Les ha levantado el ánimo o más bien ha sido como una piedra que les ha hundido un poco más de lo que ya estaban?
¿Se han dado cuenta? “Las palabras vuelan”, decía un antiguo proverbio latino. En efecto, las palabras parecen no valer nada, se asemejan a una pluma de ave que vuela sin tener peso propio… Y, sin embargo, las palabras pesan, tienen su fuerza para el bien y para el mal, pueden ayudarnos a seguir adelante o pueden resultar un peso que nos dificulta seguir el camino, llenando nuestro espíritu de dolor y pesantez. Sí, hay palabras buenas que nos construyen como personas y hay palabras malas que nos destruyen.

San Juan: La Palabra primigenia
San Juan no fue el único que reflexionó sobre la importancia de la Palabra. Muchos otros pensadores antiguos y modernos lo han hecho. Alguno ha dicho que la naturaleza toda ha crecido hasta producir al ser humano y el ser humano ha crecido o hasta producir la palabra. Pero San Juan aprovecha esta reflexión filosófica y bíblica para descubrirnos el sentido de Jesús como Palabra del Padre, encarnada en la historia. Al inicio de todo, dice Juan, está la Palabra de Dios, Palabra que ilumina las tinieblas, Palabra que consuela, Palabra que crea vida…

Esta gran Palabra originaria se manifiesta y se concreta en muchas pequeñas palabras: la palabra de la mamá que consuela al niño que llora, la palabra del papá que anima al muchachito a arriesgarse sobre la bicicleta, la palabra del maestro que enseña a leer y entender el universo, la palabra de las personas sabias, de los profetas y santos… palabras de tantas personas que nos ayudan a entender el mundo y a organizar nuestra propia vida y vivirla con provecho y lucidez.

Todas estas palabras son buenas y constructivas. Sin ellas no sabríamos vivir. Pero el gran milagro que celebramos hoy es que la Palabra Eterna del Padre, la Palabra que está en el origen de todo y que da sentido a todo, ha tomado carne en Jesús de Nazaret, se ha hecho uno de nosotros y camina con nosotros en la historia. Y en Jesús de Nazaret encontramos iluminación, consuelo, fortaleza, perdón, sentido…; en él recobramos el sentido de las cosas y de nuestra propia existencia en el mundo.

La Palabra Eterna, que da sentido al mundo, se ha hecho niño; no se impone, se ofrece; no es una carga sino una posibilidad de nueva vida; no es algo del pasado sino la posibilidad de un nuevo futuro. Dice San Juan que el que recibe esta Palabra se hace “hijo”. Y esta es la palabra verdadera: No somos una mota de polvo perdida en el mundo, somos “hijos” amados. Y la conciencia de ese amor hace de nosotros personas alegres, felices y creativas.

Por eso si alguien te dice que tú no tienes ningún valor, no le creas: es una palabra falsa. La palabra verdadera es la de Jesús que te dice que “tú vales mucho”, como hijo/a del Padre/Madre.

Si alguna vez sientes que andas en tinieblas, no tengas miedo; escucha la Palabra de Jesús – en los evangelios, en la Eucaristía, en la oración, en el ejemplo de las personas buenas… – y déjate iluminar.
Si alguno te dice que eres malo o inútil, no le hagas caso; la misericordia de Dios te da siempre una nueva oportunidad y hace de ti una persona siempre capaz de hacer el bien.

Cuando te sientes tentado de no amar, de dejarte llevar por la sospecha y el cansancio del amor, levanta los ojos y mira al que te ama infinitamente y atrévete tú también a amar incluso a quien no lo merezca.

No lo olvides, en Cristo se nos reveló la Palabra, es decir, el sentido de nuestras vidas y ese sentido no es otro que uno : “Eres hijo/a; eres amado”.
Feliz Navidad
P. Antonio Villarino
Bogotá

Cuando Dios nos llama a ir más allá de nosotros mismos

Un comentario a Mt 1, 18-25 (III Domingo de Adviento, 18 de diciembre de 2016)

s-jose-vietnamEstamos acostumbrados a fijarnos en la anunciación del ángel a María, destacando su humildad y disponibilidad para que la voluntad de Dios se cumpliera en ella, de tal manera que ella se convirtió en el “arca de la Alianza”, sobre la que se cernía la sombra del Espíritu creador de Dios y el espacio sagrado en el que el Eterno se hizo compañero –Enmanuel– de toda la humanidad.

Pero el evangelio de Mateo que leemos hoy pone su mirada en la anunciación a José, el heredero de la promesa hecha a Abraham, David, Jeconías y a todos los creyentes del Antiguo Testamento.

Mateo nos dice que José era un hombre justo y fiel, honesto y creyente, pero en esta ocasión se llevó una sorpresa mayúscula, precisamente de parte de un Dios que vino a desbaratar sus planes. Mediante un sueño, Dios le hizo ir más allá de sí mismo, pidiéndole que aceptara en María algo que no provenía de su humanidad, ni siquiera de su bondad y honestidad. Le costó aceptarlo, tenía miedo a hacer el ridículo y a que abusaran de su bondad. No quería creer que Dios podía servirse de su esposa y de él para participar en la historia humana de manera nueva y extraordinaria. Era algo imposible, increíble, ridículo y contrario a su hombría…

Pero el ángel –hablándole en sueños, es decir, removiendo su conciencia– le hizo madurar a grandes pasos, salir de sí mismo (de su manera tan razonable de ver las cosas, incluso de su propia justicia y protagonismo) y aceptar que más grande que él era Dios y que él no era más que un humilde instrumento al servicio de los planes salvadores del Altísimo. Por eso, aunque con dolor e incertidumbre, aceptó la palabra del ángel: “No tengas reparo en recibir a María como esposa”. Cambió de planes y aceptó su nuevo papel en la vida: acoger y proteger el don de Dios en la persona de Jesús.

Tengo la impresión de que la experiencia de José es una experiencia bastante común. Muchos de nosotros tratamos de ser justos y honestos, al tiempo que hacemos planes en los que queremos ser “alguien”, queremos ser protagonistas de nuestra historia y de la historia de los que nos rodean, incluso de las cosas buenas. Y eso está bien. Así tiene que ser.

Pero hay momentos en los que esta nuestra honestidad, esta nuestra generosidad, esta nuestra bondad no bastan, como no bastaba el agua de Caná para alegrar la fiesta de bodas con buen vino. Sólo Jesús pudo transformar aquel fracaso de los esposos en un banquete verdadero, aunque ellos no lo habían planeado así. Hay momentos de la vida en los que Dios parece llamarnos a ir más allá de nosotros mismos, a saber renunciar a proyectos personales para insertarnos en un proyecto más grande que nosotros mismos, el proyecto de un Dios que no puede ser contenido en nuestras ideas y obras por buenas que sean. Dios siempre está más allá, Dios siempre nos trasciende, Dios siempre nos atrae como un imán hacia una madurez y fecundidad superior que quizá no habíamos ni soñado. Navidad es eso: aceptar la transcedencia de Dios.

Dios quiera que cada uno de nosotros sepa ser como José cuando algún ángel de Dios nos anuncia un plan en el que no habíamos pensado ni habíamos programado nosotros. Ojalá sepamos escuchar al ángel que nos anuncia: “No temas, acepta, confía en el milagro de Dios en tu vida”.

P. Antonio Villarino
Quito