Laicos Misioneros Combonianos

Fortalezcan sus corazones

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA CUARESMA 2015

Fortalezcan sus corazones (St 5,8)

 Papa FranciscoQueridos hermanos y hermanas:

La Cuaresma es un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Co 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado antes: «Nosotros amemos a Dios porque él nos amó primero» (1 Jn 4,19). Él no es indiferente a nosotros. Está interesado en cada uno de nosotros, nos conoce por nuestro nombre, nos cuida y nos busca cuando lo dejamos. Cada uno de nosotros le interesa; su amor le impide ser indiferente a lo que nos sucede. Pero ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás (algo que Dios Padre no hace jamás), no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien. Esta actitud egoísta, de indiferencia, ha alcanzado hoy una dimensión mundial, hasta tal punto que podemos hablar de una globalización de la indiferencia. Se trata de un malestar que tenemos que afrontar como cristianos.

Cuando el pueblo de Dios se convierte a su amor, encuentra las respuestas a las preguntas que la historia le plantea continuamente. Uno de los desafíos más urgentes sobre los que quiero detenerme en este Mensaje es el de la globalización de la indiferencia.

La indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos. Por eso, necesitamos oír en cada Cuaresma el grito de los profetas que levantan su voz y nos despiertan.

Dios no es indiferente al mundo, sino que lo ama hasta el punto de dar a su Hijo por la salvación de cada hombre. En la encarnación, en la vida terrena, en la muerte y resurrección del Hijo de Dios, se abre definitivamente la puerta entre Dios y el hombre, entre el cielo y la tierra. Y la Iglesia es como la mano que tiene abierta esta puerta mediante la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos, el testimonio de la fe que actúa por la caridad (cf. Ga 5,6). Sin embargo, el mundo tiende a cerrarse en sí mismo y a cerrar la puerta a través de la cual Dios entra en el mundo y el mundo en Él. Así, la mano, que es la Iglesia, nunca debe sorprenderse si es rechazada, aplastada o herida.

El pueblo de Dios, por tanto, tiene necesidad de renovación, para no ser indiferente y para no cerrarse en sí mismo. Querría proponerles tres pasajes para meditar acerca de esta renovación.

1. «Si un miembro sufre, todos sufren con él» (1 Co 12,26) – La Iglesia

La caridad de Dios que rompe esa cerrazón mortal en sí mismos de la indiferencia, nos la ofrece la Iglesia con sus enseñanzas y, sobre todo, con su testimonio. Sin embargo, sólo se puede testimoniar lo que antes se ha experimentado. El cristiano es aquel que permite que Dios lo revista de su bondad y misericordia, que lo revista de Cristo, para llegar a ser como Él, siervo de Dios y de los hombres. Nos lo recuerda la liturgia del Jueves Santo con el rito del lavatorio de los pies. Pedro no quería que Jesús le lavase los pies, pero después entendió que Jesús no quería ser sólo un ejemplo de cómo debemos lavarnos los pies unos a otros. Este servicio sólo lo puede hacer quien antes se ha dejado lavar los pies por Cristo. Sólo éstos tienen “parte” con Él (Jn 13,8) y así pueden servir al hombre.

La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para la indiferencia, que tan a menudo parece tener tanto poder en nuestros corazones. Quien es de Cristo pertenece a un solo cuerpo y en Él no se es indiferente hacia los demás. «Si un miembro sufre, todos sufren con él; y si un miembro es honrado, todos se alegran con él» (1 Co 12,26).

La Iglesia es communio sanctorum porque en ella participan los santos, pero a su vez porque es comunión de cosas santas: el amor de Dios que se nos reveló en Cristo y todos sus dones. Entre éstos está también la respuesta de cuantos se dejan tocar por ese amor. En esta comunión de los santos y en esta participación en las cosas santas, nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo que tiene es para todos. Y puesto que estamos unidos en Dios, podemos hacer algo también por quienes están lejos, por aquellos a quienes nunca podríamos llegar sólo con nuestras fuerzas, porque con ellos y por ellos rezamos a Dios para que todos nos abramos a su obra de salvación.

2. «¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9) – Las parroquias y las comunidades

Lo que hemos dicho para la Iglesia universal es necesario traducirlo en la vida de las parroquias y comunidades. En estas realidades eclesiales ¿se tiene la experiencia de que formamos parte de un solo cuerpo? ¿Un cuerpo que recibe y comparte lo que Dios quiere donar? ¿Un cuerpo que conoce a sus miembros más débiles, pobres y pequeños, y se hace cargo de ellos? ¿O nos refugiamos en un amor universal que se compromete con los que están lejos en el mundo, pero olvida al Lázaro sentado delante de su propia puerta cerrada? (cf. Lc 16,19-31).

Para recibir y hacer fructificar plenamente lo que Dios nos da es preciso superar los confines de la Iglesia visible en dos direcciones.

En primer lugar, uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración. Cuando la Iglesia terrenal ora, se instaura una comunión de servicio y de bien mutuos que llega ante Dios. Junto con los santos, que encontraron su plenitud en Dios, formamos parte de la comunión en la cual el amor vence la indiferencia. La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima: «Cuento mucho con no permanecer inactiva en el cielo, mi deseo es seguir trabajando para la Iglesia y para las almas» (Carta 254,14 julio 1897).

También nosotros participamos de los méritos y de la alegría de los santos, así como ellos participan de nuestra lucha y nuestro deseo de paz y reconciliación. Su alegría por la victoria de Cristo resucitado es para nosotros motivo de fuerza para superar tantas formas de indiferencia y de dureza de corazón.

Por otra parte, toda comunidad cristiana está llamada a cruzar el umbral que la pone en relación con la sociedad que la rodea, con los pobres y los alejados. La Iglesia por naturaleza es misionera, no debe quedarse replegada en sí misma, sino que es enviada a todos los hombres.

Esta misión es el testimonio paciente de Aquel que quiere llevar toda la realidad y cada hombre al Padre. La misión es lo que el amor no puede callar. La Iglesia sigue a Jesucristo por el camino que la lleva a cada hombre, hasta los confines de la tierra (cf. Hch 1,8). Así podemos ver en nuestro prójimo al hermano y a la hermana por quienes Cristo murió y resucitó. Lo que hemos recibido, lo hemos recibido también para ellos. E, igualmente, lo que estos hermanos poseen es un don para la Iglesia y para toda la humanidad.

Queridos hermanos y hermanas, cuánto deseo que los lugares en los que se manifiesta la Iglesia, en particular nuestras parroquias y nuestras comunidades, lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia.

3. «Fortalezcan sus corazones» (St 5,8) – La persona creyente

También como individuos tenemos la tentación de la indiferencia. Estamos saturados de noticias e imágenes tremendas que nos narran el sufrimiento humano y, al mismo tiempo, sentimos toda nuestra incapacidad para intervenir. ¿Qué podemos hacer para no dejarnos absorber por esta espiral de horror y de impotencia?

En primer lugar, podemos orar en la comunión de la Iglesia terrenal y celestial. No olvidemos la fuerza de la oración de tantas personas. La iniciativa 24 horas para el Señor, que deseo que se celebre en toda la Iglesia —también a nivel diocesano—, en los días 13 y 14 de marzo, es expresión de esta necesidad de la oración.

En segundo lugar, podemos ayudar con gestos de caridad, llegando tanto a las personas cercanas como a las lejanas, gracias a los numerosos organismos de caridad de la Iglesia. La Cuaresma es un tiempo propicio para mostrar interés por el otro, con un signo concreto, aunque sea pequeño, de nuestra participación en la misma humanidad.

Y, en tercer lugar, el sufrimiento del otro constituye un llamado a la conversión, porque la necesidad del hermano me recuerda la fragilidad de mi vida, mi dependencia de Dios y de los hermanos. Si pedimos humildemente la gracia de Dios y aceptamos los límites de nuestras posibilidades, confiaremos en las infinitas posibilidades que nos reserva el amor de Dios. Y podremos resistir a la tentación diabólica que nos hace creer que nosotros solos podemos salvar al mundo y a nosotros mismos.

Para superar la indiferencia y nuestras pretensiones de omnipotencia, quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del corazón, como dijo Benedicto XVI (Ct. enc. Deus caritas est, 31). Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro.

Por esto, queridos hermanos y hermanas, deseo orar con ustedes a Cristo en esta Cuaresma: “Fac cor nostrum secundum Cor tuum”: “Haz nuestro corazón semejante al tuyo” (Súplica de las Letanías al Sagrado Corazón de Jesús). De ese modo tendremos un corazón fuerte y misericordioso, vigilante y generoso, que no se deje encerrar en sí mismo y no caiga en el vértigo de la globalización de la indiferencia.

Con este deseo, aseguro mi oración para que todo creyente y toda comunidad eclesial recorra provechosamente el itinerario cuaresmal, y les pido que recen por mí. Que el Señor los bendiga y la Virgen los guarde.

Vaticano, 4 de octubre de 2014
Fiesta de san Francisco de Asís

Franciscus

Desde Chiapas

Isa¡Hola amigos! Buen día de Dios tengan todos ustedes! Desde este pueblo elegido de Dios los saludo con un fuerte abrazo y alegría en el corazón. Deseo que todos y cada uno de ustedes amiguitos y hermanos en Cristo y San Daniel Comboni se encuentren bien física y espiritualmente y gozando de la vida que nos da nuestro Padre del cielo cada día.

Después de mi formación en experiencia comunitaria como LMC, me encuentro de misión en Chiapas. Aquí yo estoy muy bien, laborando en el Hospital San Carlos, viviendo una nueva experiencia misionera y comenzando esta gran misión que Cristo me está encomendando entre estos pueblos indígenas, ya que de la Parroquia son 80 comunidades, pero tenemos más de 100 que caminan hasta 15 horas o más, para venir a nuestro Hospital de San Carlos, pues a veces, en otros hospitales o centros de salud no los quieren atender porque no les entienden, pues tenemos 6 principales dialectos, tzeltal, tojolabal, tzotzil, ladino, chol, pero los que predominan son el Tzeltal y Tzotzil.

Es un gran trabajo misionero y una gran labor humanitaria dirigida por la Congregación de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Padua desde hace más de 30 años, han puesto una escuela de enfermería dentro del hospital y ahí es donde capacitan a los mismos indígenas como enfermeros, y ellos son quienes trabajan en este hospital atendiendo a su propia gente, ellos son quienes nos traducen. Aquí, los pacientes se sienten como en casa y en familia, y aunque paguen cuotas de recuperación, prefieren éste, su hospital. Con esto se está realizando lo que el mismo San Daniel Comboni profetizó en su Plan ” Salvar a los Indígenas con los Indígenas”. Mis recuerdos y oración por todos y que sigamos unidos en nuestra fraternidad con nuestro corazón y nuestro espíritu misionero, los quiero mucho a todos y les deseo los mejor de su vida misionera. Saludos y un abrazo a todos.

Isa

Su amiguita y hermana: ISA.  😉

La mano tendida: poder de Dios

Comentario a Mc 1, 40-45: DOMINGO, 15 de febrero 2015

Leemos la última parte del primer capítulo de Marcos, que hemos venido leyendo desde el tercero hasta este sexto domingo del tiempo ordinario. Al meditar esta lectura, que nos habla de la experiencia de un leproso curado por Jesús, al salir de su oración solitaria, me detengo en cuatro reflexiones:

Reconocer la propia debilidad y transformarla en súplica
Lo primero que me llama la atención es que el leproso –con una enfermedad considerada entonces grave y vergonzosa– no esconde su realidad, no dice como el borracho: “Yo no he bebido”, sino que se reconoce enfermo y necesitado de ayuda; no se encierra en su soledad y desesperación, sino que sale de su aislamiento y hace un acto de confianza en sí mismo, en el prójimo, en Jesús.
Lo sabemos: la primera gran medida para curarse es aceptar que uno está enfermo, no auto-engañarse en un falso orgullo. La segunda es reconocer que uno solo no logra salir de una enfermedad, de la adición que lo esclaviza, o de una situación de conflicto estéril. En nuestro tiempo, se habla mucho de auto-estima y hay miles de libros de auto-ayuda; hasta un famoso y respetado teólogo tituló un libro de espiritualidad “Beber del propio pozo”. Y eso es cierto: cada uno de nosotros es un hijo de Dios, tiene su dignidad inalienable y sus propios recursos y dones…
Pero mi experiencia es que la auto-estima y la auto-ayuda no bastan. En algunos momentos, hay que saber pedir ayuda, hay que saber acudir a otro, que nos da una necesaria ayuda material, una buena palabra, un empujón moral… En esta línea se sitúa también la oración de súplica, que solo los pobres y humildes entienden. Los ricos y orgullosos, de cualquier orden, no piden, ordenan. Pero ¡ay de aquel que siempre se siente rico!; seguramente miente. La oración del leproso es típica del humilde: “Señor, si quieres, puedes curarme”.

Imagen%20101[1]
La mano tendida, poder de Dios
Ante la súplica sincera del leproso –hecha con el corazón y con la vida, más que con las palabras– Jesús extiende la mano y lo toca. “Extender la mano” , imponerla sobre situaciones y personas, es un gesto que en la Biblia tiene mucho que ver con el poder de Dios, como hizo Moisés sobre las aguas del Mar Rojo, como hacían los profetas para dejar su herencia espiritual a sus discípulos o los apóstoles. Claro que nosotros sabemos que el verdadero poder de Dios e su amor. En efecto, como ha dicho, el papa Benedicto XXI, “sólo el amor redime”. El amor hecho caricia, el amor hecho gesto de ánimo, el amor hecho venda para la herida, el amor hecho palabra límpida, el amor hecho comprensión y solidaridad en una y mil formas.
En Jesús este amor sanador de Dios se hizo persona concreta, caricia, mirada que comprende y anima, mano que toca y sanar. También la Iglesia –comunidad de discípulos misioneros, extensión de Jesucristo en el hoy de la historia– es: mano extendida para atender a los que se sienten enfermos, debilitados y, humillados…, mano que se une a la palabra para decir: ánimo, “quiero, sé sano”. Ciertamente, la enfermedad es parte de toda experiencia humana, pero lo más grave de la enfermedad es la sensación de estar desvalido, de sentirse inerme, de ser un “don nadie”, una mota de polvo… La mano de Jesús, la mano de la Iglesia, se alarga y nos toca para decirnos: No te asustes, tú vales mucho, adelante.

Reincorporarse a la comunidad
Jesús manda al leproso curado a presentarse ante los responsables de la comunidad y a realizar los ritos necesarios a su integración en la misma. Son ritos, que, aunque discutibles en sí, mantienen unida a la comunidad; son como los mimbres de una cesta: cada uno en sí es poca cosa, pero todos juntos, adecuadamente organizados, dan la consistencia necesaria para constituir una cesta… Así sucede con los ritos y costumbres de cualquier comunidad humana o cristiana: tomados aisladamente son discutibles o despreciables; pero en su conjunto ayudan a mantener la comunidad viva y fortalecen la vida de todos.
Recuerdo que, en mis tiempos de misionero en Ghana, tuve a que ver con una señora acusada de brujería. Después de una serie de diálogos y ritos con ella y con la comunidad, la acompañé a su casa y percibí cuál era su problema: por una serie de razones que no vienen al cuento, aquella señora se habían convertido en una especie de “leprosa”, separada de la comunidad. El remedio estaría precisamente en reincorporarla a la comunidad: participar de sus fiestas, de sus ritos, de sus problemas, de sus tareas. Muchos de nosotros necesitamos frecuentemente el impulso espiritual para reincorporarnos humildemente: a la familia, a la comunidad, a la parroquia, al grupo… Y para ello necesitamos la mano y la palabra fuerte de Jesús.

El secreto mesiánico
Jesús manda al leproso guardar silencio sobre lo que le ha pasado. Se trata del famoso “secreto mesiánico”, con el cual, según los expertos, Jesús quería protegerse de una falsa interpretación (política o triunfalista) de su misión.
Me parece que en esta época estamos todos demasiado preocupados por nuestra presencia en los medios, por una necesidad de aparecer en los medios a todo coste. Exagerando un poco, casi estamos dispuestos a “vender el alma” con tal de aparecer en la TV o en algún medio de comunicación; algunos artistas dicen: “que hablen de mí, aunque sea mal”. Jesús nos enseña otro camino: el de la autenticidad, el de la verdad, el de la transparencia… Si después la cosa se sabe, ya veremos cómo reaccionar. Pero buscar la publicidad por sí misma no parece ser el método misionero de Jesús…. Y tampoco de una santa tan reciente y “exitosa” como la Madre Teresa de Calcuta.
P. Antonio Villarino
Roma

La casa-comunidad, “Hospital de campaña”

Comentario al evangelio del domingo 8 de febrero. Mc 1, 29-39

Continuamos, en el V Domingo del Tiempo ordinario, con la lectura del primer capítulo de Marcos, que nos narra una jornada de Jesús en Cafarnaum. El domingo pasado nos quedábamos en la primera parte, contemplando a Jesús en la sinagoga, enfrentado al espíritu “impuro”. Hoy le vemos fuera de la sinagoga. Para mi comentario, me fijo en cuatro palabras clave:
La casa
Cafarnaum, la tierra de JesúsJesús deja la sinagoga y entra en la casa de Simón Pedro, en compañía de Andrés, Santiago y Juan, además, naturalmente de Simón, cuya casa se convierte por algún tiempo en centro de operaciones de aquella primera comunidad de discípulos misioneros. En los evangelios, se habla frecuentemente de esta experiencia de Jesús entrando en las casas de la gente, especialmente en casas personas reconocidas como “pecadores públicos”: Leví, Zaqueo, Simón el fariseo… Sus comidas en las casas son un signo de fraternidad y fiesta, de perdón y vida nueva. También las primeras comunidades cristianas se reunían en las casas de algunos discípulos o, mejor, discípulas. Eso le daba a la Iglesia un estilo de familia y fraternidad, de vida cercana a los gozos y sufrimientos de las personas.
También hoy ,conozco a tantas familias que acogen al Señor en sus casas de mil maneras, que hacen de sus viviendas un lugar de encuentro para los que creen en Jesús y para cualquier persona en necesidad de ayuda. Ellos son verdaderos discípulos de Jesús. Con ellos sueño una Iglesia laical, “casera”, pegada a la vida concreta de las personas; una Iglesia hecha de pequeñas células de amigos y amigas, que se visitan, se ayudan mutuamente, se protegen en los momentos de debilidad y se sirven unos a otros, como hacía la suegra de Simón.
La casa convertida en “hospital de campaña”.
Con la presencia de Jesús, la casa de Simón y de su suegra se convierte en un lugar que irradia salud, dignidad ( la suegra “se pone en pie”) y servicio a la vida. En la casa de Simón, como en la sinagoga, Jesús se muestra como la revelación de la bondad del Padre para sus hijos necesitados, como una expresión de amor gratuito, que sana, dignifica, perdona, reconcilia, anima e invita a servir.
Eso es lo que el papa Francisco, con su lenguaje concreto y eficaz, ha definido como “hospital de campaña”, una Iglesia servidora en medio de las muchas violencias de este mundo, que produce tantos heridos física, económica y moralmente. Afortunadamente, muchos hemos podido experimentar la realidad de esta Iglesia-Hospital: ¡Cuantos centros de salud promueve la Iglesia en los lugares más apartados del planeta! ¡Cuántas escuelas para niños pobres! ¡Cuántos ancianos acompañados en su vejez y escuchados con paciencia! ¡Cuántos personas que encuentran una palabra de consuelo, de perdón y de ánimo! Pienso que, en alguna medida, podemos estar sanamente orgullosos de una Iglesia que en el mudo es una instancia de los más variados servicios al ser humano herido en las mil batallas de la vida.
Pero, junto a un cierto “orgullo”, siento también un fuerte llamado a la conversión: a buscar que la Iglesia a la que yo pertenezco (comunidad, parroquia, movimiento), no sea un castillo encerrado, sino una casa convertida en “hospital de campaña”.
Atardecer y Amanecer: Trabajo y oración, palabra y silencio.
P1060605Al amanecer, Jesús se va a un lugar solitario, evidentemente a encontrarse en la intimidad con la Fuente de su vida interior, a restablecer los lazos afectivos con el Padre (después de las luchas de cada jornada), a discernir y renovar el sentido de todo lo que está haciendo, por qué y para qué, evitando así perderse en la vorágine de un activismo alocado.
Alguien ha dicho que el futuro será de los contemplativos, no de los que alocadamente corren de un lugar para otros, multiplicando palabras vacías y corazones resecos. Pienso que invertir en oración, con una fiel y perseverante disciplina, es una de las mejores inversiones para nosotros y para la comunidad. Si esa oración, somos como hojas que se lleva el viento de un lado para otro, sin ton ni son.
Buscar nuevas fronteras
En la lectura de hoy, los discípulos, como las masas de beneficiados, quieren retener a Jesús, atraparlo en la redes de un afecto interesado. “¡Qué bien estamos aquí! ¡Hagamos tres tiendas y gocémonos en la belleza de nuestro encuentro!”, parecen decir. Pero Jesús no se deja atrapar, se mantiene libre, para extender el anuncio del Reino a otros lugares, sin confundir la misión con la propia satisfacción personal o con el aplauso de los incondicionales.…
El éxito es siempre una posible trampa, que nos hace acomodar con lo ya adquirido: tanto para las personas como para las comunidades o las parroquias. Pienso en tantas parroquias en las que están contentos porque la iglesia se llena en las cinco misas. Pero la parroquia tiene en su entorno 30 mil o más habitantes, y las cinco misas llenas no llegan a los 2.000. ¿Dónde están los otros?
Pienso que la pasión misionera de Jesús nos debe empujar a ir siempre más allá, a romper nuevas fronteras, a abrirnos a personas, grupos y pueblos nuevos, a no contentarnos con lo ya adquirido sino buscar nuevos horizontes, tanto en la vida personal como en la comunitaria.
P. Antonio Villarino
Roma

Cafarnaum: misión en la ciudad

Comentario a Mc 1, 21-28 (domingo, 1 de febrero 2015)

CafarnaumLa tercera lectura del cuarto domingo del tiempo ordinario está tomada del primer capítulo de San Marcos y nos narra la primera parte de lo que se conoce como la “jornada de Cafarnaum”, donde aparece un día típico de Jesús y de la primera comunidad de amigos que le acompañaba, después del encarcelamiento del Bautista. Para profundizar un poco en esta lectura, me voy a detener en tres puntos de reflexión: el lugar en el que la acción se realiza, la calidad de la palabra de Jesús y la lucha entre los espíritus “inmundos “y” “el Santo de Dios”.

El lugar geográfico

Nos encontramos en Cafaranum, una ciudad del norte de Galilea, a orillas del lago de Genesaret, un cruce de caminos comercial y cultural entre Palestina, Líbano y Asiria. Podemos suponer que Cafarnaum, como otras ciudades de aquella época y de ahora, era un hervidero de vida, con sus elementos positivos y negativos. Seguramente contaba con sus riquezas; sus líderes políticos, militares y religiosos; sus lugares de diversión; sus vías “imperiales” que la ponían en contacto con la globalización de entonces; su apertura a la modernidad… Pero tenía también, con toda seguridad, bastante confusión, corrupción política y religiosa, injusticia, desprecio de los pobres, abandono de la fe y otras presencias del mal en las vidas privadas y en las estructuras públicas… Había también una sinagoga, a la que cada sábado acudían algunas buenas gentes, aunque quizá a veces lo hacían con un cierto sentido de cansancio y aburrimiento.

Cafarnaum puede ser la imagen de la ciudad y de la civilización en la que nosotros vivimos ahora. También en esta “civitas”, en esta cultura nuestra, hay tanta vida, buena y menos buena; hay tanta riqueza y tanta pobreza; hay liderazgo responsable y corrupto; hay generosidad y mezquino egoísmo; hay confusión y búsqueda de la verdad; hay descreimiento y también no poca fe… Y para nosotros, discípulos del Maestro de Cafarnaum, hay también presencia del Dios del Reino. Nosotros sabemos que Jesucristo sigue vivo entre nosotros y que nosotros estamos llamados a estar presentes en esta ciudad, en este mundo en cambio, no para ganar puntos o adeptos, sino para testimoniar que Dios sigue cercano a los suyos. Como comunidad de Jesús, vivimos en la ciudad, en ella crecemos como discípulos y en ella somos misioneros de su Reino entre tantas personas que buscan verdad y belleza, sentido, amor y liberación.

La palabra relevante de Jesús

Jesús hablaba en todas partes, también en la sinagoga, donde muchos habían acudido con fidelidad, aunque quizá con una cierta resignación, a escuchar las acostumbradas palabras del rabino de turno, que no tocarían su vida. Pero aquel día hubo una sorpresa grande. Aquel predicador era diferente; de su boca salía una palabra que tocaba la vita, que producía admiración, alabanza y deseo de cambiar.

Podemos preguntarnos de dónde procedía aquella autoridad de Jesús, aquella relevancia.

A mí me parece que la palabra, cualquier palabra, adquiere autoridad y relevancia, cuando es sincera y auténtica y expresa alguna dimensión de la vida concreta. Cuando es así, encuentra en el oyente un eco que sabe a verdad. Una vez tuve la oportunidad de escuchar a la Madre Teresa de Calcuta en directo, en un salón abarrotado de gente, admirada y contenta, como la que escuchaba a Jesús en Cafarnaum. ¿Qué tenían de especial sus palabras? Podemos decir que nada. Ella repetía, sin grandes recursos oratorios, la doctrina y los conceptos que todos conocemos. Y, sin embargo, al escucharla, todos estábamos emocionados, tocados por la sinceridad y autoridad de vida que emanaban aquellas palabras sencillas, pronunciadas in pretensiones. Aquellas palabras tenían el sello y la autoridad de lo auténtico, de su correspondencia con la vida.

Así –y mucho más– eran las palabras de Jesús. Así, pienso yo, serán nuestras palabras si transmiten algo de lo que Dios hace con nuestras vidas, algo de su luz poderosa, algo de su perdón indefectible, algo de su consuelo verdadero, algo del amor que se nos revela cada día en Jesucristo resucitado y vivo en nosotros, como le sucedió a Pablo.

Con Jesús, también nosotros estamos llamados a ser, en las Cafarnaum de hoy, portadores de palabras auténticas, palabras de verdad y de justicia, palabras de amor y de perdón, palabras de vida. Muchos de nosotros ejercemos, de hecho, de “palabreros”, si se me permite la expresión; en la vida nos toca comunicar, enseñar, cada uno desde su profesión o ministerio: maestros, padres, curas, tertulianos caseros… ¿Cómo hacer para que nuestras palabras no sean banales, para que sean relevantes? Me parece que la respuesta es una sola: verdad y autenticidad. Los hijos, por ejemplo, descubren enseguida cuando sus padres les cuentan la verdad o cuando les cuentas historias en las que ellos mismos no creen. Y así en todos los órdenes de la vida.

El discípulo misionero de Jesús se deja tocar por la palabra auténtica de Jesús y se convierte, a su vez, en un testigo de palabras verdaderas, que iluminan, curan y guían a otros: en casa, en el trabajo, en la iglesia, en todas partes.

La batalla entre los “espíritus inmundos” y el “Santo de Dios”

En la Biblia, también en los evangelios, se habla bastante de “espíritus inmundos” o de “espíritus impuros”. Es un lenguaje que ya no usamos en nuestro tiempo. Pero la realidad y la experiencia que tal lenguaje indicaba es hoy tan real como entonces. Podemos decir que con estas palabras nos estamos refiriendo a toda esa parte del mundo que se opone a Dios y a la verdadera felicidad de los seres humanos: esa parte que genera mentira, confusión, injusticia, desorden, caos, esclavitud, que nos impide crecer como hijos libres y liberadores.

Pensemos, por ejemplo, en la absurda violencia que nos golpea en los últimos tiempos, en la corrupción generalizada, en la brutal desigualdad entre ricos y pobres, en la arrogancia que humilla a los pobres y sencillos, en las muchas dependencias que nos acechan a todos: de la droga, del alcohol, del consumo desenfrenado, del sexo desordenado, del orgullo estúpido…

Este mundo corrupto, inmundo, impuro, injusto, que está en nosotros y alrededor de nosotros, se vuelve nervioso, violento, agresivo, cuando se encuentra con el “santo de Dios”, cuando se confronta con la palabra límpida y veraz de Jesús. Y se entabla una “guerra” a muerte.

Pero Jesús es capaz de hacer callar a este espíritu ruidoso, gritón, arrogante, destructivo. Lo hace a cuerpo limpio, con la limpieza de un poder que no procede de las armas, de la riqueza o de la arrogancia, sino de su anclaje en el amor del Padre, que le hace Hijo liberado y liberador.

Nosotros, en la medida que somos “cuerpo de Cristo”, comunidad de discípulos reunidos en torno a su nombre, también tenemos el poder de vencer el orgullo de un mundo corrupto. No con sus mismas armas, sino con las de Jesús: la coherencia de una palabra y de una vida, enraizadas en la verdad de Dios, que no es otra que su amor gratuito e incondicional. Esa es la mayor fuerza misionera de la Iglesia. Esa es nuestra arma para vencer el mal en el mundo.

P. Antonio Villarino MCCJ. Roma