Laicos Misioneros Combonianos

Mensaje del santo padre Francisco para la cuaresma 2021

Papa Francisco

«Mirad, estamos subiendo a Jerusalén…» (Mt 20,18).
Cuaresma: un tiempo para renovar la fe, la esperanza y la caridad.

Papa Francisco

Queridos hermanos y hermanas:

Cuando Jesús anuncia a sus discípulos su pasión, muerte y resurrección, para cumplir con la voluntad del Padre, les revela el sentido profundo de su misión y los exhorta a asociarse a ella, para la salvación del mundo.

Recorriendo el camino cuaresmal, que nos conducirá a las celebraciones pascuales, recordemos a Aquel que «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8). En este tiempo de conversión renovemos nuestra fe, saciemos nuestra sed con el “agua viva” de la esperanza y recibamos con el corazón abierto el amor de Dios que nos convierte en hermanos y hermanas en Cristo. En la noche de Pascua renovaremos las promesas de nuestro Bautismo, para renacer como hombres y mujeres nuevos, gracias a la obra del Espíritu Santo. Sin embargo, el itinerario de la Cuaresma, al igual que todo el camino cristiano, ya está bajo la luz de la Resurrección, que anima los sentimientos, las actitudes y las decisiones de quien desea seguir a Cristo.

El ayuno, la oración y la limosna, tal como los presenta Jesús en su predicación (cf. Mt 6,1-18), son las condiciones y la expresión de nuestra conversión. La vía de la pobreza y de la privación (el ayuno), la mirada y los gestos de amor hacia el hombre herido (la limosna) y el diálogo filial con el Padre (la oración) nos permiten encarnar una fe sincera, una esperanza viva y una caridad operante.

1. La fe nos llama a acoger la Verdad y a ser testigos, ante Dios y ante nuestros hermanos y hermanas.

En este tiempo de Cuaresma, acoger y vivir la Verdad que se manifestó en Cristo significa ante todo dejarse alcanzar por la Palabra de Dios, que la Iglesia nos transmite de generación en generación. Esta Verdad no es una construcción del intelecto, destinada a pocas mentes elegidas, superiores o ilustres, sino que es un mensaje que recibimos y podemos comprender gracias a la inteligencia del corazón, abierto a la grandeza de Dios que nos ama antes de que nosotros mismos seamos conscientes de ello. Esta Verdad es Cristo mismo que, asumiendo plenamente nuestra humanidad, se hizo Camino —exigente pero abierto a todos— que lleva a la plenitud de la Vida.

El ayuno vivido como experiencia de privación, para quienes lo viven con sencillez de corazón lleva a descubrir de nuevo el don de Dios y a comprender nuestra realidad de criaturas que, a su imagen y semejanza, encuentran en Él su cumplimiento. Haciendo la experiencia de una pobreza aceptada, quien ayuna se hace pobre con los pobres y “acumula” la riqueza del amor recibido y compartido. Así entendido y puesto en práctica, el ayuno contribuye a amar a Dios y al prójimo en cuanto, como nos enseña santo Tomás de Aquino, el amor es un movimiento que centra la atención en el otro considerándolo como uno consigo mismo (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 93).

La Cuaresma es un tiempo para creer, es decir, para recibir a Dios en nuestra vida y permitirle “poner su morada” en nosotros (cf. Jn 14,23). Ayunar significa liberar nuestra existencia de todo lo que estorba, incluso de la saturación de informaciones —verdaderas o falsas— y productos de consumo, para abrir las puertas de nuestro corazón a Aquel que viene a nosotros pobre de todo, pero «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1,14): el Hijo de Dios Salvador.

2. La esperanza como “agua viva” que nos permite continuar nuestro camino   

La samaritana, a quien Jesús pide que le dé de beber junto al pozo, no comprende cuando Él le dice que podría ofrecerle un «agua viva» (Jn 4,10). Al principio, naturalmente, ella piensa en el agua material, mientras que Jesús se refiere al Espíritu Santo, aquel que Él dará en abundancia en el Misterio pascual y que infunde en nosotros la esperanza que no defrauda. Al anunciar su pasión y muerte Jesús ya anuncia la esperanza, cuando dice: «Y al tercer día resucitará» (Mt 20,19). Jesús nos habla del futuro que la misericordia del Padre ha abierto de par en par. Esperar con Él y gracias a Él quiere decir creer que la historia no termina con nuestros errores, nuestras violencias e injusticias, ni con el pecado que crucifica al Amor. Significa saciarnos del perdón del Padre en su Corazón abierto.

En el actual contexto de preocupación en el que vivimos y en el que todo parece frágil e incierto, hablar de esperanza podría parecer una provocación. El tiempo de Cuaresma está hecho para esperar, para volver a dirigir la mirada a la paciencia de Dios, que sigue cuidando de su Creación, mientras que nosotros a menudo la maltratamos (cf. Carta enc. Laudato si’, 3233;4344). Es esperanza en la reconciliación, a la que san Pablo nos exhorta con pasión: «Os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5,20). Al recibir el perdón, en el Sacramento que está en el corazón de nuestro proceso de conversión, también nosotros nos convertimos en difusores del perdón: al haberlo acogido nosotros, podemos ofrecerlo, siendo capaces de vivir un diálogo atento y adoptando un comportamiento que conforte a quien se encuentra herido. El perdón de Dios, también mediante nuestras palabras y gestos, permite vivir una Pascua de fraternidad.

En la Cuaresma, estemos más atentos a «decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan», en lugar de «palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian» (Carta enc. Fratelli tutti [FT], 223). A veces, para dar esperanza, es suficiente con ser «una persona amable, que deja a un lado sus ansiedades y urgencias para prestar atención, para regalar una sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un espacio de escucha en medio de tanta indiferencia» (ibíd., 224).

En el recogimiento y el silencio de la oración, se nos da la esperanza como inspiración y luz interior, que ilumina los desafíos y las decisiones de nuestra misión: por esto es fundamental recogerse en oración (cf. Mt 6,6) y encontrar, en la intimidad, al Padre de la ternura.

Vivir una Cuaresma con esperanza significa sentir que, en Jesucristo, somos testigos del tiempo nuevo, en el que Dios “hace nuevas todas las cosas” (cf. Ap 21,1-6). Significa recibir la esperanza de Cristo que entrega su vida en la cruz y que Dios resucita al tercer día, “dispuestos siempre para dar explicación a todo el que nos pida una razón de nuestra esperanza” (cf. 1 P 3,15).

3. La caridad, vivida tras las huellas de Cristo, mostrando atención y compasión por cada persona, es la expresión más alta de nuestra fe y nuestra esperanza.

La caridad se alegra de ver que el otro crece. Por este motivo, sufre cuando el otro está angustiado: solo, enfermo, sin hogar, despreciado, en situación de necesidad… La caridad es el impulso del corazón que nos hace salir de nosotros mismos y que suscita el vínculo de la cooperación y de la comunión.

«A partir del “amor social” es posible avanzar hacia una civilización del amor a la que todos podamos sentirnos convocados. La caridad, con su dinamismo universal, puede construir un mundo nuevo, porque no es un sentimiento estéril, sino la mejor manera de lograr caminos eficaces de desarrollo para todos» (FT, 183).

La caridad es don que da sentido a nuestra vida y gracias a este consideramos a quien se ve privado de lo necesario como un miembro de nuestra familia, amigo, hermano. Lo poco que tenemos, si lo compartimos con amor, no se acaba nunca, sino que se transforma en una reserva de vida y de felicidad. Así sucedió con la harina y el aceite de la viuda de Sarepta, que dio el pan al profeta Elías (cf. 1 R 17,7-16); y con los panes que Jesús bendijo, partió y dio a los discípulos para que los distribuyeran entre la gente (cf. Mc 6,30-44). Así sucede con nuestra limosna, ya sea grande o pequeña, si la damos con gozo y sencillez.

Vivir una Cuaresma de caridad quiere decir cuidar a quienes se encuentran en condiciones de sufrimiento, abandono o angustia a causa de la pandemia de COVID-19. En un contexto tan incierto sobre el futuro, recordemos la palabra que Dios dirige a su Siervo: «No temas, que te he redimido» (Is 43,1), ofrezcamos con nuestra caridad una palabra de confianza, para que el otro sienta que Dios lo ama como a un hijo.

«Sólo con una mirada cuyo horizonte esté transformado por la caridad, que le lleva a percibir la dignidad del otro, los pobres son descubiertos y valorados en su inmensa dignidad, respetados en su estilo propio y en su cultura y, por lo tanto, verdaderamente integrados en la sociedad» (FT, 187).

Queridos hermanos y hermanas: Cada etapa de la vida es un tiempo para creer, esperar y amar. Este llamado a vivir la Cuaresma como camino de conversión y oración, y para compartir nuestros bienes, nos ayuda a reconsiderar, en nuestra memoria comunitaria y personal, la fe que viene de Cristo vivo, la esperanza animada por el soplo del Espíritu y el amor, cuya fuente inagotable es el corazón misericordioso del Padre.

Que María, Madre del Salvador, fiel al pie de la cruz y en el corazón de la Iglesia, nos sostenga con su presencia solícita, y la bendición de Cristo resucitado nos acompañe en el camino hacia la luz pascual. 

Roma, San Juan de Letrán, 11 de noviembre de 2020, memoria de san Martín de Tours.

Francisco

La mano tendida, poder de Dios

Discípulo

Comentario a Mc 1, 40-45 (VI DOMINGO del TO, 14  de febrero 2021)

Discípulo

Leemos la última parte del primer capítulo de Marcos, que hemos venido leyendo desde el tercero hasta este sexto domingo del tiempo ordinario. Al meditar esta lectura, que nos habla de la experiencia de un leproso curado por Jesús, al salir de su oración solitaria, me detengo en cuatro reflexiones:

Reconocer la propia debilidad y transformarla en súplica

Lo primero que me llama la atención es que el leproso –con una enfermedad considerada entonces grave y vergonzosa– no esconde su realidad, no dice como el borracho: “Yo no he bebido”, sino que se reconoce enfermo y necesitado de ayuda; no se encierra en su soledad y desesperación, sino que sale de su aislamiento y hace un acto de confianza en sí mismo, en el prójimo, en Jesús.

Lo sabemos: la primera gran medida para curarse es aceptar que uno está enfermo, no auto-engañarse en un falso orgullo. La segunda es reconocer que uno solo no logra salir de una enfermedad, de la adición que lo esclaviza, o de una situación de conflicto estéril. En nuestro tiempo, se habla mucho de autoestima y hay miles de libros de autoayuda; hasta un famoso y respetado teólogo tituló un libro de espiritualidad “Beber del propio pozo”. Y eso es cierto: cada uno de nosotros es un hijo de Dios, tiene su dignidad inalienable y sus propios recursos y dones…

Pero mi experiencia es que la autoestima y la autoayuda no bastan. En algunos momentos, hay que saber pedir ayuda, hay que saber acudir a otro, que nos da una necesaria ayuda material, una buena palabra, un empujón moral… En esta línea se sitúa también la oración de súplica, que solo los pobres y humildes entienden. Los ricos y orgullosos, de cualquier orden, no piden, ordenan. Pero ¡ay de aquel que siempre se siente rico!; seguramente miente. La oración del leproso es típica del humilde: “Señor, si quieres, puedes curarme”.

La mano tendida, poder de Dios

Ante la súplica sincera del leproso –hecha con el corazón y con la vida, más que con las palabras– Jesús extiende la mano y lo toca. “Extender la mano”, imponerla sobre situaciones y personas, es un gesto que en la Biblia tiene mucho que ver con el poder de Dios, como hizo Moisés sobre las aguas del Mar Rojo, como hacían los profetas para dejar su herencia espiritual a sus discípulos o los apóstoles. Claro que nosotros sabemos que el verdadero poder de Dios es su amor. En efecto, como ha dicho, el papa Benedicto XVI, “sólo el amor redime”. El amor hecho caricia, el amor hecho gesto de ánimo, el amor hecho venda para la herida, el amor hecho palabra límpida, el amor hecho comprensión y solidaridad en una y mil formas.

En Jesús este amor sanador de Dios se hizo persona concreta, caricia, mirada que comprende y anima, mano que toca y sana. También la Iglesia –comunidad de discípulos misioneros, extensión de Jesucristo en el hoy de la historia– es: mano extendida para atender a los que se sienten enfermos, debilitados y, humillados…, mano que se une a la palabra para decir: ánimo, “quiero, sé sano”. Ciertamente, la enfermedad es parte de toda experiencia humana, pero lo más grave de la enfermedad es la sensación de estar desvalido, de sentirse inerme, de ser un “don nadie”, una mota de polvo… La mano de Jesús, la mano de la Iglesia, se alarga y nos toca para decirnos: No te asustes, tú vales mucho, adelante.

Reincorporarse a la comunidad

Jesús manda al leproso curado a presentarse ante los responsables de la comunidad y a realizar los ritos necesarios a su integración en la misma. Son ritos, que, aunque discutibles en sí, mantienen unida a la comunidad; son como los mimbres de una cesta: cada uno en sí es poca cosa, pero todos juntos, adecuadamente organizados, dan la consistencia necesaria para constituir una cesta… Así sucede con los ritos y costumbres de cualquier comunidad humana o cristiana: tomados aisladamente son discutibles o despreciables; pero en su conjunto ayudan a mantener la comunidad viva y fortalecen la vida de todos.

Recuerdo que, en mis tiempos de misionero en Ghana, tuve a que ver con una señora acusada de brujería. Después de una serie de diálogos y ritos con ella y con la comunidad, la acompañé a su casa y percibí cuál era su problema: por una serie de razones que no vienen al cuento, aquella señora se había convertido en una especie de “leprosa”, separada de la comunidad. El remedio estaría precisamente en reincorporarla a la comunidad: participar de sus fiestas, de sus ritos, de sus problemas, de sus tareas. Muchos de nosotros necesitamos frecuentemente el impulso espiritual para reincorporarnos humildemente: a la familia, a la comunidad, a la parroquia, al grupo… Y para ello necesitamos la mano y la palabra fuerte de Jesús.

El secreto mesiánico

Jesús manda al leproso guardar silencio sobre lo que le ha pasado. Se trata del famoso “secreto mesiánico”, con el cual, según los expertos, Jesús quería protegerse de una falsa interpretación (política o triunfalista) de su misión.

Me parece que en esta época estamos todos demasiado preocupados por nuestra presencia en los medios, por una necesidad de aparecer en los medios a todo coste. Exagerando un poco, casi estamos dispuestos a “vender el alma” con tal de aparecer en la TV o en algún medio de comunicación; algunos artistas dicen: “que hablen de mí, aunque sea mal”. Jesús nos enseña otro camino: el de la autenticidad, el de la verdad, el de la transparencia… Si después la cosa se sabe, ya veremos cómo reaccionar. Pero buscar la publicidad por sí misma no parece ser el método misionero de Jesús…. Y tampoco de una santa tan reciente y “exitosa” como la Madre Teresa de Calcuta.

P. Antonio Villarino

Bogotá

“Conversaciones con Etiopía”: un testimonio misionero

LMC

El pasado 31 de enero transmitimos en directo desde la página de Facebook de los Laicos Misioneros Combonianos de Portugal: “Conversaciones Misioneras con Etiopía”. En esta conversación entre los tres LMC, David Aguilera – LMC de España – y Pedro Nascimento – LMC de Portugal – compartieron sobre la vida que brota en la misión donde viven como comunidad desde 2019 en Etiopía. Respondieron sobre cuestiones relativas a la respuesta a la llamada a la vocación misionera, la preparación para la salida a la misión y las experiencias y dificultades en la misión.

“Para mí fue un intercambio muy bonito e intenso, también con un significado especial para mí, ya que yo también viví esa misión durante algún tiempo y la sigo con el corazón y con todas las personas que conocí en Etiopía y en todo el camino que me llevó a esta misión como LMC. Es muy bueno sentir que mis compañeros de misión hacen un camino hermoso y difícil, pero con la voluntad de servir y de dejarse llevar por las manos de Dios”, dice Carolina Fiúza, LMC portuguesa que entrevista a los dos LMC, y que también estuvo con ellos en misión en 2019.

Así, en medio del tiempo de confinamiento que vivimos hoy, para estimular el ritual de quedarse en casa pero con amor, compartimos un testimonio misionero que ciertamente tocó a muchos.

LMC Portugal

La casa-comunidad, “hospital de campaña”

Suegra

Comentario a Mc 1, 29-39 (DOMINGO, 7 de febrero 2021)

Suegra

Continuamos, en el V Domingo del Tiempo ordinario, con la lectura del primer capítulo de Marcos, que nos narra una jornada de Jesús en Cafarnaum.  El domingo pasado nos quedábamos en la primera parte, contemplando a Jesús en la sinagoga, enfrentado al espíritu “impuro”. Hoy le vemos fuera de la sinagoga. Para mi comentario, me fijo en cuatro palabras calve:

La casa

Jesús deja la sinagoga y entra en la casa de Simón Pedro, en compañía de Andrés, Santiago y Juan, además, naturalmente de Simón, cuya casa se convierte por algún tiempo en centro de operaciones de aquella primera comunidad de discípulos misioneros. En los evangelios, se habla frecuentemente de esta experiencia de Jesús entrando en las casas de la gente, especialmente en casas de personas reconocidas como “pecadores públicos”: Leví, Zaqueo, Simón el fariseo… Sus comidas en las casas son un signo de fraternidad y fiesta, de perdón y vida nueva. También las primeras comunidades cristianas se reunían en las casas de algunos discípulos o, mejor, discípulas. Eso le daba a la Iglesia un estilo de familia y fraternidad, de vida cercana a los gozos y sufrimientos de las personas.

También hoy, conozco a tantas familias que acogen al Señor en sus casas de mil maneras, que hacen de sus viviendas un lugar de encuentro para los que creen en Jesús y para cualquier persona en necesidad de ayuda.  Ellos son verdaderos discípulos de Jesús.  Con ellos sueño una Iglesia laical, “casera”, pegada a la vida concreta de las personas; una Iglesia hecha de pequeñas células de amigos y amigas, que se visitan, se ayudan mutuamente, se protegen en los momentos de debilidad y se sirven unos a otros, como hacía la suegra de Simón.

La casa convertida en “hospital de campaña”.

 Con la presencia de Jesús, la casa de Simón y de su suegra se convierte en un lugar que irradia salud, dignidad (la suegra “se pone en pie”) y servicio a la vida. En la casa de Simón, como en la sinagoga, Jesús se muestra como la revelación de la bondad del Padre para sus hijos necesitados, como una expresión de amor gratuito, que sana, dignifica, perdona, reconcilia, anima e invita a servir.

Eso es lo que el papa Francisco, con su lenguaje concreto y eficaz, ha definido como “hospital de campaña”, una Iglesia servidora en medio de las muchas violencias de este mundo, que produce tantos heridos física, económica y moralmente. Afortunadamente, muchos hemos podido experimentar la realidad de esta Iglesia-Hospital: ¡Cuantos centros de salud promueve la Iglesia en los lugares más apartados del planeta! ¡Cuántas escuelas para niños pobres! ¡Cuántos ancianos acompañados en su vejez y escuchados con paciencia! ¡Cuántos personas que encuentran una palabra de consuelo, de perdón y de ánimo! Pienso que, en alguna medida, podemos estar sanamente orgullosos de una Iglesia que en el mudo es una instancia de los más variados servicios al ser humano herido en las mil batallas de la vida.

Pero, junto a un cierto “orgullo”, siento también un fuerte llamado a la conversión: a buscar que la Iglesia a la que yo pertenezco (comunidad, parroquia, movimiento), no sea un castillo encerrado, sino una casa convertida en “hospital de campaña”.

Atardecer y Amanecer: Trabajo y oración, palabra y silencio.

Al amanecer, Jesús se va a un lugar solitario, evidentemente a encontrarse en la intimidad con la Fuente de su vida interior, a restablecer los lazos afectivos con el Padre (después de las luchas de cada jornada), a discernir y renovar el sentido de todo lo que está haciendo, por qué y para qué, evitando así perderse en la vorágine de un activismo alocado.

Alguien ha dicho que el futuro será de los contemplativos, no de los que alocadamente corren de un lugar para otros, multiplicando palabras vacías y corazones resecos. Pienso que invertir en oración, con una fiel y perseverante disciplina, es una de las mejores inversiones para nosotros y para la comunidad. Si esa oración, somos como hojas que se lleva el viento de un lado para otro, sin ton ni son.

Buscar nuevas fronteras

En la lectura de hoy, los discípulos, como las masas de beneficiados, quieren retener a Jesús, atraparlo en las redes de un afecto interesado. “¡Qué bien estamos aquí! ¡Hagamos tres tiendas y gocémonos en la belleza de nuestro encuentro!”, parecen decir. Pero Jesús no se deja atrapar, se mantiene libre, para extender el anuncio del Reino a otros lugares, sin confundir la misión con la propia satisfacción personal o con el aplauso de los incondicionales.…

El éxito es siempre una posible trampa, que nos hace acomodar con lo ya adquirido: tanto para las personas como para las comunidades o las parroquias. Pienso en tantas parroquias en las que están contentos porque la iglesia se llena en las cinco misas. Pero la parroquia tiene en su entorno 30 mil o más habitantes, y las cinco misas llenas no llegan a los 2.000. ¿Dónde están los otros?

Pienso que la pasión misionera de Jesús nos debe empujar a ir siempre más allá, a romper nuevas fronteras, a abrirnos a personas, grupos y pueblos nuevos, a no contentarnos con lo ya adquirido sino buscar nuevos horizontes, tanto en la vida personal como en la comunitaria.

P. Antonio Villarino

Bogotá