Comentario a Mc 16, 15-20: Solemnidad de la Ascensión, 17 de mayo de 2015
Esta vez la lectura evangélica de la liturgia da un salto. Del evangelio de Juan, que veníamos leyendo en los domingos de Pascua, pasamos a leer hoy la última parte del último capítulo de Marcos, que los expertos aseguran que fue añadido al evangelio original con un poco de retraso, lo cual no quiere decir que no sea evangélico; al contrario, se trata de un mensaje muy importante, que revela un dato significativo de la fe de los primeros cristianos. Los cinco versículos que leemos hoy hablan de cómo el testigo de la misión pasó de Jesús a la Iglesia, que continúa su obra en el mundo. Veamos brevemente cada uno de estos versículos:
1.- “Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Noticia a toda criatura”
Más claro no se puede decir. Los amigos y discípulos de Jesús entendieron muy pronto tres cosas: a) que la experiencia de amistad y discipulado que ellos habían hecho con Jesús de Nazaret era una perla preciosa, lo más importante que les había pasado en sus vidas; b) que a pesar de su muerte –o precisamente en y por ella– Jesús no era un perdedor, sino un triunfador –no por la prepotencia sino por el amor– y que ahora vive junto al Padre –por lo que sigue presente en cada época de la historia humana–; c) que esta maravillosa noticia no podían reservársela para ellos solos, que debía llegar a todos los rincones de la Tierra. Proclamar esta “Buena Noticia”, este “Evangelio” no es un mandato para imponer a otros una ideología o unos ritos, es un mandato para compartir con todos el enorme don recibido.
2.- “El que crea y se bautice se salvará”
Los discípulos y discípulas tienen claro también que la misericordia de Dios se les ha revelado a ellos y a todos los seres humanos en la persona de Jesucristo. Y para entrar en esta misericordia no hay que ser “los mejores”, sólo hay que creer, es decir, no encerrase en el propio orgullo o hipocresía y abrirse gratuitamente al Amor que gratuitamente se nos ofrece. El bautismo es el signo elocuente de esta aceptación, de este reconocimiento del propio pecado y de este dejarse purificar y liberar por el amor sin fin revelado en Aquel que, “siendo Dios no se agarró a su ser divino, sino que se despojó para hacerse igual a nosotros”.
3.- “Impondrán las manos a los enfermos y estos se curarán”
A veces nos parece que la misión de Jesús consiste en predicar. Y es verdad que la palabra es muy importante; ella nos permite comprender muchas cosas, iluminar nuestro camino, abrirnos a los demás y a Dios. Pero el Mensaje cristiano es mucho más que palabras. Es vida, es acción, es salud, es educación, es libertad…actúa en nuestra vida concreta, en cuerpo y alma. Es interesante notar como desde los inicios la misión cristiana ha creado todo un mundo de solidaridad (hospitales, escuelas, centros para ancianos y para niños, etc.). Estas acciones sociales no pretenden ganarsla simpatía de la gente. Son “signos mesiánicos”, es decir, acciones concretas que muestran el amor concreto de Dios por cada persona en su situación concreta. Por otra parte, esta “sanación”, que a veces en el mundo occidental reducimos a una pura curación física, es mucho más que eso: es una sanación de la persona misma, lo que evidentemente tiene efectos inimaginables de sanación física y psíquica, de las relaciones sociales y de la sociedad misma. No hay duda, el Evangelio, cuando se anuncia y se escucha desde la sinceridad, tiene en sí mismo una extraordinaria fuerza sanadora y liberadora.
4. “Fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios”
Naturalmente estos tres términos –elevarse, sentarse, diestra– son un lenguaje simbólico para transmitirnos una verdad con varias vertientes, entre otras, que ahora Jesús, estando “en el cielo”, más allá de la tierra, no tiene las limitaciones histórica de una galileo del primer siglo; ahora es contemporáneo de todos nosotros, de cualquier cultura, de cualquier género y de cualquier experiencia humana. En su nueva situación, Jesús no es manipulable por ninguno de nosotros (“no me toques”, dijo a la Magdalena), pero es cercano a todos, en cualquier condición de la vida: hombre o mujer, blanco o negro, más o menos pecador, moderno o anticuado… Todos podemos estar en comunión con el que está “sentado a la diestra de Dios”.
5.- “Ellos salieron a predicar y el Señor cooperaba con ellos”
Los discípulos y discípulas no se quedaron en Jerusalén, paralizados por el recuerdo o la nostalgia del Maestro. Se hicieron responsables del Evangelio en el mundo y se pusieron en marcha, con una fidelidad libre y creativa, sintiendo siempre que el Señor seguía con ellos, aunque de otra manera. Esa es la Iglesia, la comunidad de los discípulos, que se hace cargo del Evangelio en el mundo. Cada uno de nosotros es parte de esta Iglesia y tiene su parte de responsabilidad en esta misión.
P. Antonio Villarino
Roma
En los últimos dos años en que yo he servido aquí en Etiopía, me he sumergido en los miles de cartas que has escrito. En tus palabras queda claro que amas muchísimo a los africanos. Estar aquí en África para mí, el lugar al que entregaste tu vida, te hace ser un modelo de fe para mí porque fue tu gran amor que alimento tu tenacidad para perseverar contra toda clase de dificultades. ¿De dónde viene esa clase de amor? En un tiempo en el que todos en el mundo occidental ignoran África y sólo ven una pobreza insuperable, tú ves a una hermana a un hermano y su potencial. Cuando otros vieron oportunidades de enriquecimiento y fuente de esclavos tú viste a Jesús en sus rostros y la dignidad de un hijo de Dios. Cuando los barcos cargados de esclavos abandonan el puerto con destino al mundo “civilizado” tu enviabas a hombres y mujeres de África a Europa a estudiar a la universidad con la firme convicción de que retornaran a sus hogares siendo los mejores arquitectos para la liberación y el desarrollo. ¿Cuánta oposición debes haber enfrentado? Imagino que deseas que todos los africanos saboreen la libertad que tú encontraste en el amor de Dios, un amor que tú sentiste de modo tan intenso.
– Mark & Maggie Banga
Laicos Misioneros Combonianos en servicio en Awassa, Etiopía
Comentario a Jn 15, 9-17: VI Domingo de Pascua, 10 de mayo de 2015
Seguimos leyendo el evangelio de Juan, como en los domingos anteriores, pero esta vez pasamos de las alegorías (el Buen Pastor, la Vid y los sarmientos) a una directa y conmovedora declaración de amistad en un círculo del que forman parte Jesús, el Padre y los discípulos. Les invito a leer este texto, como si nosotros mismos estuviéramos en aquella habitación del “piso superior” de una casa de Jerusalén, en la que el Maestro estaba con sus amigos, antes de enfrentarse a la hora decisiva de su vida. Vayamos por partes:
1.- La hora decisiva, la hora de la verdad
Desde el capítulo 13 hasta el 17, Juan nos cuenta gestos, sentimientos y palabras de Jesús en aquellas últimas horas de su vida, cuando él ya percibía la gravedad del enfrentamiento que estaba viviendo con las autoridades de su pueblo y cuando parecía que todo su proyecto de renovación profunda, el proyecto del Reino de su Padre, se venía abajo. El texto respira una especial fuerza emotiva, porque está en juego mucho más que una idea o un proyecto, están en juego las relaciones profundas entre Jesús, sus amigos y el Padre.
En efecto, aquella tarde del Jueves Santo era uno de esos momentos cruciales, en los que podemos volvernos cobardes y traidores (escapando para salvar nuestra piel) o llegar al máximo de la generosidad, reafirmando nuestra fidelidad sin condiciones y nuestra capacidad de dar incluso la vida en un acto supremo de confianza en Dios y en el proyecto de vida al que nos Él llama. En ese momento supremo y sublime, Jesús celebra con sus amigos el rito más importante de su tradición religiosa, la Pascua, actualizándolo y haciéndolo suyo, y, como el pueblo en Egipto, se prepara a “pasar”, en su caso, “pasar de este mundo al Padre”. En un momento así la vida se juega en su valor más auténtico y uno se centra en lo más fundamental, en lo que más le importa.
2.- Al final, sólo queda el amor
Jesús ha compartido tres años muy intensos con sus discípulos y discípulas; juntos hicieron largos viajes, juntos realizaron extraordinarias acciones de sanación de enfermos, anuncio del perdón a los pecadores, banquetes fraternos, disputas con los fariseos, propuestas de renovación moral… Ahora, cuando el final está cerca, todo eso parece hasta cierto punto secundario. En efecto, lo que más le importa a Jesús en estos momentos aparece bien claro en este texto que leemos hoy: “Como el Padre me ama a mí, así os amo yo. Permaneced en mi amor”. Esto es la clave de todo. Lo demás “vendrá por añadidura”.
Este es el secreto de su vida: Jesús no duda, ni siquiera en los momentos más trágicos en los que experimenta el fracaso, de ser una persona amada por el Padre. Esa es la fuente de su serenidad profunda, de una alegría que le permite gozar de la belleza de los lirios y los cantos de los gorriones, proclamar su alegría porque los sencillos encuentran a Dios y los corazones rotos son recompuestos. Esa es la fuente segura de su libertad frente a moralismos fanáticos de derechas o de izquierdas. Y esa experiencia de ser amado por el Padre, él la extiende con toda naturalidad y fidelidad al pequeño grupo de sus amigos, aquellos que le han seguido desde Galilea y que, aunque no lo entienden del todo, le permanecen fieles. No necesita que sean perfectos, ni que entiendan siempre sus palabras o el proyecto en el que ha querido embarcarlos. Todo eso importa, pero lo que más le importa es que tangan clara una cosa: que Él les ama por encima de todo. No son sus “siervos”, no son funcionarios de un proyecto o de una causa; son sus “amigos”, sus “hermanos” y con ellos lo comparte todo: las tristezas y las alegrías, los sueños y los fracasos y, sobre todo, el amor del Padre.
3.- Permanecer
A sus amigos sólo les pide eso: que se amen los unos a los otros, que permanezcan en su amor. Pero el amor que corre entre Jesús y sus discípulos no es un sentimiento “barato” para personas de poco calado personal o superficiales, sin raíces (como una planta en tierra arenosa). Es más bien una amistad sólida, enraizada en la conciencia de ser hijos del mismo Padre y en compartir el sueño de una humanidad nueva. No se trata de una amistad de conveniencia (que dura mientras duran los beneficios), sino una amistad que va más allá de los fracasos y los éxitos, una amistad que permanece en el tiempo y que se abre a todos aquellos y aquellas que aceptan el camino de Jesús. Una amistad que implica “aceptar los mandamientos”, seguir la enseñanza del Maestro, no tanto porque “está mandado”, sino porque vienen de Él y a Él queremos ser siempre fieles. Una amistad que se traduce en cercanía afectiva, concreta ayuda mutua, capacidad de perdón y comprensión, fidelidad gratuita y tantas otras cosas que cada uno de nosotros está llamado a nombrar en su experiencia concreta de vida.
En cada Eucaristía que celebramos, sellamos esta amistad, la hacemos crecer y esperamos que se vuelva fecunda, haciendo que nuestra alegría sea plena, como Jesús nos prometió.
P. Antonio Villarino
Roma
Las presentes reflexiones quieren ser simples comentarios sobre el segundo objetivo propuesto por el Papa Francisco en su carta apostólica a todos los Religiosos con ocasión del Año de la Vida Consagrada del pasado noviembre de 2014, con el fin de ayudarnos a vivir como misioneros combonianos este tiempo en el que nos encontramos. “El apasionamiento por un ideal, en nuestro caso, el misionero, tiene que ver con el entusiasmo. La pasión no se consigue de una vez para siempre. Es como una planta que tenemos que cuidar y alimentar cada día. Por ello es necesario aprovechar de estas iniciativas, como las que nos propone el Papa en el “Año de la Vida Consagrada”, para revisar cómo estamos viviendo nuestra entrega y cuál es nuestro vínculo con el Evangelio, con el Instituto y con la misión”, escribe P. Rogelio Bustos Juárez, mccj.
VIVIR EL PRESENTE CON PASIÓN
“El pasado es memoria y el futuro es imaginación a las que recurrimos desde el presente” (San Agustín)
El seguimiento de Cristo, como referente primero
Cuando se habla del surgimiento de los carismas, la historia de la vida religiosa nos enseña que la primera cosa de la que partieron los(as) fundadores(as) ha sido el Evangelio. De la lectura atenta de la Buena Noticia conocieron a Jesucristo, se empararon de la Palabra y descubrieron por dónde podían seguirlo. A algunos les llamó la atención el Jesús taumaturgo que curaba a los enfermos, a otros el Jesús Maestro que, con autoridad, enseñaba cosas nuevas; a nosotros nos cautivó el Jesús itinerante que debe anunciar el Evangelio a todos los pueblos, pues para eso ha sido enviado.
De allí surgieron las normas o constituciones que servirían como marco teórico para hacer vida la intuición carismática. En las Reglas de 1871 nuestro Fundador decía: Es cierto que un espíritu humilde que ame sinceramente su vocación y quiera ser generoso con su Dios, las observará de corazón considerándolas como el camino trazado por la Providencia; pero, es importante dejar en claro que las Constituciones, la Regla de Vida y las tradiciones de cualquier instituto mantendrán su vigencia siempre y cuando sigan inspirándose en los valores evangélicos. Por ello el Papa escribe: La pregunta que hemos de plantearnos en este Año es si, y cómo, nos dejamos interpelar por el Evangelio; si éste es realmente el vademécum para la vida cotidiana y para las opciones que estamos llamados a tomar. El Evangelio es exigente y requiere ser vivido con radicalidad y sinceridad. No basta leerlo (aunque la lectura y el estudio sigan siendo de máxima importancia), no es suficiente meditarlo (y lo hacemos con alegría todos los días). Jesús nos pide ponerlo en práctica, vivir sus palabras.
No estoy seguro si, después de concluida nuestra formación de base, todos hemos tomado en serio nuestra formación permanente. Hoy se habla de sociedad líquida y amor líquido (cfr. Z. Bauman) para aludir a esa rapidez con la que va cambiando el mundo, la sociedad, la Iglesia y la vida religiosa.
Y el Evangelio puede ser esa fuente que, con su dinamismo y actualidad, puede indicarnos sendas por dónde encaminar nuestros pasos. Al respecto, un buen instrumento de revisión puede ser el capítulo tercero de la Evangelii Gaudium (n° 111-173) en el que el Papa Francisco nos invita a hacer una revisión de la manera como nos acercamos a la Palabra, y cómo la anunciamos.
Pero no basta ser expertos en teología bíblica o buenos pastoralistas sino somos capaces de poner en práctica aquello que anunciamos. Se nos invita a revisar el lugar que ocupa la Palabra en nuestra vida; si en verdad es esa guía segura a la que recurrimos cotidianamente y que nos va asemejando poco a poco al Maestro.
Conformar nuestra vida al modelo del Hijo
Si aceptamos que seguimos a Jesucristo, nos ayudará la reflexión sobre la segunda parte de nuestro nombre: ‘del Corazón de Jesús’, porque nos permitirá profundizar en nuestra identidad. Cuando en 1885 a través de Mons. Sogaro, la Santa Sede nos concede transformarnos en Congregación religiosa se nos llamó: Hijos del Sagrado Corazón de Jesús.
En 1979 se llegó a la reunificación, renacimos con el nombre de Misioneros Combonianos del Corazón de Jesús. Es interesante que se mantiene la referencia al Corazón de Jesús.
El Papa Francisco en su carta sostiene que si el Señor es nuestro primero y único amor, podremos aprender de él lo que es el amor y sabremos cómo amar porque tendremos su mismo corazón, es decir, nos identificaremos con Él. Es aquello que reflexionaron y nos compartieron algunos Padres de la Iglesia:
San Ireneo de Lyon, por ejemplo, habla de «Jesucristo que, a causa de su amor superabundante, se convirtió en lo que nosotros somos para hacer de nosotros lo que Él es» (Prefacio del libro V Contra las Herejías).
San Gregorio Nacianceno desarrolla otro aspecto: “En mi condición terrenal, estoy ligado a la vida de aquí abajo, pero por ser también una parcela divina, llevo en mi seno ese deseo de la vida futura”. El hombre no está sólo ordenado moralmente, regulado por un decreto sobre lo divino, sino que es del génos de la raza divina; como dijo san Pablo: “Somos linaje de Dios” (Hech 17, 29). San Atanasio, en el tratado Sobre la encarnación del Verbo, sostiene que el Logos divino se hizo carne, llegando a ser como nosotros, por nuestra salvación. Y, con una frase que se ha hecho justamente célebre, escribe que el Verbo de Dios “se hizo hombre para que nosotros llegáramos a ser Dios; se hizo visible corporalmente para que nosotros tuviéramos una idea del Padre invisible, y soportó la violencia de los hombres para que nosotros heredáramos la incorruptibilidad” (54, 3).
Nuestro Fundador, San Daniel Comboni, haciendo suya la espiritualidad de su tiempo, supo responder a los desafíos de la misión inspirándose en la espiritualidad del Sagrado Corazón, ampliando su significado, dándole un cariz más social y misionero.
A manera de síntesis, si quienes aprobaron el nombre que llevamos vieron oportuno y necesario incluir en nuestro nombre la alusión al Corazón de Jesús, entonces se vuelve apremiante que cada vez más nos identifiquemos con sus sentimientos y los traduzcamos en actitudes. Seguimos a Jesucristo no de cualquier manera, sino esforzándonos en ser cordiales en nuestro trato, en ser reflejo y expresión de los sentimientos del Hijo de Dios y todo esto tiene consecuencias, como veremos, en la vida personal y comunitaria. Al punto de convertirnos en parábola existencial, signo de la presencia del mismo Dios en el mundo (cfr. Vita Consecrata N° 22).
Siendo fieles a la misión confiada
El tercer punto nos invita a revisar nuestra fidelidad al legado que hemos recibido de nuestros fundadores. Una intuición carismática es, al mismo tiempo, don y responsabilidad. Don porque no hicimos nada para recibirlo, a través de la persona y el trabajo de nuestros fundadores; pero, al ser reconocido por la Iglesia, tenemos la responsabilidad de no tergiversarlo ni alterarlo sino la de ser continuadores de ese regalo que ha sido puesto en nuestras manos.
Aquí podrían hacerse dos lecturas: la primera es la de aferrarnos al pensamiento y a la obra de nuestro Padre y fundador pretendiendo que, por fidelidad carismática, tengamos que reproducir tal cual, sine glosa, aquello que éste hizo. La segunda, en cambio, es actuar de tal modo que aquello que hacemos no se parezca absolutamente en nada a lo sugerido o propuesto por nuestros fundadores y movernos en entera libertad; interpretando los nuevos desafíos a nuestro antojo desdibujando la herencia que recibimos hace más de 150 años.
Me parece sano evitar ambos extremos. Es necesario coger la estafeta de manos de quienes nos precedieron pero manteniendo la lucidez para descubrir cómo tenemos que responder a los desafíos del presente sin desvirtuar la originalidad carismática. Éste, me parece, que ha sido el objetivo de la Ratio missionis y el trabajo de recalificación de nuestros compromisos en los que el Instituto ha venido insistiendo en los últimos años.
El Papa Francisco nos exhorta para que en este Año de la Vida Consagrada nos preguntemos si nuestros ministerios, nuestras obras y presencias, ¿responden a los que el Espíritu Santo ha pedido a nuestros fundadores? En una palabra, se nos invita a vivir en actitud de discernimiento continuo para no engañarnos y ser así, reflejo y expresión de ese carisma eclesial que recibimos.
Hacerse expertos en comunión
Estando así las cosas y, considerando el valor que tiene para nosotros la vida fraterna, sería oportuno que nos preguntáramos sobre la calidad de nuestra vida en común, característica y condición ineludible para quienes abrazamos la vida cenobítica. Al respecto, nuestro fundador fue muy claro al describir las características de su Instituto:
Este Instituto se vuelve por ello como un pequeño Cenáculo de Apóstoles para África, un punto luminoso que envía hasta el centro de la Nigricia tantos rayos como solícitos y virtuosos Misioneros salen de su seno. Y estos rayos, que juntos resplandecen y calientan, necesariamente revelan la naturaleza del Centro del que proceden (Escritos 2648).
Es interesante la imagen que utiliza San Daniel: “cenáculo de apóstoles”. El cenáculo es la habitación del piso superior donde el Maestro confió a sus discípulos aquello que llevaba en su corazón en vísperas del gesto máximo de donación. El estar juntos, es esa realidad que nos trasciende y nos acerca a Dios cuando vivimos en comunión con los hermanos. Es también espacio de intimidad donde podemos abrir nuestro corazón a los compañeros de camino y nos revelamos como somos. Allí donde compartimos lo que somos descubriendo los dones y límites propios y aquellos de quienes viven con nosotros. Teológicamente la Trinidad es nuestro modelo: tres personas distintas pero sólo un Dios. El vivir juntos nos ayuda a compartir nuestros dones y acoger la riqueza de quienes viven a nuestro lado. Somos diferentes, pero cultivamos y promovemos la unidad, a través del respeto y la tolerancia. En un instituto internacional como el nuestro, el desafío es mayor, pero no imposible.
Pero, en el icono usado también se hace referencia a la apostolicidad. De ese ‘cenáculo de apóstoles’ saldrán como ‘rayos’ solícitos y virtuosos misioneros para iluminar situaciones de oscuridad: el Papa hablará del enfrentamiento, del choque de las diferentes culturas, de la prepotencia con los débiles, de las desigualdades […] y podríamos continuar con una lista de situaciones que conocemos o con las que nos hemos encontrado en nuestro servicio en las diferentes partes del mundo donde trabajamos. A todas ellas estamos llamados a llevar una palabra de esperanza y aliento, iluminando oscuridades y compartiendo una experiencia de fraternidad, fruto de la comunión que hemos experimentado. Ya no basaremos la fuerza y eficacia de nuestra vocación misionera en los recursos materiales que podamos llevar a la misión, sino en la disponibilidad para compartir la experiencia auténtica de Dios que tengamos y en la dosis de humanidad que podamos transmitir. La calidad de la vida misionera dependerá del tiempo que estemos dispuestos a dedicar a aquellas personas que están marginadas por la sociedad. Nuestro lugar como misioneros, y esto la mayoría de las iglesias locales nos lo reconoce, es allí donde hay tensiones y diferencias, donde hay situaciones que contradicen la condición humana. Allí tenemos que llevar la presencia del Espíritu tratando de dar testimonio de unidad (Jn 17, 21), nos recuerda el Papa.
Todo esto se traduce en un estilo propio que tiene que ver con la escucha, el diálogo y la colaboración con las personas con las que interactuamos. Podemos ser personas muy dinámicas y capaces, pero si no sabemos trabajar en equipo, difícilmente daremos testimonio del amor trinitario en el cual se funda la vida comunitaria. Las diferencias no tienen que impedir que busquemos dar testimonio de unidad ante la Iglesia o el mundo.
Apasionados por el Reino
Una última consideración: el seguimiento de Jesucristo, el querer asemejarnos a su corazón, el mantenernos enamorados de la misión y el ser constructores y no meros consumidores de comunidad, será posible en la medida que mantengamos siempre viva la pasión por el Reino. Si nos fijamos bien, a muchos de nosotros nos acompaña una buena dosis de irresponsabilidad en la manera como administramos el tiempo y los bienes que llegan a nuestras manos. Si perdemos contacto con la población, nos será difícil imaginar las penurias que vive la mayoría de nuestra gente. La Carta del Papa Francisco citando a Juan Pablo II dice: “La misma generosidad y abnegación que impulsó a los fundadores debe moverlos a ustedes, sus hijos espirituales, a mantener vivos sus carismas que, con la misma fuerza del Espíritu que los ha suscitado, siguen enriqueciéndose y adaptándose, sin perder su carácter genuino, para ponerse al servicio de la Iglesia y llevar a plenitud la implantación de su Reino”.
¿Por qué algunos de nuestros candidatos pierden el entusiasmo con el que llegan cuando ya son parte del Instituto? ¿Por qué para muchos de nosotros nos resulta tan sencillo dejar de ser combonianos cuando aparecen las dificultades o hay desacuerdos? ¿Por qué cada vez nos resulta más difícil obedecer y responder a los desafíos que se nos presentan? ¿Por qué ha disminuido nuestra pasión por el Evangelio y todo aquello que tiene que ver con la misión? ¿Por qué hay muchos que viven como jubilados antes de tiempo? ¿No será que hemos descuidado algunos referentes fundamentales relacionados con nuestra identidad que hace que nos despistemos y perdamos el rumbo?
El apasionamiento por un ideal, en nuestro caso, el misionero, tiene que ver con el entusiasmo. La pasión no se consigue de una vez para siempre. Es como una planta que tenemos que cuidar y alimentar cada día. Por ello es necesario aprovechar de estas iniciativas, como las que nos propone el Papa en el “Año de la Vida Consagrada”, para revisar cómo estamos viviendo nuestra entrega y cuál es nuestro vínculo con el Evangelio, con el Instituto y con la misión. P. Rogelio Bustos Juárez, mccj
Comentario a Jn 15, 1-8: V Domingo de Pascua, 3 de mayo de 2015
Si el domingo pasado Jesús usaba una imagen “ganadera” para construir la alegoría del Buen Pastor, ligada a la cultura de un pueblo de pastores, hoy la imagen escogida es la de la vid, ligada a un pueblo de campesinos. La vid es una planta mediterránea, que se está extendiendo cada vez más por otros geografías. En nuestro tiempo, casi todos han probado ya el fruto de la vid, el vino, aunque quizá no conozcan directamente la planta de la que procede. En todo caso, pienso que no es difícil para ninguno de nosotros entender esta metáfora, que transmite una enseñanza muy importante para nuestra vida de discípulos y discípulas misioneras.
Para que haya uvas y vino (fruto), además de una tierra adecuada, hacen falta tres elementos esenciales:
1.- La vid, es decir, la planta, que transforma los elementos químicos en vida.
Jesús se compara en esta alegoría con la vid, que es plantada en la tierra, alimentada y podada por el Padre, para que dé sabrosas uvas. Jesucristo, con las raíces de su persona cultivadas por Amor del Padre, nos transmite a su vez Vida-Amor, para que todos nosotros tengamos vida en abundancia y demos mucho fruto. Algunos parecen afirmar hoy que la vida puede crecer y desarrollarse “autónomamente”, como si la vid pudiese crecer sin tierra y dar fruto sin un “cultivador”. Los discípulos y discípulas de Jesús, por nuestra parte, hemos comprendido que sin la “Vid” Jesucristo y sin el cultivo amoroso del Padre, nosotros no damos fruto, nos volvemos estériles.
Algunos, incluso cristianos de nombre, también parecen confundir la Iglesia con una asociación política, una organización humanitaria o hasta una especie de club filosófico. Pero la Iglesia es, en primer lugar y sobre todo, la comunidad de aquellos y aquellas cuya vida está ligada a Dios por medio de Jesucristo. La Iglesia es y hace ciertamente muchas cosas; dirige miles de hospitales, escuelas y otras muchas actividades con importantes efectos sociales, económicos y hasta políticos. Pero, no confundamos las cosas, la Iglesia es, en primer lugar, un espacio de fe y relación con el Padre a través de Jesucristo. Si desaparece esa fe, desaparece la Iglesia.
2.- Los sarmientos o ramas, que, naciendo de la planta, dan fruto.
Jesús dice que nosotros somos esos “sarmientos”, las ramas del árbol o, como dice San Pablo, miembros de su cuerpo. Para que estos sarmientos transmitan la vida que vine de la Tierra a través de la planta, es fundamental evitar dos errores igualmente peligrosos: -Romperse, separarse de la planta: Recuerdo cuando con mi padre caminábamos entre los viñedos: ¡Cuánto cuidado teníamos en no “desgajar” los sarmientos!; si eso sucedía, sabíamos que habíamos perdido el fruto con su promesa de vino. Así sucede con nosotros cuando, por accidente o por orgullo, nos separamos de Jesucristo, pensando que somos capaces de hacer grandes cosas por nosotros solos. Si caemos en esa tentación, es el final de nuestra capacidad de dar frutos de fe, esperanza y amor. Es fundamental permanecer unidos a Jesucristo por el afecto, por el estudio de su palabra, por la obediencia a sus mandatos, por la comunión con los otros discípulos, por la apertura a su Espíritu.
-Olvidar la poda: Los agricultores saben muy bien que una viña no podada es una viña que se vuelve pronto vieja y estéril. Yo mismo recuerdo una viña que teníamos en una de nuestras comunidades; por años fue dejada sin podar y, aparte de no dar fruto, se estaba muriendo; cuando decidimos darle una poda a fondo, la viña inmediatamente comenzó a renovarse y a dar fruto. El significado de esta comparación es muy claro, aunque a veces nos cueste aceptarlo en la realidad concreta de nuestro camino humano: Una vida que “se abandona”, que “no se poda”, que no se deja corregir por los acontecimientos mediante los cuales Dios nos guía, se vuelve caótica, selvática y estéril, mientras que una vida constantemente “cultivada” da mucho fruto para sí misma y para el mundo. Todos conocemos el caso de los atletas y los que se dedican a la danza, la música… o cualquier otra actividad: Sin disciplina, no progresan. Pues lo mismo sucede con nuestro discipulado misionero. Se construye desde la fe gratuita, pero también desde la poda continua, que el Padre hace en nosotros por medio de tantas dificultades, enfermedades, contrariedades, estudio, fidelidad humilde, etc.
3.- El fruto: la uva, de la que sale el vino “que alegra el corazón del hombre” y es capaz de transformar una comida triste en un banquete de fiesta, como en Caná.
Todos queremos dar fruto, conducir vidas que sean creativas y fructíferas. Pero hay que recordar que el fruto no es algo artificial que se coloca superficialmente en las ramas de los árboles; el fruto no viene del exterior, sino del interior. Sólo la vida interior de la planta asegura que llegue el fruto. De la misma manera, un discípulo/discípula sólo dará fruto si tiene vida interior, relación profunda con Jesucristo y si se deja podar oportunamente. Si hace así, dará abundantes frutos, como dice, San Pablo; frutos de bondad y generosidad, de alegría y de paz, de humildad y de servicio… frutos de una vida nueva, que encuentra su raíz en Jesucristo y se sostiene con el cultivo permanente del Padre.
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