“El primer día de la semana…” (Jn 20,1)
Queridos hermanos,
que os lleguen a todos nuestros buenos deseos de Cristo resucitado.
El capítulo 20 del Evangelio de Juan, al narrar la experiencia de la mañana de Pascua, nos invita a contemplar el itinerario de fe de tres protagonistas: María Magdalena, Pedro y el discípulo amado. Su itinerario de fe es también un itinerario de mirada: va de detenerse ante la evidencia de una tumba vacía (María), a una mirada más atenta a los detalles (Pedro), a una observación acompañada de memoria que implica la mente y el corazón (el otro discípulo).
Son tres miradas que abren el corazón de la comunidad y la hacen protagonista de la escritura de “una historia ‘otra’”, porque han tomado conciencia de que la resurrección se comprende en la medida en que se cree en la Palabra del Evangelio, y se hace del amor el motivo de la propia existencia, para superar los momentos de dolor, desconfianza, desánimo y, sobre todo, de “no esperanza”.
“Donde hay amor, hay mirada”. Citando esta frase de Ricardo de San Víctor, Bernardo Francisco María Gianni, Abad de San Miniato al Monte, durante un curso de Ejercicios Espirituales que predicó al Papa y a la Curia Romana, recordó la necesidad de reconocer “las huellas y pistas que el Señor no se cansa de dejar en su paso por esta historia nuestra, en esta vida nuestra”. Es en ese amor en el que hay que leer la mirada de Jesús sobre todos aquellos con los que se encontraba. Una perspectiva que hoy nos inyecta “una dinámica pascual” que nos hace conscientes de que “el momento histórico es grave”, porque “el aliento universal de fraternidad parece muy debilitado”, mientras que “es precisamente la fuerza de la fraternidad la nueva frontera del cristianismo”.
El camino de fe vivido por la comunidad primitiva en la mañana de Pascua no es sólo un hermoso testimonio, sino también -y sobre todo- una invitación a que sepamos detenernos ante los acontecimientos, las personas y los hermanos de hoy. Nuestro Fundador, San Daniel Comboni, supo “detenerse” ante los acontecimientos de su tiempo, buscando imitar a Cristo, que supo “ver a los pobres y compartir su suerte, consolar a los desgraciados, curar a los enfermos y devolver la vida a los muer-tos; llamar de nuevo a los extraviados y perdonar a los arrepentidos; muriendo en la Cruz, rezar por sus propios crucificadores; y, resucitado en la gloria, enviar a los apóstoles a predicar la salvación al mundo entero” (cf. Escritos, 3223).
Las personas que tienen ojos que “saben mirar” y están dispuestas a “perder el tiempo” por los demás son capaces de crear espacios de relación, darse como don, con vistas a la curación mutua.
Relación, don y sanación, vividos desde la perspectiva del amor-don -con ritmos y sensibilidades diferentes, como sucedió “en aquella primera madrugada”- nos permiten transformar nuestra fe en esperanza valiente, y redimir la historia y la dignidad de tantos hermanos y hermanas sobre los que las sociedades actuales han puesto -y siguen poniendo- “una gran piedra”, porque son rehenes de intereses egoístas, del desprecio y de la indiferencia.
Valentía y esperanza fueron las actitudes recordadas varias veces durante nuestro encuentro con los superiores de circunscripción, que concluyó el 19 de marzo. Somos plenamente conscientes de las situaciones -a menudo fatigosas y exigentes- en las que vivimos y que podrían llevarnos a vivir la vida del Instituto como un acontecimiento conmemorativo y, por tanto, sólo para ser recordado. Por el contrario, debemos tener la valentía de reactivar un circuito humano y fraterno, que nos permita dar una nueva aceleración a la obra de evangelización que llevamos a cabo en las distintas realidades en las que vivimos, cada vez más convencidos de que “un anuncio renovado ofrece a los creyentes -incluso a los tibios o no practicantes- una nueva alegría en la fe y una fecundidad evangelizadora. En realidad, su centro y esencia es siempre el mismo: el Dios que ha manifestado su inmenso amor en Cristo muerto y resucitado. Él hace a sus fieles siempre nuevos y, aunque sean viejos, recobran fuerzas, se revisten de alas como las águilas, corren sin cansarse y caminan sin fatigarse (Is 40,31)” (Evangelii gaudium, 11).
Hacemos llegar nuestros mejores deseos a nuestros hermanos ancianos y enfermos, a las personas afectadas por los terremotos en Turquía, Siria y los tremendos desastres medioambientales en Malawi, parte de Mozambique y Ecuador, y a todos los que sufren los horrores de la guerra en distintas partes del mundo.
Que el Señor Resucitado nos sostenga con su gracia a todos nosotros y a nuestros esfuerzos misioneros, para que, movidos por la fuerza del Espíritu, sigamos siendo fecundos agentes de justicia, paz y fraternidad para la humanidad que nos ha sido confiada.
¡Feliz Pascua de Resurrección!
El Consejo General MCCJ