Entrevista a Emily y Rafael Harrington en “Misión sin fronteras”.
Una pareja de laicos que encontró el amor y la inspiración en la entrega a niños con habilidades diferentes y a sus familias.
Los Harrington vivieron su primer año de casados en Estados Unidos y se prepararon para colaborar con el trabajo de los misioneros combonianos en el Perú. Llegaron a Lima desde Minneapolis, Minnesota, hace tres años y al día siguiente partieron rumbo a Trujillo, donde los esperaban 30 pequeños de una escuela para niños especiales. La pareja termina este año el primer periodo de labor y evalúa si renovará el compromiso. Interpelados relatan algunos pormenores de su experiencia.
¿Qué actividades realizaron en estos tres años?
Emily: Trabajamos en tres centros de la parroquia: Santa Rosa, Kumamoto y Villa El Paraíso, todos en la periferia del distrito de El Porvenir. En Santa Rosa, he apoyado en el área de psicología de la escuela y Rafael en educación física. He participado en la escuela para las madres de familia y, durante la cuaresma, en un grupo de oración junto a mi esposo. Además, la comunidad de señoras se entusiasmó con la repostería, solicitaron a la directora de la escuela que diera un taller y me eligieron coordinadora. Tres veces por semana, asistimos a los niños de Kumamoto, y algunas veces a Villa El Paraíso, en la organización del reforzamiento escolar, oración y juegos.
¿Qué desafíos encontraron en su labor?
Emily: Los primeros meses sirvieron para conocer a los vecinos. En Kumamoto, fue difícil convocarlos porque no vivimos allí y conocemos a poca gente. El centro pastoral permanecía cerrado y cuando abrimos las puertas nadie entraba. Tuvimos que salir a buscar a los niños. Ahora son tantos que tenemos que dividirlos en pequeños grupos para trabajar con comodidad. En Santa Rosa, el desafío fue organizar mi trabajo en el departamento de psicología de la escuela especial, porque me confundían con terapeuta. Cuando alguien necesita esa atención los refiero a la persona adecuada.
En el grupo de repostería, las mamás quedaron contentas desde la primera reunión. Pero el reto en ese grupo fue la falta de recursos y las pequeñas peleas internas. A partir de esas crisis aprendieron a trabajar en equipo, crearon normas de convivencia y tomaron mejores decisiones.
Rafael: La primera dificultad que encontré en la educación física fue carecer de entrenamiento adecuado para personalizar mis intervenciones terapéuticas. Cada niño tiene habilidades diferentes: uno está en silla de ruedas, algunos no caminan bien o su estado intelectual difiere del resto. No he podido ayudar a todos de igual manera. Mi tratamiento ha sido general para abarcar a la mayoría. Uno o dos niños han quedado al margen, porque requieren la atención exclusiva de una persona.
La segunda limitación fue la falta de recursos. Por ejemplo el primer año, la escuela no tenía ni siquiera una pelota y poco a poco adquirimos el equipo básico que era necesario. En tercer lugar, la escuela es pequeña y el espacio de recreación no alcanza para realizar bien las actividades físicas.
¿Cómo se ayuda a las madres de los pequeños?
Emily: Las familias por lo general no aceptan fácilmente tener en casa a un niño con habilidades diferentes. Deben vivir con la carga de la gente en la calle, que se los queda mirando o hace comentarios inapropiados. A raíz de eso, creamos el grupo de apoyo para las mamás que se reúne dos veces al año. Allí tienen oportunidad para contar su experiencia. Yo las acompaño para moderar, controlo el tiempo para que todas tengan oportunidad de hablar y al final del ciclo hacemos un pequeño paseo. Es una actividad que gusta y las señoras preguntan cuándo organizamos otra reunión nuevamente.
¿Qué alegrías les ha dado su trabajo?
Rafael: Una de las cosas positivas ha sido incentivar el básquet, como principal actividad deportiva. Logramos que cada niño tenga su propio balón. Por eso, este año ha aumentado la población de niños especiales, ahora asisten 30. Me gusta ver como cada niño avanza en cositas sencillas, que son grandes logros para ellos. Por ejemplo, había un niño que no podía saltar, pero luego de mucho trabajo y esfuerzo, al final del año logró hacerlo. La sonrisa que te da cuando cumple su cometido es emocionante. Ver el fruto de su dedicación es un regalo de Dios. Otro momento lindo es ver como un joven desde su silla de ruedas participa en el básquet, sus compañeros lo empujan y el hace rebotar la pelota. Pocas veces encesta, pero cuando le da, todos aplauden y se alegran con él.
Emily: En el grupo de mamás la actividad que nos une es la repostería, pero estamos allí para algo más. Una vez pregunté a las señoras: “¿Por qué vienen?” Mencionaron que para hacer amistades, compartir ideas o para tener un espacio donde desenvolverse, pero nadie recordó la repostería. Están allí para algo más profundo y ha sido muy bueno ver cómo se ha desarrollado el grupo. Por ejemplo, dos señoras vivían en la misma cuadra por más de veinte años, pero desconocían sus nombres. El año pasado nació de ellas hacer una oración al empezar y al terminar las reuniones. Y aun cuando no todas son católicas, porque tenemos una señora adventista, se turnan para dirigir la oración. Este año hicimos repostería de inclusión. Organizamos un compartir en la capilla e invitamos a otros niños para crear vínculos de amistad. Lamentablemente, algunos niños copian las actitudes de sus padres y hubo niños que no querían que sus compañeros especiales les repartan galletas.
¿Qué se llevan de esta experiencia?
Uno viene a la misión con la idea que va a dar más que a recibir. Pero nunca es así. En la misión uno recibe más de lo que puede dar. Para mí la sonrisa de un niño es lo máximo que puedes recibir y lo máximo que él te puede dar. Yo viví en un orfanato y cuando llegaban misioneros que me regalaban una hora para jugar, eso era suficiente. No recuerdo regalos o cosas, pero sí el acompañamiento de muchas personas. Mi presencia en medio de ellos es lo más importante y hago lo imposible para que un niño sonría.
¿Algo que deseen añadir?
Emily: Desde la perspectiva de nuestros amigos en Estados Unidos, hemos detenido nuestras vidas por tres años para venir a la misión. Pero para mí ha sido descubrir la riqueza de la vida.
Rafael: En Norteamérica hemos olvidado las cosas sencillas, nuestros amigos nos dicen que hemos sacrificado nuestras vidas. No saben que estamos creciendo y nos vamos uniendo más. La misión ha sido una experiencia que no podríamos comprar con todo el dinero del mundo.