Un comentario a Lc 15, 1-32 (XIV Domingo ordinario, 15 de septiembre de 2019)
Leemos hoy el capítulo 15 de
Lucas, que es el centro de este evangelio y una obra literaria majestuosa, con
enseñanzas de gran valor para la convivencia humana. Con tres parábolas
maravillosas (la moneda perdida, la oveja descarriada, el hijo pródigo) Jesús
responde a los que le criticaban por comer con pecadores y publicanos,
mostrando que el gran signo mesiánico (el signo de la presencia de Dios en el
mundo) es la cercanía de los pecadores a Dios. Al leer estas parábolas surge
espontánea la pregunta:
¿Dónde me coloco yo? ¿Entre los necesitados de misericordia o entre los
que se sienten con derecho a juzgar y condenar?
Podemos decir que Jesús es la
expresión histórica de la misericordia divina, porque, como dice San Pablo, “en
él habita corporalmente la misericordia de Dios”. En efecto, donde hay misericordia,
ahí está Dios. Esa es la demostración más clara de que en Jesús está Dios,
porque en él está la misericordia, que se hace palabra acogedora, gesto de
bendición y sanación, esperanza para la pecadora, amistad para Zaqueo…
La Iglesia es cuerpo de Cristo (presencia
de Cristo en la historia humana) en la medida en la que vive y ejerce la
misericordia para con los ancianos y los niños, los pobres y los indefensos,
así como para con los pecadores que se sienten abrumados por el peso de sus
pecados.
En este sentido, somos cristianos
y misioneros en la medida que experimentamos la misericordia y la testimoniamos
hacia otros, de cerca y de lejos.
¿Cómo son nuestras relaciones familiares, por ejemplo? ¿Duras,
condenadoras? ¿Sabemos mirar con ojos de misericordia a los que nos rodean?
¿Acepto la misericordia de otros hacia mí o me creo perfecto e intachable?
Pero, ¡atención!, misericordia no
es indiferencia ante el mal, la injusticia, la mentira, el atropello, el abuso
y el pecado en general. Misericordia es creer en la conversión del pecador.
Misericordia no es irresponsabilidad,
sino creer en la posibilidad de re-comenzar siempre de nuevo, creer que el amor
puede vencer al odio, el perdón al rencor, la verdad a la mentira.
La misericordia no juzga, no
condena; perdona, da la posibilidad de comenzar de nuevo
Para ser misericordiosos se requiere un corazón que no se endurezca, un “yo” que no se hace “dios”, con derecho a juzgar y condenar. El juicio, la condena, la acumulación obsesiva de bienes, el resentimiento… son armas de defensa del “yo”, ensoberbecido y auto-divinizado, que teme perder su falsa supremacía. Por eso sólo quien acepta a Dios como Señor de su vida es capaz de “desarmarse”, no necesita defensa y se vuelve generoso y misericordioso con los demás.
Entrar en la nueva cultura es un viaje que requiere
dedicación, ir conociendo de todo un poco. No solo para ver el gris del panel,
sino también, y sobre todo, para contemplar los diferentes colores del panel y
pintar con más fuerza los rosas, los verdes, los azules, los amarillos, los
rojos… Es saber apreciar, como un niño pequeño curioso por descubrir este
mundo y el otro, embelesados sobre cómo funcionan las cosas. Sin juicios.
Siempre con nuevos ojos. Lo cual es muy difícil, especialmente cuando eres
adulto, cuando tienes ya un bagaje, vicios, opiniones sobre todo y muchas otras
cosas.
Entrar en la nueva cultura, la tan escuchada bendita inculturación, es también disfrutar de
los momentos en que estamos en la escuela con los compañeros de clase de
amárico y otros idiomas, las tardes con la comunidad MCCJ (Misioneros Combonianos
del Sagrado Corazón de Jesús), las oraciones en comunidad, las visitas a
museos, la comida (que es bastante diferente aquí y casi siempre con un toque
de berber, una especia típica de aquí, que le da a todo su sabor picante), las
salidas con la comunidad para comer helado o tomar una coca cola (¡sí, aquí
también hay de esto!).
Entrar en la nueva cultura no es solo beber del choque cultural del que hablaba en el
último artículo, un choque que nos lleva a bajar la montaña. También es sentir
la sed de encontrar a Dios en medio de todo esto y subir la montaña. Escúchalo,
reza cada dificultad que surja. Como hago ahora, subo al monte. Tuvimos unas
dos semanas de descanso de las clases de amárico (mientras la escuela estaba de
vacaciones), lo que nos dio la posibilidad de ir una semana a
Benishangul-Gumuz, donde comenzaremos la misión en septiembre (si Dios quiere),
y también para hacer una semana de ejercicios espirituales.
Es en los Ejercicios donde me encuentro ahora. Un tiempo que
ha sido importante para mí, para renovarme, subir la montaña y hablar con Dios.
Ha sido un momento de rezar todo lo que vi en Benishangul-Gumuz.
¿Y qué viste allí? Recuerdo como si fuera ahora el día que
fuimos a los pueblos de esta región, donde solo viven los Gumuz, para celebrar
la catequesis. Salimos de casa alrededor de las 4:30 pm. Viajé en la parte
trasera del 4×4 al aire libre, aunque había un lugar para mí dentro, que era
más seguro ya que en cualquier momento podía empezar a llover fuerte (lo cual
es muy típico aquí en esta época del año, porque estamos en kremt gizê
(traduciendo del amhárico, la estación lluviosa.) ¡Pero preferí la vista afuera
porque siempre es más original! El viaje afuera también daría paso a poder
convivir con los catequistas Gumuz con los que nos reuniríamos (no imaginé que
la parte trasera se llenaría de ellos). Pero así fue: por el camino hacia una
de las aldeas de Gumuz estuvimos reuniendo a muchos de los jóvenes catequistas.
Contemplé que los jóvenes catequistas, hablaban y se reían mucho entre ellos,
hablaban en su idioma, Gumuzinha (otro que tendré que aprender), ¡así que no
entendía nada! En mi cabeza hice historias y frases en amárico para tratar de
hablar. También hablan amárico, pero no todos los gumuz lo hacen. Estos son
catequistas elegidos por los MCCJ porque pueden ser puente entre los misioneros
y el pueblo Gumuz. Además de darles catequesis, también hacen la traducción
amárico-gumuzinha, siendo intermediarios entre nosotros y el pueblo gumuz.
Allí gané coraje y comencé la conversación con uno de los
catequistas. Intercambiamos media docena de frases. Sentí amistad y la mirada
de que soy diferente. La gente Gumuz es una gente amigable. A diferencia de la
reacción común de muchos otros etíopes, que a nuestro paso nos llaman Farengi
(extranjeros), los Gumuz nos miran con una sonrisa. Ellos nos ven como amigos,
como aquellos que han recordado a su pueblo y que los han estado protegiendo.
Son muy negros, a diferencia del típico etíope que generalmente tiene un color
de piel más marrón. Esta es también la razón por la cual son personas tan
marginadas, ya que muchos no los consideran la verdadera “raza” de
los etíopes.
En un cierto momento, los catequistas fueron distribuidos
por diferentes casas. Con ellos salimos de la camioneta y estuvimos llamando a
niños y jóvenes a participar en la catequesis. Un apretón de manos, una mirada
a los ojos… ¡cómo me gustaba mirarlos a los ojos! Llamamos a muchos, pero no
todos vinieron. Todavía tienen miedo de abandonar sus hogares, dado los
acontecimientos que ocurrieron en junio (cuando fueron atacados por el pueblo
amara). Aún así, puedo deciros que muchos fueron los catecúmenos que, en la
oscuridad de esa noche, llenaron esa casa hecha de palos, donde celebramos las
diversas catequesis.
Lo que vi y viví esa semana en Benishangul-Gumuz despertó en
mí una doble sensación de emoción. Entre las ideas surgieron proyectos para
comenzar, pero también vino el miedo, la sensación de incapacidad. Y aquí, durante
esta semana de Ejercicios, fue un momento para renovar la confianza, lo mismo
que me hizo decir SÍ, el día de mi envío, como María, “He aquí la sierva del
Señor. Deja que tu palabra se cumpla en mí”. Al subir la montaña, me doy cuenta
de que no soy capaz de realizar esta misión. No lo soy, y no lo somos. Pero no estamos
solos. ¡Asumir nuestra incapacidad humana, nuestras debilidades y nuestra
dependencia del Amor de Dios a veces es tan difícil! Ser humano es querer con
tanta frecuencia tener el control de nuestra vida. Pero no nos equivoquemos. No
te confundas Carolina, no eres dueña de tu vida. Ella es un regalo de Dios.
Aquí, curiosamente durante los Ejercicios Espirituales, viví el día de la
Transfiguración del Señor, encarnándola. Recé. Dejé (y dejo) que esta
transfiguración del Señor se haga en mí. De hecho, solo tengo que “no temer”.
Porque aquí, en esta montaña, acepto nuevamente la invitación de Dios:
“Levántate, mira, cruza, sígueme, tal como eres… con miedos, debilidades,
errores, pero también dones. ¡Acéptate como te creé! ¡Sígueme! Y lo sigo.
Y es siguiéndolo que os dejo mi tierno abrazo. Os pido una
oración especial por la misión que Dios quiere que construyamos allí. Que no sea
el fruto de nuestras ideas de misioneros europeos, sino que sea la inspiración
del Espíritu Santo, porque la misión nunca será nuestra. La misión es de Dios.
Os
escribo contemplando el paisaje. El sol es apenas visible, pero aún puedo ver
la silueta del volcán iluminado por la luna. Hoy volvía subir a la montaña, uno
de esos lugares donde bajo todas las defensas y, puedo imaginarme al otro lado de
la puesta de sol el rostro de aquellos, no que dejé atrás, sino de todos los
que me dejaron y dejan volar continuamente, incluso con miedo, pero que confían
en este gran plan que Dios tiene para cada uno de nosotros. Para mí. Fijo en el
horizonte, Dios y yo. Solo yo y Dios. Me permite acercarme, me abraza a través
de la maravilla que puedo observar. Me espera en silencio en la cima de esta
pequeña montaña, cada vez que creo que no seré capaz, cada vez que la realidad
es cruel, cada vez que todo parece oscuro, que todo se vuelve demasiado pesado
para cargarlo… En estos momentos, subo a la montaña, dejo caer las piedras
más pesadas que llevo en mi mochila, para poder avanzar. Subo en busca de silencio,
en busca de esperanza, en busca de mí misma. En busca de Dios.
El
sol ya ha dejado la pequeña montaña, solo quedo yo y todos los pensamientos,
quedo yo y el clamor de todos los que vienen así, buscando refugio, buscando
amor, buscando a Dios. Durante esos momentos inmensos también soy parte de la
naturaleza que me rodea.
Subir
a la montaña me permite salir de mí misma, observar tranquilamente la
naturaleza que me rodea, sentir todo lo que traigo dentro, sentir que el amor
también está hecho de las caídas, también se construye con las piedras del
camino. Me permite ver la luz. Me dejo abrir los ojos, ya no veo la oscuridad
que tría en la subida, veo las pequeñas luces que brillan entre esta gente,
siento esta presencia divina con todos nosotros en estas pequeñas luces, en
esos corazones de los que buscan, con la esperanza de los que creen, en la
perseverancia de aquellos que no bajan los brazos ante el dolor, en las
rodillas de los que rezan, en el coraje de los que corren el riesgo de ir más
lejos, y luego veo las luces que permanecen encendidas en mí.
Y,
ya bajando la pequeña montaña, siento que Dios vuelve a enviarme. Me invita una
vez más a encontrarme con los pobres y necesitados, con todos los que me abren
sus puertas todos los días, y con todos los que todavía esperan mi llegada. Aligera
mi carga y me hace sentir la alegría de ser misión de la única manera posible, el
amor.
Que
todos seamos capaces de subir a la montaña tantas veces como sea necesario
durante este viaje que es la vida. Que todos podamos vaciar la mochila que nos
acompaña en todo momento. No tengamos miedo de hablar de todo lo que sucede
dentro de nosotros cuando estamos solos con Dios.
Un comentario a Lc. 14, 25-33 (XXIII Domingo ordinario, 8 de septiembre
de 2019)
En su marcha hacia Jerusalén
Jesús advierte a sus discípulos de la necesidad de tomar la decisión se
seguirle con toda decisión y valentía, soltando las amarras que pueden ser
afectos y riquezas, sin miedo a cargar incluso con la “cruz” que todo amor
verdadero implica, incluido el amor de Jesús y de su Reino.
Veamos con un poquito más de
detalle.
1. Antes de proseguir, aclaremos una expresión que puede resultarnos
falsamente escandalosa. Se trata de la expresión que en algunas biblias
dice: “Si alguno viene junto a mí y no odia a su padre y a su madre”. A este
propósito la Biblia de Jerusalén, una de las principales ediciones de la
Biblia, afirma que se trata de un “hebraísmo”, es decir, un dicho coloquial
propio de la cultura hebrea que, como otros tantos que hay en español, no hay
que entender literalmente, sino buscar su fuerza expresiva. Y la Biblia de
Jerusalén explica; “Jesús no pide odio, sino desprendimiento completo e
inmediato”.
2. El desprendimiento de la familia, por el contrario, es una actitud
necesaria, no sólo para seguir a Jesús, sino también para madurar como
personas. Se sabe que algunos hijos nunca abandonan la protección de las
“faldas de la mamá” y eso les impide crecer y desarrollar su propia vocación;
por ejemplo, les impide realizarse en el matrimonio o en una vocación
religiosa… La familia es algo muy valioso, que nos da la vida, nos sostiene y
nos abraza con un amor gratuito y hermoso. Pero no podemos quedarnos en eso.
Cada uno de nosotros tiene que “romper el cordón umbilical” y construir su
propia historia. Y parte importantísima de esta historia es nuestro seguimiento
de Jesús, para lo cual necesitamos ser libres y desprendidos incluso de afectos
muy queridos. Los misioneros, que parten a tierras lejanas, conocen bien esta
experiencia.
3. Pero Jesús dice más: A veces hay que saber renunciar incluso a
la propia vida, porque sólo quien pierde la vida la ganará. De hecho, las
personas que tienen miedo de arriesgar la propia vida terminan por no vivirla
de manera completa. También para seguir a Jesús hay que saber arriesgar. Un
misionero, por ejemplo, puede exponerse a enfermedades como la malaria o
peligros de conflictos y guerras, pero eso mismo le permite vivir plenamente
una historia de amor y entrega que le da “más vida”. Lo mismo se puede decir de
una madre que se “desvive” por sus hijos: pierde la vida, pero la recupera más
plena de amor.
4. En esa misma
línea, hay que entender el necesario desprendimiento de las riquezas. Los
bienes de este mundo son tan necesarios como la familia para que nuestra vida
crezca y se desarrolle plenamente. Pero hay momentos en que los bienes y las
riquezas pueden atarnos y ser un obstáculo en vez de una ayuda. Por eso Jesús
pide a los suyos que sean libres, que no permanezcan atados a los bienes de
este mundo, sino que pongan estos bienes al servicio de su amor y de su entrega
al Reino de Dios.
Todo lo que leemos en los evangelios nos presenta a un Jesús
que ama la vida, que sabe gozar de la vida y de los bienes de este mundo. Jesús
no es un anacoreta que desprecia la vida o los bienes de este mundo. Pero Jesús
es libre y se muestra disponible a renunciar a todo con tal de cumplir la
voluntad del Padre. Ojalá el Espíritu nos haga comprender esto y hacer de
nosotros personas libres, capaces de desprendernos de cualquier cosa que nos
impida seguir a Jesús y amar plenamente.
Septiembre – Para que las Combonianas, reunidas en la
Intercapitular, reflexionen y profundicen los procesos en curso, con los ojos y
el corazón de Dios. Oremos.
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