Laicos Misioneros Combonianos

La “voz” que resuena dentro de mí

Un comentario a Jn 10,27-30 (Cuarto domingo de Pascua, 17 de abril de 2016)

b.pastorLeemos hoy unos pocos versículos del capítulo 10 de Juan, que forman parte de una fuerte polémica entre Jesús y las autoridades de su pueblo, que muy pronto le matarían, porque no quisieron reconocerlo como Mesías.
Ante la oposición tenaz de aquellos “falsos pastores”, que, como denunciaba ya el profeta Ezequiel, pensaban en sí mismos más que en el pueblo, Jesús afirma que “sus ovejas” reconocen su voz y entre él y los suyos se establece una alianza irrompible de vida eterna.

Tengo un amigo ciego que, cuando voy a visitarlo, incluso después de mucho tiempo, me reconoce enseguida, apenas lo saludo desde lejos. Es que él, más que mis palabras, reconoce el timbre de mi voz, mi manera de hablar. Apenas me oye, mi voz encuentra un eco en su memoria y él me reconoce y me acoge como a un amigo. De hecho, mi timbre de voz denota mi personalidad y mi historia, mucho más que las palabras con las que, frecuentemente, pretendo esconder la verdad de mí mismo. Lo mismo sucede –dice Jesús– entre él y “los suyos”.

A veces pensamos que debemos convencernos –o convencer a otros– de la verdad religiosa. Pero no se trata de convencer a nadie, porque la belleza, la verdad y el bien se reconocen por sí mismos. Los que son sinceros ante Dios, los que tienen un corazón puro y abierto, al escuchar la voz de Jesús, lo reconocen como el pastor que les lleva a la verdad, al amor, al perdón, a la generosidad y se corresponde con sus deseos más profundos, inscritos en su ADN espiritual. No les hacen falta muchas más explicaciones: La voz de Jesús encuentra en ellos un eco, se saben del “mismo rebaño”, se reconocen como hijos de Dios. Por eso entre ellos se establece una sintonía, una alianza, una amistad que es la base de la vida eterna, la vida de Dios.

Por el contrario, aquellos que han recubierto su corazón de orgullo, vanidad o mentira, no encuentran dentro de sí mismo el eco de la voz del Buen Pastor y lo rechazan.

Esto lo cuenta en pocas palabras Etty Hillesum, una conocida judía holandesa, muerta en Auschwitz en 1943. Era una joven atea, que llevaba una vida bastante confusa, pero a un cierto momento decide acompañar libremente a los judíos encarcelados, para ayudar en lo que pueda. Un día siente la necesidad de arrodillarse porque reconoce el eco de Dios en su interior. Así lo escribe en su Diario:

26 de agosto (1941), martes tarde. Dentro de mí hay un manantial muy profundo. Y en este manantial está Dios. A veces logro alcanzarlo, pero más frecuentemente está cubierto de piedras y arena: en aquel momento Dios está sepultado, hay que desenterrarlo de nuevo”

(Diario, 60; Citado por el Card. Ravasi, L’Osservatore Romano, 17 de enero 2013).

¿Descubro el manantial que hay en lo profundo de mí mismo? ¿Hay demasiada basura tapándolo? ¿Están mis oídos y mi corazón suficientemente limpios para reconocer la voz del Buen Pastor?

P. Antonio Villarino

Madrid

Sostener la mirada

Un comentario a Jn 21, 1-19 (Tercer domingo de Pascua, 10 de abril de 2016)

jesusEl texto de hoy, como todos los textos bíblicos, puede ser leído desde muchas perspectivas y ángulos. Yo les propongo leerlo desde la perspectiva de uno de sus protagonistas principales: Simón Pedro, un discípulo cuya relación con el Maestro ha sido profundamente dañada por su actuación en los días de la Pasión. ¿Cómo experimentará Pedro la presencia viva de Jesús? ¿Cómo un reproche? ¿Cómo si nada hubiera pasado? ¿Cómo una nueva oportunidad?

1. Pedro es un buen líder, pero estéril. Es un buen pescador; conoce su oficio. No se queda inactivo sin hacer nada. Tiene iniciativa. Pero es estéril. Sus conocimientos, su ascendiente sobre los demás no le sirven de nada. De hecho, es incapaz de pescar. Lo que no sabía Pedro y va a aprender en esta madrugada es que Jesús se va a valer de ese fracaso para mostrarle su amistad incondicional, cambiando su vida.

2. Pedro es ciego para ver al Señor. Se mueve en medio de la noche como todos los demás, pero, además, cuando clarea el alba, cuando aparece alguien en la orilla, es incapaz de distinguir las sombras de la realidad; no sabe ver lo nuevo que Dios prepara en su vida. Quizá esté demasiado concentrado en su afán por demostrar que es un buen pescador, quizá tema perder el liderazgo sobre sus compañeros o demasiado amargado por el fracaso, o preocupado por lo que van a comer… El hecho es que es incapaz de mirar al horizonte y ver al Señor. Necesita la ayuda del discípulo amado. ¿Será que Pedro no se siente amado y eso lo inhabilita para ver? Pedro, al parecer, lo tiene todo: conocimiento, responsabilidad, iniciativa, autoridad… Pero no ve, porque le falta la experiencia del amor. Lo bueno de Pedro es que –a diferencia de los fariseos y los líderes del pueblo- se deja iluminar por el discípulo amado. Se parece al ciego (Juan 9) que se deja curar y su vida se abre a la verdad de Dios.

3. Pedro estaba desnudo. Como Adán en el paraíso, Pedro tomó conciencia de su desnudez, de su indignidad. Según el relato de pesca milagrosa de Lucas (5, 4-7), Pedro exclama: “Apártate de mí, que soy un pecador”. Como Adán, había pretendido ser como “dios”; había pretendido organizar la pesca por sí mismo, como Adán que quería organizar la creación como un dominio suyo. Pedro se cubre, colmo si eso importara, y sale al encuentro del Maestro. La respuesta de Dios es que quiere hacer amistad con el “mono desnudo” y pretencioso. En el paraíso sale a pasear con él; en Galilea le prepara la cena, comparte con él la mesa de la comunión. ¿He tomado conciencia de mi desnudez ante Dios o pretendo ocultarme bajo alguna hoja de higuera, como Adán? ¿Me muestro ante Dios tal como soy sin caretas ni falsas pretensiones?

4. Pedro recordaba la mirada de Jesús. Hay una página de Anthony de Mello que ayuda a entender bien la experiencia de Pedro, después de haber negado al Maestro ante un criado: Le dijo Pedro: “Hombre no sé de qué hablas”. Y, en aquel momento, estando aún hablando, cantó un gallo, y el Señor se volvió y miró a Pedro… Y Pedro saliendo fuera, rompió a llorar amargamente. Yo he tenido relaciones bastante buenas con el Señor. Le pedía cosas, conversaba con Él, cantaba sus alabanzas, le daba gracias… Pero siempre tuve la incómoda sensación de que Él deseaba que le mirara a los ojos…cosa que yo no hacía. Yo le hablaba, pero desviaba mi mirada cuando sentía que Él me estaba mirando.
Yo miraba siempre a otra parte. Y sabía por qué: tenía miedo. Pensaba que en sus ojos iba a encontrar una mirada de reproche por algún pecado del que no me hubiera arrepentido. Pensaba que en sus ojos iba a descubrir una exigencia; que había algo que Él deseaba de mí. Al fin, un día, reuní el suficiente valor y miré. No había en sus ojos reproche ni exigencia. Sus ojos se limitaban a decir: “Te quiero”. Me quedé mirando fijamente durante largo tiempo. Y allí seguía el mismo mensaje: “Te quiero”. E, igual que Pedro, salí fuera y lloré.

5. Jesús lo compromete en un diálogo de amor. Este diálogo tiene los siguientes componentes:
5.1 El diálogo lo inicia Jesús. Lo invita a comer y a renovar la amistad perdida. Fue Jesús el que le llamó, el que le unió al grupo de los Doce. Es también Jesús el que lo vuelve a llamar y le dice “Sígueme”, pero ya después de todo lo que ha sucedido.
5.2 Pedro es consciente de su fragilidad y de su pecado. Ya no es el discípulo impetuoso e inconsciente que cree que el amor es cosa de un día o que la buena voluntad es más fuerte que nuestras debilidades físicas, sicológicas, emocionales, etc. Pedro ya ha hecho el ridículo; ya sabe que ha fallado estrepitosamente y se siente humilde y temeroso de su propia debilidad. Pedro dice que sí ama al Maestro, pero no con arrogancia inconsciente. Lo hace desde la experiencia del fracaso.
5. 3 Pedro acepta la misión de pastorear al rebaño. Ya no es él que toma la iniciativa, como pasó con Moisés en Egipto. Moisés fracasó cuando la iniciativa era suya, pero tuvo éxito cuando aceptó la iniciativa del Señor. Pedro ya no es el que invita a pescar. Es el Maestro que lo invita a pastorear con mucha humildad, sin autoritarismos (sin que entre ustedes haya “padres” o maestro”).
5.4. El amor y la misión es hasta la muerte. Pedro se resistió todo lo que pudo a aceptar el camino de Jesús como Siervo de Yahvé. Eso no entraba en sus planes. Ahora, al renovar su amor al Maestro y aceptar su misión, desde la experiencia del pecado y la infidelidad, lo hace consciente de que en el camino está la posibilidad de llegar hasta la donación de la propia vida. El amor, frágil, es ahora decidido y total, sin condicionamientos. No se trata de decir: Bien o, si me va bien estoy contigo, pero, si no, me retiro. No, el amor y la misión son sin marcha atrás, sin condiciones, poniendo en juego toda la vida.
5.5 Jesús le dice: “Sígueme”: Es decir, Jesús le renueva el llamado que le había hecho junto al mismo lago, tiempo atrás, cuando el proyecto del Reino se presentaba como una novedad ilusionante. Ahora es un proyecto crucificado por las autoridades y traicionado por Pedro. Ahora está mucho más claro que el proyecto es de Dios, pero que no va a ser cómodo, tanto por la oposición exterior como por el pecado que sigue habitando en Pedro.
Pedro, el líder pecador tiene que aprender cada día el camino del discipulado. Cada día renovará su camino de seguimiento tras las huellas de Jesús.
P. Antonio Villarino
Madrid

El encuentro del domingo

Un comentario a Jn 20, 10-31, segundo domingo de Pascua (3 de abril de 2016)

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El evangelista nos narra dos encuentros, en dos domingos sucesivos (a los ocho días) de la primera comunidad de discípulos con Jesús, después de su muerte. Destaco en el texto de hoy cinco pasos:

  1. Una comunidad con las puertas cerradas por miedo. Así era la comunidad de los discípulos después de aquella experiencia traumática de la muerte de Jesús. Habían soñado tanto con un Mesías y Rey poderoso e invencible… Hasta esperaban que alguno de ellos podía ser ministro o un personaje importante en este reino que Jesús iba a inaugurar. Pero el fracaso que tuvieron en Jerusalén y la muerte de Jesús les hunde en el miedo. Sólo piensan en esconderse, defenderse, evitar correr la misma suerte del Maestro, evitar riesgos, exponerse.

Pienso que muchos de nosotros somos así: Cuando tenemos un fracaso, un problema, una enfermedad, un pecado… nos acobardamos, nos encerramos en nosotros mismos o en el círculo de los amigos y no queremos saber nada de sueños o de compromisos.

  1. Paz a vosotros. En esa situación de desaliento y miedo, Jesús aparece, “de pie”, es decir, erguido, levantado, en actitud positiva y dinámica; y se hace presente en medio de la comunidad con un mensaje claro, simple y rotundo: “Paz a vosotros”.

Estoy seguro que también hoy Jesús se nos presenta en la familia, en la parroquia, en el grupo de oración, en la intimidad de nuestra conciencia y nos dice: “tranquilo”, “no es el fin del mundo”, “yo sigo estando contigo y con tu comunidad”, “no te dejes acobardar”, “fortalece tus rodillas y tu esperanza”. ¿Lo has sentido alguna vez en tu vida? En todo caso, aviva tus sentidos interiores, abre tu corazón y escucha su voz que te habla por medio de tu conciencia, de las lecturas evangélicas, de la palabra de un amigo, de la esposa o el esposo, de tus hijos o padres… ¡Escucha bien! No permitas que la bulla exterior o interior te impida escuchar su voz que te dice: “Paz, yo estoy contigo”.

  1. Les enseñó las manos y el costado. Aquellas manos y aquel costado estaban agujereados y portaban las señales de la tortura. El Jesús vivo que experimentan los discípulos no es una persona ajena a las duras realidades de la vida; al contrario, él pasó por el sufrimiento, la lucha interior, el fracaso y la muerte. Pero en ello y a través de ello experimentó el amor del Padre, así como su obediencia total y ahora sabe que el mal no vence al bien, que el odio no vence al amor, que la duda no es superior a la fe.

A veces nos gustaría un mundo idílico en el que fuera muy fácil ser buenos, en el que la alegría fuera permanente, en el que no existiera la duda o el mal. Pero la realidad no es así. En la realidad hay límite, enfermedad, duda, fracaso, odio, pecado… Pero Jesús nos dice: de todo eso se puede salir vencedor.

  1. Como el Padre me ha enviado, también os envío yo. Una vez confortados, pacificados, serenados y fortalecidos, los discípulos deben abrir las puertas, salir a la calle y afrontar la sociedad con la fuerza del Espíritu Santo y un mensaje claro: el perdón de los pecados, el amor sin condiciones del Padre, la posibilidad de empezar una vida nueva, como le sucedió a Zaqueo, a la Magdalena, a la adúltera, a Pedro, a Juan y a Tomás, entre otros.

Se dice que todo niño nace con un pan bajo el brazo, es decir, con lo necesario para vivir. De la misma manera podemos decir que todo cristiano (y todo hombre o mujer) nace con una misión bajo el brazo, es decir, con una misión que realizar en el mundo: en la familia, en la sociedad, en la Iglesia. Escuchemos la palabra de Jesús: Yo te envío al mundo, para que seas un testigo de mi evangelio, para que seas agente de paz, para promuevas una humanidad nueva. ¿Cuál es tu misión? Realízala. No te encierres, no seas cobarde. Sé valiente y comparte las riquezas que has recibido.

  1. A los ocho días Tomás estaba con ellos. Tomás se había alejado de la comunidad un domingo y se perdió el encuentro con el Maestro vivo. Los otros lo habían “visto”, pero él no estaba. Fuera de la comunidad no es fácil reconocer a Jesús vivo, que nos trae la paz.

Algunos dicen que no hace falta ir a Misa para encontrarse con Dios. Muy cierto. Pero la experiencia dice que, cuando uno se aleja de la comunidad, termina alejándose de Dios. Sin embargo, la compañía de otros discípulos y la humilde perseverancia en la vida comunitaria son medios muy útiles para percibir la presencia de Jesús que vive y nos acompaña en medio de nuestras crisis y dificultades. Por eso la fidelidad al domingo y al encuentro comunitarios son una gran apertura en nuestra vida para que el Señor se haga presente en ella.

P. Antonio Villarino

Madrid

Mañana de Resurrección

Un comentario a Jn 20, 1-18, Domingo de Pascua, Misa del día, (27 de marzo de 2016)

DSC02091La liturgia nos ofrece muchas lecturas el Sábado Santo y el Domingo de Pascua. Yo me fijo solamente en el capítulo 20 de San Juan, del cual se lee una pequeña parte en la Misa del Día del Domingo. El texto es muy rico, pero, como siempre, ofrezco apenas unas breves anotaciones:

1. “El primer día de la semana”. Comienza una nueva “semana” (como la primera “semana” del Génesis), un nuevo tiempo, una nueva creación. Jesús vino para hacerlo todo nuevo, superando la experiencias negativas. Él es el testigo de que Dios es siempre nuevo, de que es posible comenzar en nuestra vida un camino nuevo. Claro que, para que se produzca una nueva creación, es necesario saber morir a la vieja creación, al egoísmo, al orgullo. “Si el grano de trigo no muere, se queda solo; pero si muere, da fruto en abundancia”.

2. “Al amanecer, cuando todavía estaba oscuro”. María Magdalena busca a Jesús, no en la vida, sino en la muerte, sin darse cuenta de que el día ya “amanece”; “cree que la muerte ha triunfado”, comenta el biblista Mateos; por eso su fe está todavía en la oscuridad. Ya clarea, ya hay nueva esperanza, pero no se ha abierto camino en el corazón y en la conciencia de María. ¡Cuántas veces nosotros vivimos en el claroscuro, sin saber reconocer los nuevos signos de esperanza que Dios nos regala en nuestra historia personal o comunitaria!

3. La losa removida. A este respecto comenta el escritor Anselm Grün: “La primera señal de la Resurrección es la piedra que ha sido retirada del sepulcro. La piedra que preserva del sepulcro es el símbolo de las muchas piedras que están sobre nosotros. .. Esta piedra puede ser la preocupación por nuestro porvenir o por el futuro en nuestro mundo. El miedo que gravita sobre nosotros puede ser la angustia de fallar, el miedo de decir lo que sentimos porque podríamos desacreditarnos, porque podríamos perder el afecto y la confirmación de los otros…. Cuando una piedra yace sobre nuestra tumba, nos pudrimos y nos descomponemos dentro….”.

4. Los discípulos
a) Simón y el otro discípulo llegan separados. La muerte de Jesús ha provocado dispersión: “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas”. Es una reacción muy normal en los momentos de dificultad. La gente se divide y se dispersa, cuando las cosas no van bien. El desánimo se acumula y reina el “sálvese quien pueda”.
b) Los dos discípulos corren al sepulcro. Movidos por la Magdalena, los discípulos recuperan la unidad, una vez más atraídos por el recuerdo y la búsqueda de Jesús. En los momentos de división, de amargura, de decepción, sólo una cosa puede devolver la unidad a la comunidad y a la Iglesia: correr en busca de Jesús, aunque nos parezca muerto, aunque nos parezca que ya no tiene la fuerza y el atractivo de una vez.
c) Encuentran signos de vida (la losa removida, los lienzos ordenados). Pero los discípulos siguen sin creer que la vida pueda superar a la muerte. No habían entendido que Dios puede hacer todo nuevo, como lo había anunciado Isaías: “ Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo; porque rocío luminosos es tu rocío, y la tierra echará de sus seno las sombras” (Is 26, 19-21).
d) El discípulo amado (el que había estado con Jesús en la cruz) cede la primacía al que lo había traicionado. El discípulo fiel ayuda al compañero, pero sin recriminaciones, simplemente corriendo más que él. A los compañeros no se les recrimina ni se les pretende forzar a la fidelidad; simplemente hay que correr más y, al mismo tiempo, saber esperar.
d) Los discípulos no comentan nada entre ellos. Siguen atónitos, sin saber qué pensar. Suele suceder. Cuando alguien se muestra muy entusiasta de una presencia de Dios entre nosotros, los demás se muestran escépticos y hasta acuden al ridículo (“cosas de mujeres”). De ahí que la gente tiende a no mostrar mucho su fe, su devoción, su entusiasmo… no sea que los traten de ingenuos, de devotos…

5. María Magdalena
a) María no anuncia que la losa está removida, sino que “han quitado al Señor”. Lo que es una señal de vida lo interpreta como una señal de desesperación. Busca a un señor muerto, no vivo.
b) A pesar de eso, sigue al pie del sepulcro, embargada por la tristeza, pero firme. Hay momentos de noche oscura en los que sólo vale el amor gratuito, incondicional, la fidelidad pura y dura, amparada en la memoria de una experiencia de amor indestructible.
c) María no es capaz de reconocer a Jesús vivo. En efecto, ella sigue pensando en él como muerto. Parece que quiere encontrar a Jesús en el sepulcro, aunque sea muerto ¿Es Jesús para nosotros alguien del pasado? María “no sabe que, resucitado, ya no se circunscribe a un lugar y que está siempre cercano, presente entre los suyos” (Mateos).
d) “Le dice Jesús: María”. Jesús vivo nos llama por nuestro nombre, de una manera concreta; nos interpela en nuestra situación de vida, con nuestras circunstancias particulares, únicas e irrepetibles. Al oír la voz de Jesús, que la identifica personalmente y la involucra, “no mira más al sepulcro, que es el pasado; se abre para ella su horizonte propio: la nueva creación que comienza. Ahora responde a Jesús” (Mateos).
e) María, representante de la Iglesia, de la nueva comunidad, escucha la voz del buen pastor que la invita al seguimiento para gozar de buenos pastos y llenarse de vida y alegría. María responde “Rabbuni”: reconoce el señorío de Jesús, maestro y Señor. Este reconocimiento surge desde la noche de la desesperanza y el sufrimiento. Es un reconocimiento distinto del momento en que se sintió amada, perdonada, comprendida en su propia vida. Ahora ya no piensa más en sí misma, sino en el Señor que pensaba perdido para siempre.

Pienso que esta experiencia se parece mucho a la de nosotros, los adultos, que, después de nuestro entusiasmo juvenil, hemos pasado por decepciones, tinieblas y amarguras. Estamos un poco decepcionados de nosotros mismos, de la comunidad, de la Iglesia, de las utopías… ¿Podemos reconocer al Señor y responderle con igual cariño, sean cuales hayan sido nuestras experiencias como personas, creyentes y consagrados?

P. Antonio Villarino
Madrid

Rey de Paz

Un comentario a Lc 19, 28-40, Domingo de Ramos, 20 de marzo 2016.

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El Domingo de Ramos es como un gran pórtico que abre a la Semana Santa, con su extraordinaria intensidad celebrativa, en recuerdo de la última semana que Jesús pasó en Jerusalén. Hoy se leen dos partes del evangelio de Lucas, el de la entrada de Jesús en Jerusalén, que se lee antes de la procesión con los ramos, y la Pasión, que se lee ya dentro de la Misa.
Como siempre, estas lecturas pueden dar juego mucho para meditar, si los leemos con el corazón abierto y humilde. Ojalá cada uno de nosotros dedique un tiempo de este domingo para leer estos textos con calma, relacionarlos con nuestra vida y dejarse iluminar.

Montado sobre un pollino
Yo quisiera fijarme apenas en un solo detalle, en el hecho que Jesús sube a Jerusalén, la capital de todo el sistema político-religioso de Israel, montado en un pollino o, si prefieren usar otras palabras, un asno o borrico. Parece bastante claro que con esa “acción parabólica”, el evangelista Lucas nos quiere decir que Jesús entró en Jerusalén como el Rey de Paz que el profeta Zacarías había prometido:
“Salta de alegría, Sión,
lanza gritos de júbilo, Jerusalén,
porque se acerca tu rey,
justo y victorioso,
humilde y montado en un asno,
en un joven borriquillo.
Destruirá los carros de guerra de Efraín
y los caballos de Jerusalén”.

En aquellos tiempos, el caballo (o la mula, en los usos monárquicos de Israel) era un instrumento de guerra; entonces era y sigue siendo ahora un signo de poder, de prestigio, de dominio sobre los demás, mientras que el asno era –y sigue siendo– un instrumento del trabajo cotidiano, de familiaridad, sencillez y paz.

Confianza frente a prepotencia
A lo largo de toda esta semana santa, podremos ir confirmando la imagen de este Jesús que afronta a los violentos a pecho descubierto, con la sola fortaleza de su verdad y de su confianza en el Padre. Por eso, al final de la lectura de la Pasión que escuchamos hoy, se dice que la última palabra de Jesús fue: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Y El centurión afirma: “Realmente, este hombre era justo”.

En la vida hay quien se mueve con prepotencia, con orgullo, confiado en su carro grande, sus vestidos brillantes, su mucho dinero… Y hay personas que, como Jesús, prefieren ser personas “justas”, es decir, honradas, honestas, sencillas, que confían en la verdad y en el amor de Dios, frente a todas las apariencias, falsos prestigios y poderes pasajeros.

Esto me hace pensar, por ejemplo, en la muerte de San Daniel Comboni. Al final de su vida, agotado por tantos trabajos, enfermedades y luchas, alguien lo acusó en Roma de una inmoralidad. Se sintió solo y abandonado, incomprendido, fracasado. En ese momento no le quedó otra cosa que su confianza en Dios, la confianza que había aprendido de sus padres y que él siguió cultivando durante toda su vida; ahora no le falló y le ayudó a ser fiel hasta el último suspiro, sin caer en la tentación del odio, de la revancha o de la amargura.

También en nuestra vida hay momentos en los que no nos sirven los “caballos”, ni las carreras académicas, ni el mucho trabajo, ni la riqueza… Hay momentos en los que sólo Dios es la fuente de nuestra confianza. Solo Él es el juez justo que sabe reconocer nuestra verdad. Y eso nos permite afrontar la violencia con la paz, la prepotencia con la sencillez, el abuso con el servicio, el odio con el amor, la desconfianza con la fe.
Buena Semana Santa para todos y todas

P. Antonio Villarino
Madrid