Laicos Misioneros Combonianos

Cuando Dios nos llama a ir más allá de nosotros mismos

Un comentario a Mt 1, 18-25 (III Domingo de Adviento, 18 de diciembre de 2016)

s-jose-vietnamEstamos acostumbrados a fijarnos en la anunciación del ángel a María, destacando su humildad y disponibilidad para que la voluntad de Dios se cumpliera en ella, de tal manera que ella se convirtió en el “arca de la Alianza”, sobre la que se cernía la sombra del Espíritu creador de Dios y el espacio sagrado en el que el Eterno se hizo compañero –Enmanuel– de toda la humanidad.

Pero el evangelio de Mateo que leemos hoy pone su mirada en la anunciación a José, el heredero de la promesa hecha a Abraham, David, Jeconías y a todos los creyentes del Antiguo Testamento.

Mateo nos dice que José era un hombre justo y fiel, honesto y creyente, pero en esta ocasión se llevó una sorpresa mayúscula, precisamente de parte de un Dios que vino a desbaratar sus planes. Mediante un sueño, Dios le hizo ir más allá de sí mismo, pidiéndole que aceptara en María algo que no provenía de su humanidad, ni siquiera de su bondad y honestidad. Le costó aceptarlo, tenía miedo a hacer el ridículo y a que abusaran de su bondad. No quería creer que Dios podía servirse de su esposa y de él para participar en la historia humana de manera nueva y extraordinaria. Era algo imposible, increíble, ridículo y contrario a su hombría…

Pero el ángel –hablándole en sueños, es decir, removiendo su conciencia– le hizo madurar a grandes pasos, salir de sí mismo (de su manera tan razonable de ver las cosas, incluso de su propia justicia y protagonismo) y aceptar que más grande que él era Dios y que él no era más que un humilde instrumento al servicio de los planes salvadores del Altísimo. Por eso, aunque con dolor e incertidumbre, aceptó la palabra del ángel: “No tengas reparo en recibir a María como esposa”. Cambió de planes y aceptó su nuevo papel en la vida: acoger y proteger el don de Dios en la persona de Jesús.

Tengo la impresión de que la experiencia de José es una experiencia bastante común. Muchos de nosotros tratamos de ser justos y honestos, al tiempo que hacemos planes en los que queremos ser “alguien”, queremos ser protagonistas de nuestra historia y de la historia de los que nos rodean, incluso de las cosas buenas. Y eso está bien. Así tiene que ser.

Pero hay momentos en los que esta nuestra honestidad, esta nuestra generosidad, esta nuestra bondad no bastan, como no bastaba el agua de Caná para alegrar la fiesta de bodas con buen vino. Sólo Jesús pudo transformar aquel fracaso de los esposos en un banquete verdadero, aunque ellos no lo habían planeado así. Hay momentos de la vida en los que Dios parece llamarnos a ir más allá de nosotros mismos, a saber renunciar a proyectos personales para insertarnos en un proyecto más grande que nosotros mismos, el proyecto de un Dios que no puede ser contenido en nuestras ideas y obras por buenas que sean. Dios siempre está más allá, Dios siempre nos trasciende, Dios siempre nos atrae como un imán hacia una madurez y fecundidad superior que quizá no habíamos ni soñado. Navidad es eso: aceptar la transcedencia de Dios.

Dios quiera que cada uno de nosotros sepa ser como José cuando algún ángel de Dios nos anuncia un plan en el que no habíamos pensado ni habíamos programado nosotros. Ojalá sepamos escuchar al ángel que nos anuncia: “No temas, acepta, confía en el milagro de Dios en tu vida”.

P. Antonio Villarino
Quito

“Donde hay caridad y amor, allí está Dios”

Un comentario a Mt 11, 2-11 (III domingo de Adviento, 11 de diciembre de 201egoismo-amor6)

Hoy se nos narra como Juan Bautista pregunta a Jesús si es él el Mesías o si hay que esperar a otro. El Maestro responde con la famosa frase: “Vayan y cuéntenle a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, los cojos andan...”. Entre tantos comentarios posibles, yo quisiera ofrecerles una clave, quizá na, para entender este pasaje. Veamos.

Los deseos y la depresión
Una buena parte de lo que somos se expresa en los deseos que manifestamos y que a veces ocultamos o reprimimos. Una persona sin deseos es casi como un muerto. De hecho, cuando alguien cae en depresión, uno de los síntomas es que se vuelve apático, todo le da igual, no le interesa nada. Dicen que en nuestra época hay bastantes personas deprimidas, cansadas afectiva y espiritualmente, agotadas, sin esperanza y que ya casi no creen en nada. Podemos decir también que nuestra sociedad se muestra a veces bastante “deprimida”, es decir, que ya no se cree que la justicia sea posible, que la vida matrimonial sea una fuente de alegría y plenitud, que los errores se puedan corregir, que Dios sigue siempre ahí a nuestro lado… Y lo peor es que cuando estas situaciones de “depresión”, de indiferencia, de cansancio espiritual, se instalan entre nosotros terminamos por no creer en nada ni en nadie. Nos volvemos desconfiados y dudamos de todo.

Pienso que desde esta perspectiva podemos entender mejor el evangelio de hoy. Juan Bautista era un hombre apasionado, que deseaba ardientemente y luchaba por un cambio profundo en la sociedad y por la presencia de Dios como “rey” de una humanidad renovada. Cuando él andaba en esa lucha y en esa propuesta de renovación, junto al río Jordán, aparece Jesús en Galilea proclamando un tiempo de gracia y mostrando la cercanía sanadora de Dios para con los ciegos y los cojos, los pobres y los pecadores.

Las esperanzas y las dudas del Bautista
Juan intuye que Jesús representa todo lo que él anda buscando, que aquel predicador responde a sus deseos más sinceros y profundos. Pero algunas cosas no le casan con la idea que él tiene de Dios, un Dios poderoso y justiciero, que “debe” acabar con el mal en el mundo por su fuerza y su poder; y no se acaba de fiar, duda y envía mensajeros a preguntar: “Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?”

La respuesta le llega en sintonía con lo anunciado siglos antes por el profeta Isaías: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres se le anuncia la buena noticia”. Esos son los signos llamados “mesiánicos”, es decir, las señales de que Dios está cerca de su pueblo, especialmente los más pobres y “deprimidos”, haciendo que vean, caminen, oigan, queden limpios, resuciten a una vida nueva. No son señales de “dominio”, sino de servicio y compasión; no son señales de castigo, sino de liberación. Son señales de ese amor que, en el fondo, buscamos todos los seres humanos, a veces “ciegos” de múltiples cegueras, a veces “cojos” de muchas incapacidades, siempre necesitados de comprensión y cercanía.

¿Cuáles son nuestros deseos?
Déjenme que les pregunte: ¿Cómo andamos de deseos? ¿Qué es lo que más deseo en estos momentos de mi vida? Claro, los deseos pueden manifestarse a diversos niveles. El Adviento es un tiempo para manifestar nuestros deseos más íntimos y para ponernos en camino hacia un nivel de vida más maduro, más lleno de amor, de verdad, de búsqueda y camino hacia una mayor madurez espiritual, hacia un encuentro más claro con el Dios de la Vida. ¿Dónde encontrar a este Dios del Amor y de la Vida? La respuesta de Jesús es: Allí donde haya amor concreto, sanador y liberador. Como dice un antiguo canto: “Donde hay caridad y amor, allí está Dios”. Donde vean que se realizan actos de amor allí está Dios . No duden. Allí se celebra la Navidad.
Ojalá este año cada uno de nosotros haga Navidad en su vida, es decir, encuentre al Dios del amor que le sana, le libera y le hace caminar con alegría y ligereza.

P. Antonio Villarino
Quito

Es hora de cambiar

Un comentario a Mt 3, 1-12 (II Domingo de Adviento, 4 de diciembre del 2016)

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Concluído lo que se conoce como “el evangelio de la infancia” (capítulos 1 y 2), Mateo da un salto en el tiempo y nos traslada hasta los tiempos del Jesús adulto, contándonos la aparición de su predecesor Juan Bautista, que predica en el desierto de Judea la necesidad de un profundo cambio de mentalidad y de conducta. A raíz de la lectura de este texto del evangelista Mateo, les propongo las siguientes reflexiones:

1.- Una sociedad corrupta y confundida
Juan Bautista se entronca en una tradición espiritual muy rica y recoge una antigua y siempre nueva esperanza, representada, entre otros, por los profetas Isaías y Elías. Pero su aparición no se produce en un vacío sociológico, sino todo lo contrario: Juan aparece como una respuesta a una situación que vive la sociedad, marcada por el colonialismo militarista y abusador de los romanos, así como por una ritualización excesiva e hipócrita de la religión. La sociedad vivía un tiempo de confusión, en el que los valores no estaban claros y los más “vivos” y corruptos “engordaban”, mientras que los pobres eran despreciados y “malvivían”, dudando entre la tentación de sentirse abandonados y la íntima esperanza de que por fin el Dios de sus padres se hiciese presente como su defensor y abogado.

A mí me parece que algo parecido estamos viviendo ahora, una época en la que tampoco faltan la corrupción, el abuso, una cierta confusión y la doble tentación de prescindir de Dios o de practicar una religiosidad falsa.

2.- El movimiento de Juan: Es hora de cambiar
En esa situación Juan se siente llamado a convocar al pueblo a una “conversión”, a un profundo cambio de mentalidad y de conducta, porque “ha llegado el Reino de los cielos”, es decir, porque Dios quiere reinar en su pueblo. Juan es un apasionado de Dios y de su justicia, por eso se siente en la obligación de provocar a sus oyentes y meterles presión, para que no sigan instalados en la desesperanza, en el conformismo, en una rutina ritual y estéril o, lo que es peor, en el abuso y en la injusticia. Ante el llamado de Juan, se producen dos reacciones:
-Unos se bautizan, es decir, reconocen sus pecados y se someten a un rito de purificación con la decisión de cambiar de vida;
-otros –los fariseos y saduceos– piensan que nada tiene que cambiar y que basta con mantener las formalidades religiosas de la tradición, pero sin que afecte a sus vidas. Contra estos Juan reacciona con gran severidad, anunciándoles que “todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego”.

Podemos preguntarnos a cuál de estos dos grupos pertenecemos nosotros. ¿Estamos dispuestos a aprovechar el tiempo de Adviento para reconocer nuestros pecados, purificarnos y buscar un cambio en nuestras vidas o preferimos ocultarnos en en el actual carrusel consumista de la “Navidad”, tan ritualista, vacía y falta de sentido y de verdad?

3.- La promesa de Jesús: Espíritu y Fuego
Juan predica con pasión y propone un gran cambio o conversión. Pero, al mismo tiempo, reconoce que eso no basta. De hecho, una exigencia moral, sin Espíritu, se vuelve triste y esclavizante. Por eso el “bautismo con agua en señal de conversión” no es más que la preparación para que Jesús bautice “con Espíritu Santo y fuego”, un bautismo que produce cambio alegre y lleno de vida. Este texto me recuerda al de las bodas de Caná, donde faltó el vino (del Espíritu); fue Jesús el que transformó el agua (nuestros esfuerzos de conversión) en el vino (Espíritu) que nos alegra la vida. El vino no es otra cosa que el amor de Dios que da a nuestra vida alegría y plenitud.

Este tiempo de Adviento es un tiempo de conversión, de “llenar las tinajas” con nuestra buena voluntad de conversión; pero es también un tiempo de oración y de apertura para que Dios nos “bautice con Espíritu”, es decir, nos llene con su amor purificador e iluminador. Navidad sucede siempre que este amor es acogido en nuestra vida. Cuando eso sucede, el agua se convierte en vino, la conversión se hace gracia y Juan deja paso a Jesús, como gran referente de todo lo que somos, pensamos y hacemos. En él encontramos sentido, plenitud, amor fecundo y definitivo.

P. Antonio Villarino
Quito

Velen y estén preparados

Un comentario a Mt 24, 37-44 (Primer Domingo de Adviento, 27 de noviembre de 2016)

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Comienza el nuevo Año Litúrgico, con el primer domingo de Adviento, de preparación a la Navidad. Como sabemos, la Iglesia católica organiza las celebraciones dominicales en tres ciclos: A, B y C. El domingo pasado concluimos el ciclo “C” con la Solemnidad de Cristo Rey, leyendo el texto de Lucas que nos narra el diálogo de Jesús en cruz con el buen ladrón: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Ese es el objetivo final del camino vital de todo discípulo: estar en el paraíso con su Señor Jesucristo.

Hoy comenzamos un nuevo ciclo, el ciclo “A”, leyendo el capítulo 24 de Mateo, que nos invita a una esperanza activa y vigilante, una actitud de apertura hacia la venida del Señor, que se renueva constantemente en cada etapa de nuestra vida y de la historia de la humanidad. Así preparamos la Navidad, que consiste ciertamente en hacer memoria del nacimiento de Jesús, pero también y, sobre todo, en abrirse a esa venida del Señor que sucede en cada época de nuestra historia personal, comunitaria y social.

Cierto que el Señor ya vino a nuestra tierra; por eso lo celebramos agradecidos y por eso recordamos el amor que nos ha mostrado de manera tan extraordinaria, pisando nuestra tierra, asumiendo nuestra carne mortal, iluminándonos con su Palabra, reuniéndonos en su Iglesia… Pero el Señor sigue viniendo hoy a nosotros de muchas y diversas maneras: en la Eucaristía de cada domingo, en la loración personal que hacemos cada día, en las palabras de verdad que escuchamos, en el amor que recibimos… A veces el Señor se nos hace presente también en un problema, en una enfermedad, en una dificultad que tenemos que superar…

Puede parecer que las cosas se repiten, pero la vida nunca se repite, es siempre nueva, como el agua del río: uno nunca puede beber la misma agua, aunque se agache para ello en la misma curva del mismo río. De la misma manera la gracia de Dios es siempre nueva, aunque parece que hacemos la misma celebración, con parecidas palabras y gestos; la gracia del año 2016 es distinta de la recibida en el año 2015.

Pero puede pasar que el Señor venga a nuestras vidas y nosotros no nos demos cuenta, que se nos pase de largo, porque estamos distraídos, dispersos, inconscientes, como el padre de familia que se duerme con la casa abierta y se deja robar tontamente o como el turista distraído que se deja robar la cartera sin darse cuenta. No seamos así, mantengámonos con el corazón y la mente abiertos para descubrir los signos de la presencia de Dios hoy en nuestra vida.

Por eso el evangelio de Mateo que leemos hoy nos advierte: “Velen y estén preparados, porque nos aben qué día va a venir el Señor” .

Dicen que algunos grandes inventos de la humanidad (como, por ejemplo, la electricidad) se dieron por casualidad, pero gracias a científicos que estaban atentos y preparados. Lo mismo nos pasa a nosotros en el campo espiritual: Dios se nos revela de muchas e inesperadas maneras, pero, para comprenderlo, tenemos que estar preparados y vigilantes: con la oración, con la caridad, con una búsqueda honesta de la verdad, con buenas obras…

El Adviento consiste precisamente en eso: en ponernos alertas y preparados para ser capaces de “ver” como Dios se acerca a nuestras vidas, “naciendo” (haciéndose presente de nuevo) en nuestra historia personal, llenándonos con su amor, de una manera nueva y quizá sorprendente para nosotros.

¡No lo dejemos escapar!

P. Antonio Villarino
Quito

El rey cuyo trono es la cruz

Un comentario a Lc 23, 35-43 (Solemnidad de Cristo Rey, 20 de noviembre de 2016)

resucitados-he-qiLlegamos al último domingo del año litúrgico (el próximo domingo ya es el primero de Adviento, de preparación a la Navidad). Y, como es lógico, el Año termina con un tema que recorre toda la Biblia, incluido el Nuevo Testamento: el Reino de Dios.

Lucas, después de los primeros capítulos sobre la infancia de Jesús y sobre Juan Bautista, nos dice que Jesús fue a Nazaret y en la sinagoga hizo una gran declaración sobre su misión:

“EL Espíritu del Señor está sobre mí,
porque me ha ungido
para anunciar a los pobres la Buena Nueva,
me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos
y la vista a los ciegos,
para dar la libertad a los oprimidos
proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19; Is 61, 1-2).

A esa “buena nueva”, a la liberación de los oprimidos, a dar vista a los ciegos, a iluminar a los que estaban confundidos, a perdonar a los que se sentían aplastados por su pecado, a los que eran despreciados por pequeños y marginados, dedicó su tiempo, su afecto, su luminosa palabra y el poder del Espíritu que le acompañaba. Algunos, los sencillos y limpios de corazón, lo acogieron y se llenaron de esperanza y de alegría. Pero otros, los arrogantes y poderosos, se negaron a aceptarlo, prefiriendo un reino basado en el poder, la arrogancia y la mentira.

Hoy contemplamos una de las últimas escenas del evangelio de Lucas: sobre el monte Calvario aparecen, en síntesis, los tres protagonistas de la vida y la muerte de Jesús:

-Jesús, humilde, fiel y confiado, que transforma la cruz en un Trono de amor, de generosidad y de entrega. La cruz, símbolo de la capacidad de entrega total y de confianza en Dios pase lo que pase, es el trono sobre el que se asienta su reinado de paz y amor, de verdad y de justicia. El Reino de Dios no se impone con ejércitos o astucias. El Reino de Dios se ofrece como una gran oportunidad de amor que hay que acoger libremente.

-El “mal ladrón” y las “autoridades” que “hacen muecas”, se burlan de la limpieza y de la generosidad de Jesús, se ríen de su “debilidad” ante las fuerzas del mal. También hoy muchos se ríen de la propuesta de Jesús y de sus discípulos. Les parecen cosas despreciables. Prefieren fiarse de su dinero, de su astucia, de su “viveza”.

-El “buen ladrón”, que reconoce su pecado, es decir, su connivencia con el mal de este mundo, pero, que, al final, se da cuenta de su error y se confía a Jesús, deseando “estar” con él en su Reino. Y Jesús no le rechaza, como no rechazó a Pedro después de la traición, ni a la pecadora condenada a muerte, ni a Zaqueo, el publicano.

La pregunta es: En esa escena del calvario, ¿dónde me sitúo yo? ¿Soy como los burlones que se ríen de Jesús y de sus discípulos o soy como el buen ladrón, que no es perfecto, pero sabe distinguir el mal del bien, sabe reconocer en Jesús al Ungido del Padre, desea y pide estar en el Reino de Jesús?

P. Antonio Villarino
Quito