Laicos Misioneros Combonianos

Sal fuera de tu tumba espiritual

Comentario a Jn 11, 1-45 (5º Domingo de Cuaresma, 2 de abril de 2017)

Leemos hoy la historia de Lázaro, amigo de Jesús resucitado en Betania, donde vivía con sus hermanas Marta y María. Las primeras palabras de la narración nos presentan a un enfermo. Con toda probabilidad, la enfermedad de este hombre, como la del paralítico al que bajan por un tejado o la del que lleva 38 años al lado de la piscina, es más espiritual que corporal. A este propósito, podemos hacer las siguientes reflexiones:

1.- Lázaro me representa a mí, llamado a la vida

“Este milagro es solamente el anuncio de la verdadera resurrección, la cual no consiste en una prolongación de la vida, sino en la transformación de nuestra persona. La resurrección es primeramente espiritual y empieza desde ya, cuando por la fe el hombre sale de su manera de vivir, para abrirse a la vida de Dios”. (Biblia latinoamericana).

Lázaro es como la síntesis de la humanidad enferma, atenazada por el miedo a la muerte. Lázaro somos nosotros, enfermos de una vida mortecina (sin amor, sin fe verdadera, sin saber muy bien para qué hacemos las cosas).

2.- Lázaro es llamado por su nombre

A Lázaro -como a Pedro, a Juan, a María y a los otros discípulos- Jesús los llamó por su nombre, lo eligió –“no me eligieron ustedes a mí, sino yo les elegí a ustedes–, sacándolo de la tumba para que viva como hijo, porque el buen pastor lo conoce personalmente. Como a Lázaro, también a nosotros nos conoce por nuestro nombre. No somos seres anónimos en la masa de los que asisten a misa. Somos únicos a los ojos de Dios, que es un Dios de vida y no de muerte.

3.- Lázaro, enfermo de muerte, representa también a los discípulos cansados y “moribundos”

Dado que este evangelio fue escrito después de décadas de vida cristiana (con sus heroísmos, pero también con sus fracasos y deserciones) es de suponer que en la figura de Lázaro el evangelista se refiera a comunidades o grupos de discípulos que han perdido el entusiasmo, que han dejado de ser fieles, que se han dejado “morir” y hasta “enterrar”… hasta el punto de llevar cuatro días enterrados y oliendo mal. Este Lázaro enfermo de muerte representa a muchos cristianos y consagrados que parecen haber perdido el fervor primero, que ya no escuchan la voz del pastor, que se desinteresan por los buenos pastos…
Ante una situación en la que parece que algunos discípulos se desaniman y abandonan la fe, el autor de la carta a los Hebreos les escribe con palabras muy sentidas:

“Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, pues quien nos ha hecho la promesa es digno de fe… Nosotros no somos de los que se echan atrás cobardemente y terminan sucumbiendo, sino de aquellos que buscan salvarse por medio de la fe” (Cfr Hb 10, 23-39).

Contemplando la figura de Lázaro me pregunto: ¿Estoy yo acaso también “muerto” espiritualmente? ¿Me he encerrado en alguna “tumba” hasta el punto de permitir que algo se pudra dentro de mí y comience a “oler mal”? En ese caso, la Semana Santa es un buen momento para escuchar la voz de Jesús que me dice:

“Amigo, sal fuera, sal de tu tumba; ven fuera y déjame darte un abrazo de amor y de vida, porque mi amor por ti no muere nunca”.

P. Antonio Villarino
Bogotá

El ciego que ve y los videntes que no ven

Comentario a Jn 9, 1-41 (IV Domingo de Cuaresma, 26 de marzo de 2017)

La cuaresma avanza rápidamente hacia la Pascua, como Jesús avanzaba por Judea hacia Jerusalén, al encuentro de su “batalla” definitiva por establecer el Reino de su Padre, a pesar de que tenía en contra los vientos de la hipocresía, de la falsa religiosidad y de un poder político que quería conservar sus privilegios, sin dejarse inquietar por un pobre predicador de Galilea, que hablaba de otro “Reino”, que no era el de ellos.

Unos pocos le siguieron intuyendo algo especial en el Maestro, pero sin comprenderlo del todo, hasta que él -con sus enseñanzas, sus gestos de cercanía y amor, su poder para enfrentar el mal y el pecado- les abre los ojos y les hace “ver” y descubrir en él al Mesías prometido,la Palabra luminosa del Padre, la revelación de un amor liberador.

De ese grupo de seguidores que “vieron” lo que otros no supieron ver surgen las primeras comunidades cristianas en Judea, Samaría y, más tarde, en otros lugares de Asia y Europa. Esas comunidades se enfrentaron muy pronto a la misma oposición a la que se enfrentó Jesús: sus miembros fueron rechazados por los suyos, expulsados de la comunidad judía, como unos herejes indeseables, y, más tarde, perseguidos por las autoridades de Israel y del Imperio Romano.

Esta historia es la que está detrás del capítulo nueve del evangelio de Juan que leemos hoy y que habla de un ciego que “estaba sentado y mendigaba” (es decir, incapaz de caminar por su pie y dependiente de otros), pero que en el encuentro con Jesús recupera la vista y, después de algunas dudas, reconoce a Jesús, a pesar de la oposición de las autoridades, y afirma: “Creo, Señor” y se postra ante él, en actitud de adoración. El ciego representa a los discípulos que, por fin, “ven” frente a los que se empeñan en no “ver”.

El evangelista pone en boca de Jesús una frase aparentemente enigmática, pero que da sentido a todo el relato: “Para un juicio yo he venido a este mundo: para que los que no ven vean y los que ven se conviertan en ciegos”.

En castellano tenemos un proverbio que es parecido a esta frase de Jesús: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”. Los fariseos, sacerdotes y escribas, así como Pilatos, no querían ver nada que les llevara a perder los privilegios y a cambiar su vida; les faltaba humildad para salir de sí mismos y ver lo que tenían ante los ojos; se creían sabios, pero no fueron capaces de “ver” y reconocer al Mesías, mientras la gente sencilla, pobre y pecadora, que “no veían”, por su humildad y receptividad, fueron capaces de “ver” y reconocer al Mesías, aunque eso les costase ser expulsados de la sinagoga.

Escuchar la palabra liberadora de Jesús y dejarse tocar por su “cuerpo” en la comunión es una manera de dejarse iluminar, de superar la ceguera del orgullo y “ver” al Señor que está cerca de nosotros. Puede que, al principio no nos demos cuenta, como le pasó al ciego, pero si persistimos en el diálogo sincero, él se nos revelará: “Yo soy”; y nosotros responderemos con emoción y una contenida alegría: “Yo creo, Señor”.

P. Antonio Villarino
Bogotá

PD. Puede ser interesante fijarse en los títulos que en este relato se dan a Jesús, porque ayudan a comprender como lo vieron las primeras comunidades cristianas:
-Rabbí (Maestro): 9,1
-Luz del mundo: 9,5
-Enviado: 9,7
-El hombre llamado Jesús: 9, 11
-Profeta: 9,17
-Cristo: 9, 22
-Hijo del Hombre: 9, 35
-Señor: 9, 36

La sed de la Samaritana

Comentario a Jn 4, 5-42 (III Domingo de Cuaresma, 19 de marzo de 2017)

El tercer domingo de cuaresma nos ofrece como lectura evangélica el famoso relato de la Samaritana. Es un relato muy profundo y lleno de simbolismos. A modo de ejemplo, les hago unas breves anotaciones:

1.- Jesús busca un nuevo comienzo. Jesús abandona Judea, debido a la oposición que encuentra, y regresa a Galilea, en busca de un nuevo comienzo, en una región marginada. Jesús, como nos puede suceder a nosotros, ante una dificultad seria, siente la necesidad de volver a empezar “desde cero”. Los fracasos, las decepciones, los obstáculos pueden ser grandes ocasiones de avance en nuestras vidas, si sabemos aprovechar la ocasión, para re-iniciar el camino.

2.- Jesús llega a Samaría, tierra marginada e impura. La Samaritana es una mujer-símbolo; representa a toda esta tierra, que se encontró con Jesús, desde su situación de marginación e impureza. La samaritana nos representa también a nosotros, hombres y mujeres, que arrastramos nuestra propia historia, con el orgullo de lo alcanzado, pero también con los estigmas de los errores cometidos, de las heridas sufridas, de los hábitos que nos esclavizan y que no logramos dominar. La samaritana representa también la insatisfacción del corazón humano, cuando no ha encontrado a Dios.

3.- Encuentro junto al pozo de Jacob. Jesús y la Samaritana se encuentran junto a un pozo muy significativo, herencia del patriarca Jacob, con muchos significados:

a) El agua como fuente de vida: Dice Isaías: “Sacaréis agua con júbilo de las fuentes de la salvación” (Is 12, 3). La imagen del agua, a la que acuden con tanta frecuencia los profetas, tiene probablemente mucho que ver, no sólo con la natural experiencia de todo ser humano, sino de manera muy concreta con la experiencia del pueblo en el desierto cuando, sediento y desesperado, se rebela contra Dios. Pero éste, por medio de Moisés, saca de la roca agua abundante y cristalina, agua que facilita la vida.

b) El agua como símbolo de sabiduría: Del agua como fuente de vida física, los israelíes pasan pronto a hacer la experiencia de la Palabra de Dios como el “agua” que facilita la vida humana en sus dimensiones más profundas. El libro del Eclesiástico afirma que la Ley del Señor “rebosa sabiduría como el Pisón, como el Tigris en la estación de los frutos; está llena de inteligencia como el Éufrates, como el Jordán en el tiempo de la siega; va repleta de disciplina como el Nilo, como el Guijón en los días de la vendimia” (Eclo 24, 23-25).

c) Jesús pide agua y ofrece el “don de Dios”. Desde la experiencia de la sed física y de la importancia del agua para la vida, Jesús invita a la samaritana a conectar con otra sed más profunda, que seguramente ella también siente, como todos nosotros; una sed de sentido, de amor definitivo, de trascendencia; una sed, que sólo puede saciarse en Dios mismo, fuente de donde brota toda vida, tal como expresan repetidamente los salmistas:

“Oh Dios, tú eres mi Dios, desde el alba te deseo;
estoy sediento de ti, por ti desfallezco,
como tierra reseca, agostada, sin agua…
Tu amor vale más que la vida” (Sal 63)
“Como jadea la cierva,
tras las corrientes de agua,
así jadea mi alma,
en pos de ti, mi Dios
Tiene mi alma sed de Dios,
Del Dios vivo”.
(sal 41)

Para encontrar a Dios es imprescindible tener sed, experimentar la insatisfacción de las aguas comunes que tomamos, de las filosofías, pensamientos, oportunidades, amores, que se nos ofrecen en la vida. A la sed profunda responde Jesús con el don de su Palabra iluminadora, que conduce hacia el conocimiento del Padre; el don de su Espíritu que purifica, alienta y fortalece; el don de una presencia que es amor perdonador, renovador, misericordioso, sin condiciones.

¿Tienes sed de sentido, de amor verdadero, de transcendencia? Dialoga desde tu corazón con Jesús y encontrarás el agua del Espíritu que satisface tu sed.

P. Antonio Villarino
Bogotá

A solas con Jesús en el monte

Comentario a Mt 17,1-9 (2º Domingo de Cuaresma, 12 de marzo del 2017)

Leemos en este segundo domingo de Cuaresma el texto de la Transfiguración de Jesús en el monte. Para entender bien este pasaje, en el que se nos narra la experiencia especial que tuvieron Pedro, Santiago y Juan, conviene que recordemos brevemente el contexto en el que se sitúa este episodio.

Según Mateo, el Maestro, a quien Pedro había reconocido como “el Hijo del Dios vivo”, comienza “a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y que tenía que sufrir mucho”. Tal anuncio sorprende y alarma a los discípulos que, por boca de Pedro, tratan de disuadirlo de esa manera de pensar, actuando como el tentador en el desierto, en vez de como amigos y compañeros de misión.

“Seis días después”, dice el evangelista, Jesús tomó a sus tres discípulos más íntimos y los llevó al monte a solas, donde los discípulos alcanzan un conocimiento más profundo de Jesús, como aquel en el que se cumplen las promesas que Dios había hecho en los profetas del Antiguo Testamento. De esta narración me gustaría destacar los siguientes elementos:

1.- Subir al monte
La montaña es uno de los lugares de las teofanías (manifestación de Dios) en todas las religiones. De hecho, subir al monte implica alejamiento de la rutina diaria. El contacto con la naturaleza no manipulada por el ser humano, ayuda a encontrarse con lo que está más allá de uno mismo y de la sociedad. El monte, como el desierto, es un lugar donde es posible percibir cosas nuevas sobre uno mismo, la realidad que nos rodea, el misterio divino… ¿Tenemos nosotros algún espacio así, algún lugar donde retirarnos y superar la rutina? Sin ese espacio corremos el riesgo de convertirnos en robots, sin una conciencia despierta.

2. Entrar en la propia intimidad
Dentro de cada uno hay un “sagrario”, algo muy íntimo, que constituye el núcleo de nuestra verdadera personalidad, algo que es difícil compartir en la superficialidad de muchas de nuestras conversaciones ordinarias (cómo vistes, qué comes, qué música te gusta, qué opinas de lo que dijo la amiga…). Por eso hay momentos en los que uno quiere superar esa superficialidad y compartir con alguien lo que realmente piensa, siente y es. También Jesús quiere compartir con sus discípulos el secreto más íntimo de su personalidad y de su experiencia religiosa, que va mucho más allá de los tópicos, de una religiosidad rutinaria o incluso de las predicaciones bien intencionadas de la sinagoga. En el monte Jesús va a compartir con los amigos lo más profundo de sí mismo: “A ustedes los considero amigos”; “todo lo que oí al Padre se lo he contado”…

3.- A solas, sin cámaras de televisión
Para esta comunicación íntima, Jesús no busca testigos extraños, ni grandes masas, ni medios de comunicación, que lo hagan famoso. Se lleva sólo a tres amigos y, al bajar del monte, les dirá que no cuenten a nadie lo que han vivido. Es que hay experiencias que son incomunicables, que uno tiene que reservarse para sí mismo o para los íntimos. No son experiencias para vender a los periódicos, ni siquiera para anunciar en el púlpito de las Iglesias. “Entra en tu habitación y allí ora al Padre que te ve en el secreto de tu corazón”. Ciertamente, hay momentos para el testimonio y para la comunicación, pero solo cuando van precedidos de experiencias vividas a solas, en una oración personal e intransferible. De lo contrario es muy fácil corromper hasta lo más sagrado.

4.- Jesús revela su identidad
El evangelista describe una escena maravillosa que para nosotros resulta difícil entender desde nuestra cultura actual, pero que está muy clara si nos adentramos mínimamente en la cultura bíblica. Veamos muy brevemente:

-Rostro y vestidos brillantes. Con ello el evangelista parece querer decirnos que los discípulos vieron a Jesús desde otra perspectiva. Comprendieron que aquel hombre que caminaba con ellos, sudaba, comía y bebía y se comportaba como cualquier otro ser humano, era en realidad Alguien especial. Los discípulos comprendieron que Jesús era mucho más que hijo de María, vecino de Nazaret o predicador ambulante. Esa experiencia la han tenido muchos otros en la historia, empezando por San Pablo. Es la experiencia que ayudó a los discípulos a poner en su lugar la cruz y el duro trabajo del Reino.
Pienso que a muchos de nosotros nos pasa algo parecido en ocasión de un retiro o de algún momento especial, cuando vemos nuestra vida con una luz distinta y la cruz adquiere su sentido en la luz de un amor más grande.

-Jesús, la Ley y los profetas. Nuevo y Viejo Testamento se dan la mano. Para entender a Jesús es importante dialogar con la Ley y los profetas del AT. Para entender el AT es importante volver la mirada a Jesús.

-El gozo del encuentro. “Qué bien se está aquí”. Una y otra vez los discípulos, de entonces y de ahora, experimentan que la compañía de Jesús les calienta el corazón, les hace sentirse “bien”.. El encuentro con el Señor, también ahora, produce una sensación de plenitud, de que uno ha encontrado lo que más buscaba en la vida.

-“Este es mi hijo amado, escúchenlo”. Todos buscamos “a tientas” el rostro de Dios… Los discípulos comprendieron que Jesús es el rostro del Padre. Nosotros somos herederos de esta experiencia y pedimos al Espíritu que la renueve en nosotros.

-El temor ante la grandeza de esta experiencia. Los que tienen una experiencia del misterio divino no se vuelven orgullosos, sino temerosos, como Pedro ante la pesca milagrosa: “Aléjate de mí que soy pecador”. Es como quien descubre un gran amor: Le da alegría, pero teme no ser digno o no estar a la altura.

-El ánimo de Jesús: “No teman, levántense”. Vamos a bajar del monte. Volvamos a la vida ordinaria. Sigamos trabajando como siempre, gastando nuestras energías en las mil y una peripecias de la vida, con éxitos y fracasos, con alegrías y penas, pero con el corazón caliente, animado, consolado, fortalecido para acoger la misión que el Padre nos encomienda y realizarla sin temor.

P. Antonio Villarino
Bogotá

Las tentaciones de Jesús y las nuestras

Comentario a Mt 4, 1-11 (Primer domingo de Cuaresma, 5 de marzo 2017)

Estamos en el primer domingo de cuaresma, tiempo fuerte de reflexión, tiempo oportuno para enderezar nuestros caminos, si en alguna parte se han torcido; tiempo conveniente para prepararnos a una vida nueva, vida de comunión con el Padre. Es un tiempo oportuno, para superar las tentaciones que se nos presentan en la vida. ¡No dejemos que pase en balde!
El evangelista Mateo coloca las tentaciones de Jesús al inicio de su vida pública, pero a mí me parece que estas tentaciones estuvieron siempre al acecho en cada paso que Jesús daba, exactamente como nos pasa a nosotros, porque vivir es elegir constantemente entre el bien y el mal, entre la verdad y la mentira, entre el amor y la indiferencia, entre el egoísmo y la generosidad. Veamos:

1.- ¿Qué voy a hacer de mi vida?
Jesús fue tentado al inicio de su misión. En ese momento crucial de su vida, Jesús se preguntaría: ¿Qué voy a hacer de mi vida? Podía dedicarse a enriquecerse y rodearse de comodidades, a ser alguien importante y poderoso, a imponerse como un líder político… Esa sería una tentación que se repetiría frecuentemente, especialmente cuando enfrentaba algún momento difícil de su vida. Es una pregunta-tentación también para nosotros. Comboni, por ejemplo, se preguntó alguna vez si no hubiera sido mejor cultivar una carrera eclesiástica cómoda y brillante, en vez de dedicarse a la ardua misión africana; podría haberse dedicado a vestir elegantemente, a comer bien, a recibir honores. ¿Queremos a veces recuperar lo que hemos dejado atrás cuando decidimos seguir las huellas de Jesús?

2.- ¿Me canso de luchar y me acomodo a la mediocridad?
A un cierto punto de su vida, Jesús se dio cuenta que la misión iba a ser un “combate a muerte”; al acercarse a Jerusalén y ver que su proyecto encontraba mucha resistencia, probablemente Jesús sentía la necesidad de amoldar su proyecto, de rebajar la radicalidad, para que la gente lo aceptase… o abandonar y dedicarse a una vida sencilla y tranquila, “sin meterse en problemas”, como le pedía su familia. Comboni, en su vocación africana, afrontó impensables dificultades, algunas previstas, otras imprevistas y hasta sorprendentes. Pero no se dejó tentar ni por la tentación del abandono, ni por la del acomodo. Permaneció firme y fiel. ¿Me canso de luchar y me acomodo a la mediocridad?

3.- El miedo al fracaso total

La última tentación de Jesús se presentó en la cruz, cuando todo parecía indicar que se había equivocado, que era un fracasado y que Dios estaba lejos. Igualmente, al final de su vida, Comboni veía que sus misioneros se le morían, que la obra no progresaba, que lo acusaban de idealista, de mal organizador, hasta de tener afectos equivocados… Su vida parecía un callejón sin salida. La tentación, como la de Jesús, era la de la desesperación, la amargura y la renuncia… Por el contrario, como Jesús, respondió con una confianza total en Dios y en la misión que había emprendido: “Mi obra no morirá”. ¿En los momentos difíciles, me dejo llevar por la amargura, por la sensación de fracaso, por la desesperanza? ¿Sé ver la presencia de Dios más allá de las apariencias?

4.- El triple contenido de la tentación
Según San Mateo, la tentación de Jesús tenía tres dimensiones, que nos son muy familiares también a nosotros:
-La tentación del consumismo y la comodidad… El ser humano es, en primer lugar, un ser débil, necesitado de alimento, techo, vestido y seguridad. Pero a veces esa necesidad se vuelve tan imperiosa y obsesiva que acumula cosas exagerada e innecesariamente hasta el punto de perder de vista otras dimensiones. A veces, esas necesidades se convierten en la razón principal de nuestra vida, quitándonos la libertad y la capacidad de amar.
-La tentación del poder. El ser humano está llamado a dominar, a proteger, a crear… Pero hay un dominio, que no viene de Dios sino de la serpiente. Es el poder que quiere anular, destruir, manipular. Jesús no se dejó tentar, porque tenía muy clara la soberanía de Dios. ¿Hago girar todo en torno a mi persona, a mis ideas y a mi control? ¿Impongo siempre mis ideas, mis horarios, mis necesidades? ¿Reconozco la soberanía de Dios sobre mi vida o me creo el centro del mundo?
-La tentación del prestigio, de la auto-estima. La palabra auto-estima es hoy una palabra “sagrada”. Es recomendada por sicólogos y maestros espirituales. Por supuesto que es importante tener una buena auto-estima. Pero se puede convertir en una gran tentación. Alguna vez he visto gente muy amargada porque no se le había reconocido su labor o su aporte. Esa persona trabajaba para que la alabasen… Cuando eso no sucedía, se venía abajo y ya no trabajaba ni colaboraba, como si su “ego” se desmoronase.

Frente a estas tentaciones, Jesús supo tomar las decisiones correctas, porque su personalidad estaba fuertemente arraigada en el amor del Padre, lo cual le permitía ser libre, generoso y confiado, incluso en los momentos más duros y difíciles. Como él y como Comboni no dejemos que la tentación nos paralice. Hay mucho que amar, hay mucho que hacer, hay mucha misión que nos espera.

P. Antonio Villarino
Bogotá