Laicos Misioneros Combonianos

A solas con Jesús en el monte

Comentario a Mt 17,1-9 (2º Domingo de Cuaresma, 12 de marzo del 2017)

Leemos en este segundo domingo de Cuaresma el texto de la Transfiguración de Jesús en el monte. Para entender bien este pasaje, en el que se nos narra la experiencia especial que tuvieron Pedro, Santiago y Juan, conviene que recordemos brevemente el contexto en el que se sitúa este episodio.

Según Mateo, el Maestro, a quien Pedro había reconocido como “el Hijo del Dios vivo”, comienza “a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y que tenía que sufrir mucho”. Tal anuncio sorprende y alarma a los discípulos que, por boca de Pedro, tratan de disuadirlo de esa manera de pensar, actuando como el tentador en el desierto, en vez de como amigos y compañeros de misión.

“Seis días después”, dice el evangelista, Jesús tomó a sus tres discípulos más íntimos y los llevó al monte a solas, donde los discípulos alcanzan un conocimiento más profundo de Jesús, como aquel en el que se cumplen las promesas que Dios había hecho en los profetas del Antiguo Testamento. De esta narración me gustaría destacar los siguientes elementos:

1.- Subir al monte
La montaña es uno de los lugares de las teofanías (manifestación de Dios) en todas las religiones. De hecho, subir al monte implica alejamiento de la rutina diaria. El contacto con la naturaleza no manipulada por el ser humano, ayuda a encontrarse con lo que está más allá de uno mismo y de la sociedad. El monte, como el desierto, es un lugar donde es posible percibir cosas nuevas sobre uno mismo, la realidad que nos rodea, el misterio divino… ¿Tenemos nosotros algún espacio así, algún lugar donde retirarnos y superar la rutina? Sin ese espacio corremos el riesgo de convertirnos en robots, sin una conciencia despierta.

2. Entrar en la propia intimidad
Dentro de cada uno hay un “sagrario”, algo muy íntimo, que constituye el núcleo de nuestra verdadera personalidad, algo que es difícil compartir en la superficialidad de muchas de nuestras conversaciones ordinarias (cómo vistes, qué comes, qué música te gusta, qué opinas de lo que dijo la amiga…). Por eso hay momentos en los que uno quiere superar esa superficialidad y compartir con alguien lo que realmente piensa, siente y es. También Jesús quiere compartir con sus discípulos el secreto más íntimo de su personalidad y de su experiencia religiosa, que va mucho más allá de los tópicos, de una religiosidad rutinaria o incluso de las predicaciones bien intencionadas de la sinagoga. En el monte Jesús va a compartir con los amigos lo más profundo de sí mismo: “A ustedes los considero amigos”; “todo lo que oí al Padre se lo he contado”…

3.- A solas, sin cámaras de televisión
Para esta comunicación íntima, Jesús no busca testigos extraños, ni grandes masas, ni medios de comunicación, que lo hagan famoso. Se lleva sólo a tres amigos y, al bajar del monte, les dirá que no cuenten a nadie lo que han vivido. Es que hay experiencias que son incomunicables, que uno tiene que reservarse para sí mismo o para los íntimos. No son experiencias para vender a los periódicos, ni siquiera para anunciar en el púlpito de las Iglesias. “Entra en tu habitación y allí ora al Padre que te ve en el secreto de tu corazón”. Ciertamente, hay momentos para el testimonio y para la comunicación, pero solo cuando van precedidos de experiencias vividas a solas, en una oración personal e intransferible. De lo contrario es muy fácil corromper hasta lo más sagrado.

4.- Jesús revela su identidad
El evangelista describe una escena maravillosa que para nosotros resulta difícil entender desde nuestra cultura actual, pero que está muy clara si nos adentramos mínimamente en la cultura bíblica. Veamos muy brevemente:

-Rostro y vestidos brillantes. Con ello el evangelista parece querer decirnos que los discípulos vieron a Jesús desde otra perspectiva. Comprendieron que aquel hombre que caminaba con ellos, sudaba, comía y bebía y se comportaba como cualquier otro ser humano, era en realidad Alguien especial. Los discípulos comprendieron que Jesús era mucho más que hijo de María, vecino de Nazaret o predicador ambulante. Esa experiencia la han tenido muchos otros en la historia, empezando por San Pablo. Es la experiencia que ayudó a los discípulos a poner en su lugar la cruz y el duro trabajo del Reino.
Pienso que a muchos de nosotros nos pasa algo parecido en ocasión de un retiro o de algún momento especial, cuando vemos nuestra vida con una luz distinta y la cruz adquiere su sentido en la luz de un amor más grande.

-Jesús, la Ley y los profetas. Nuevo y Viejo Testamento se dan la mano. Para entender a Jesús es importante dialogar con la Ley y los profetas del AT. Para entender el AT es importante volver la mirada a Jesús.

-El gozo del encuentro. “Qué bien se está aquí”. Una y otra vez los discípulos, de entonces y de ahora, experimentan que la compañía de Jesús les calienta el corazón, les hace sentirse “bien”.. El encuentro con el Señor, también ahora, produce una sensación de plenitud, de que uno ha encontrado lo que más buscaba en la vida.

-“Este es mi hijo amado, escúchenlo”. Todos buscamos “a tientas” el rostro de Dios… Los discípulos comprendieron que Jesús es el rostro del Padre. Nosotros somos herederos de esta experiencia y pedimos al Espíritu que la renueve en nosotros.

-El temor ante la grandeza de esta experiencia. Los que tienen una experiencia del misterio divino no se vuelven orgullosos, sino temerosos, como Pedro ante la pesca milagrosa: “Aléjate de mí que soy pecador”. Es como quien descubre un gran amor: Le da alegría, pero teme no ser digno o no estar a la altura.

-El ánimo de Jesús: “No teman, levántense”. Vamos a bajar del monte. Volvamos a la vida ordinaria. Sigamos trabajando como siempre, gastando nuestras energías en las mil y una peripecias de la vida, con éxitos y fracasos, con alegrías y penas, pero con el corazón caliente, animado, consolado, fortalecido para acoger la misión que el Padre nos encomienda y realizarla sin temor.

P. Antonio Villarino
Bogotá

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