Bien, ¿cómo comenzar este testimonio? Las palabras no llegan para describir el torbellino de emociones que sentí, y la nostalgia que ya acumula mi corazón. He tardado días o incluso semanas para conseguir escribir el testimonio, tal vez por miedo o incluso por nostalgia. Cada día que paso lejos de aquella tierra siento dolor, pero por encima de todo una gran nostalgia. Es algo que se apodera de mí sin pedirme permiso, que determina mi estado de ánimo, llegando incluso a dictar los sueños que tengo al acostarme. No puedo describir lo que he vivido, lo que he compartido, lo que amé, lo que crecí, lo que di, pero por encima de todo lo que recibí. Amé y amo a esa gente como si fuera mía. Sinceramente, ¿cómo no amar? Fui adoptada y acariciada por todos lo que se cruzaron en mi camino, aunque no hablaba la misma lengua no fue ningún impedimento para muestras de amor constantes. En una de las idas al barrio cerca de la casa de la misión, me crucé con una mamá que de inmediato me invitó a “mata-bichar” (desayunar) con ellos. Cuando me di cuenta, estaba rodeada de gente que me miraba atentamente, pero con un cariño infinito para enseñarme sus costumbres. Me derretía el corazón la hospitalidad y el amor que sentía diariamente, y la forma en que nos mirábamos y abrazábamos era apasionante. Estaba en casa.
Me siento y pienso cómo me sentí cuando pisé aquella tierra por primera vez, y me es imposible contener las lágrimas. La excitación de empezar, de conocer, de estar, de ayudar, era tanta que enseguida el lunes (dos días después de nuestra llegada), me presenté al servicio en el ITIC. La noche anterior apenas dormí por miedo. Me preocupaba si sería capaz de tratar con los niños que aparecieran en la enfermería a pedir mi ayuda, si todo lo que aprendí en la universidad realmente serviría para algo, si podría adaptarme a los medios que tenía. Había muchos “si’s”, muchas inseguridades, pero de una cosa tenía certeza, daría lo mejor de mí desde que despertase hasta que me fuese a la cama.
Organicé papeles, reorganicé las vitrinas de los medicamentos, pero sobre todo traté a los alumnos en sus más variadas formas. Me entregué sin miedos, me quedaba horas después del tiempo establecido en aquel cubículo de 4 paredes, pero me llenaba tanto el corazón. Me quedaba maravillada cuando los alumnos me buscaban sólo para “saludarme” para “alegrar mi día”, como decían.
La forma en que me vinculé a aquellos chicos fue indescriptible, parecía que con una simple mirada habíamos hecho un juramento de cuidarnos mutuamente. Vivía intensamente las enfermedades o las preocupaciones de cada uno de ellos, y trataba de cada uno como si fuese único, con todo el amor que era capaz de albergar mi pecho. Muchas veces, cuando algunos de ellos estaban enfermos y se quedaban dormidos en la enfermería, me costaba tanto volver a casa. No podía pensar en nada más, si no en pensar estrategias para que mejorase rápidamente. Muchas veces, pasaba las tardes al lado de ellos, jugando juegos en el suelo frío de la Enfermería, controlando la fiebre cada 30 minutos, o simplemente a verlos dormir.
Había días más fáciles que otros, pero todos ellos eran un desafío constante. Todos los días Él me ayudaba a superarme, y a darme cuenta de que nuestras barreras están sólo en nuestra cabeza. Me arrodillé ante Dios varias veces desorientada, y Él me habló al corazón mostrándome que de su mano superaba todas las dificultades.
Una de las miles situaciones que viví, fue cuando miré por primera vez al rostro de aquellas niñas que estaba acompañando en el estudio. Cada mirada penetraba en mi corazón de una forma tan intensa que jamás olvidaré. Intentaban aprender solas, sin libros de apoyo o alguien que les explicase. Eran movidas por una fuerza interior indescriptible de querer ser más, de alcanzar un futuro mejor. Cada una, cargaba en sus ojos historias y vivencias que jamás olvidaré, pero siempre con una alegría y un amor contagioso.
Tuve la oportunidad de ayudar en el puesto de salud de la comunidad, y allí entendí que pertenezco a este pueblo. Anduve demasiado tiempo evitando la confrontación con el estado de salud de la comunidad Macúa y el sufrimiento que sentiría. Pero al final, me remangué las mangas y fui. Simplemente fui. Recorrí todas las especialidades, desde los enfermos con VIH, las mamás internadas con patologías aún por descubrir, la maternidad, las consultas de pediatría, llegando hasta los tuberculosos. Sabía que estaba poniendo mi salud en riesgo, pero de una cosa tenía certeza, Él me cuidaba, y por eso no iba a hacer de ese temor un impedimento para no ayudar a esas personas.
Filas interminables llenaban el atrio del centro, los gritos de niños se escuchaban por los pasillos, y la esperanza de que llegara su vez era común a todos. A veces, la lengua era una barrera para explicar la toma de la medicación y las precauciones que tendrían que tener, pero hacía un esfuerzo para que el mensaje llegase. Agradezco a Dios por haberme dado fuerzas todos los días para conseguir ayudar a aquellos que la necesitaban, y que la impotencia no se apoderara de mí.
Cada día que pasaba, los lazos se fortalecían y mi miedo a regresar a casa era constante. Sabía que mi lugar estaba allí, les pertenecía. La familia que Dios escogió durante mi misión. Y cada día que pasaba los amaba más, por eso, fue imposible despedirme sin prometer mi regreso. Agradezco de corazón, la forma en que me recibieron de brazos abiertos y todo el amor que me dieron.
Lo mejor de esta misión no fue sólo las personas que conocí, las sonrisas que vi, o las lágrimas que derramé, sino la forma en que Dios invadió mi corazón diariamente sin darme cuenta. La necesidad de conversar con Él diariamente, era intrínseca en mi rutina diaria, y la bonita manera como Él me respondía era indescriptible. Estoy segura de que sin Él, no podría soportar mis debilidades ni eludir mis inquietudes. ¡Cómo fue hermoso esta descubierta con el Señor!
¡Gracias Carapira, simplemente gracias!
Inés Gonçalinho, Fe y Misión