Laicos Misioneros Combonianos

El rey montado sobre un pollino

Domingo de Ramos
Domingo de Ramos

Comentario a Mt 21, 1-11, Domingo de Ramos, 05 de abril de 20120

La liturgia nos ofrece hoy dos lecturas del evangelio de Mateo: la primera, antes de la procesión de ramos, sobre la bien conocida historia de Jesús que entra en Jerusalén montado sobre un pollino (Mt 11, 1—11); la segunda, durante la Misa, es la lectura de la “Pasión” (las últimas horas de Jesús en Jerusalén), esta vez narrada por Mateo en los capítulos 26 b5 27.

Con ello entramos en la Gran Semana del año cristiano, en la que celebramos, re-vivimos y actualizamos la extraordinaria experiencia de nuestro Maestro, Amigo, Hermano y Redentor Jesús, que, con gran lucidez y valentía, pero también con dolor y angustia, entra en Jerusalén, para ser testigo del amor del Padre con su propia vida.

Toda la semana debe ser un tiempo de especial intensidad, en el que dedicamos más tiempo que de ordinario a la lectura bíblica, la meditación, el silencio, la contemplación de esta gran experiencia de nuestro Señor Jesús, que se corresponde con nuestras propias experiencias de vida y muerte, de gracia y pecado, de angustia y de esperanza. Por mi parte, como siempre, me detengo en un solo punto de reflexión:

El rey montado sobre un pollino.

Se trata de una escena que se presta a la representación popular y que todos conocemos bastante bien, aunque corremos el riesgo de no entender bien su significado. Para entenderlo bien, no encuentro mejor comentario que la cita del libro de Zacarías a la que con toda seguridad se refiere esta narración de Marcos:

                “Salta de alegría, Sion,

                lanza gritos de júbilo, Jerusalén,

                porque se acerca tu rey,

                justo y victorioso,

                humilde y montado en un asno,

                en un joven borriquillo.

                Destruirá los carros de guerra de Efraín

                y los caballos de Jerusalén.

                Quebrará el arco de guerra

                y proclamará la paz a las naciones”.

                (Zac 9, 9-10).

Sólo un comentario: ¡Cuánto necesitamos en este tiempo nuestro, en que nuestra arrogancia ha sido duramente probada, la presencia de  este rey humilde y pacífico que no se impone por “la fuerza de los caballos” sino por la consistencia de su verdad liberadora y su amor sin condiciones!

Ciertamente, en las actuales circunstancias que vivimos en todas partes, marcadas por el aislamiento, el miedo y la confusión, nos va a tocar vivir la Semana Santa de manera diferente, con sencillez, mucha paciencia, conectando la pasión de Jsús con la que están viviendo millones de esperanza, con temor y temblor, con confianza y miedo sereno, con generosidad y esperanza.

Contemplar a Cristo en la cruz es identificarse con Él, es ponerse a caminar sobre  las huellas de su entrega, confiando en que, aunque se rían de nosotros, aunque a veces nos desesperemos y la cruz nos parezca demasiado pesada ,el amor es más fuerte que la muerte. El amor de Dios siempre vencerá al mal que nos rodea y nos invade. Vence desde la humildad, la entrega generosa, la paciencia infinita, la esperanza contra toda esperanza.

P. Antonio Villarino

Bogotá

Sal fuera de tu tumba espiritual

sal
sal

Comentario a Jn 11, 1-45 (5º Domingo de Cuaresma, 29 de marzo de 2020)

Leemos hoy la historia de Lázaro, amigo de Jesús resucitado en Betania, donde vivía con sus hermanas Marta y María. Las primeras palabras de la narración nos presentan a un enfermo. Con toda probabilidad, la enfermedad de este hombre, como la del paralítico al que bajan por un tejado o la del que lleva 38 años al lado de la piscina, es más espiritual que corporal. A este propósito, podemos hacer las siguientes reflexiones:

1.- Lázaro me representa a mí, llamado a la vida

No nos quedemos maravillados porque Lázaro tuvo la suerte de vivir algunos años más y la mala suerte de tener que morir otra vez. Este milagro es solamente el anuncio de la verdadera resurrección, la cual no consiste en una prolongación de la vida, sino en la transformación de nuestra persona. La resurrección es primeramente espiritual y empieza desde ya, cuando por la fe el hombre sale de su manera de vivir, para abrirse a la vida de Dios”. (Biblia latinoamericana).

Lázaro es como la síntesis de la humanidad enferma, atenazada por el miedo a la muerte. Lázaro somos nosotros, enfermos de una vida mortecina (sin amor, sin fe verdadera, sin saber muy bien para qué hacemos las cosas).

2.- Lázaro es llamado por su nombre  

A Lázaro -como a Pedro, a Juan, a María y a los otros discípulos- Jesús los llamó por su nombre, lo eligió –“no me eligieron ustedes a mí, sino yo les elegí a ustedes–, sacándolo de la tumba para que viva como hijo, porque el buen pastor lo conoce personalmente. Como a Lázaro, también a nosotros nos conoce por nuestro nombre. No somos seres anónimos en la masa de los que asisten a misa. Somos únicos a los ojos de Dios, que es un Dios de vida y no de muerte.

3.- Lázaro, enfermo de muerte, representa también a los discípulos cansados

Dado que este evangelio fue escrito después de décadas de vida cristiana (con sus heroísmos, pero también con sus fracasos y deserciones) es de suponer que en la figura de Lázaro el evangelista se refiera a comunidades o grupos de discípulos que han perdido el entusiasmo, que han dejado de ser fieles, que se han dejado “morir” y hasta “enterrar”… hasta el punto de llevar cuatro días enterrados y oliendo mal. Este Lázaro enfermo de muerte representa a muchos cristianos y consagrados que parecen haber perdido el fervor primero, que ya no escuchan la voz del pastor, que se desinteresan por los buenos pastos…

Ante una situación en la que parece que algunos discípulos se desaniman y abandonan la fe, el autor de la carta a los Hebreos les escribe con palabras muy sentidas:

“Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, pues quien nos ha hecho la promesa es digno de fe… Nosotros no somos de los que se echan atrás cobardemente y terminan sucumbiendo, sino de aquellos que buscan salvarse por medio de la fe” (Cfr Hb 10, 23-39).

Contemplando la figura de Lázaro me pregunto: ¿Estoy yo acaso también “muerto” espiritualmente? ¿Me he encerrado en alguna “tumba” hasta el punto de permitir que algo se pudra dentro de mí y comience a “oler mal”?  En ese caso, la Semana Santa es un buen momento para escuchar la voz de Jesús que me dice:

“Amigo, sal fuera, sal de tu tumba; ven fuera y déjame darte un abrazo de amor y de vida, porque mi amor por ti no muere nunca”.

P. Antonio Villarino

Bogotá

El ciego que ve y los videntes que no ven

ciego
ciego

Comentario a Jn 9, 1-41 (IV Domingo de Cuaresma, 22 de marzo de 2020)

La cuaresma de este año avanza casi a escondidas, mimetizada en la gran pandemia que nos ha tocado vivir en todo el mundo de hoy. Esta es la vida real en la que debemos vivir con fe y esperanza, contra viento y marea, como lo hizo Jesús, tratando de ver lo esencial y no persistir en la ceguera de querer conservar los privilegios.

Unos pocos discípulos siguieron a Jesús hacia la Pascua  intuyendo algo especial en el Maestro, pero sin comprenderlo del todo, hasta que él -con sus enseñanzas, sus gestos de cercanía y amor, su poder para enfrentar el mal y el pecado- les abre los ojos y les hace “ver” y descubrir en él al Mesías prometido, la Palabra luminosa del Padre, la revelación de un amor liberador.

De ese grupo de seguidores que “vieron” lo que otros no supieron ver surgen las primeras comunidades cristianas en Judea, Samaría y, más tarde, en otros lugares de Asia y Europa. Esas comunidades se enfrentaron muy pronto a la misma oposición a la que se enfrentó Jesús: sus miembros fueron rechazados por los suyos, expulsados de la comunidad judía, como unos herejes indeseables, y, más tarde, perseguidos por las autoridades de Israel y del Imperio Romano.

Esta historia es la que está detrás del capítulo nueve del evangelio de Juan que leemos hoy y que habla de un ciego que “estaba sentado y mendigaba” (es decir, incapaz de caminar por su pie y dependiente de otros), pero que en el encuentro con Jesús recupera la vista y, después de algunas dudas, reconoce a Jesús, a pesar de la oposición de las autoridades, y afirma: “Creo, Señor” y se postra ante él, en actitud de adoración. El ciego representa a los discípulos que, por fin, ven  frente a los que se empeñan en no ver.

El evangelista pone en boca de Jesús una frase aparentemente enigmática, pero que da sentido a todo el relato: “Para un juicio yo he venido a este mundo: para que los que no ven vean y los que ven se conviertan en ciegos”. En castellano tenemos un proverbio que es parecido a esta frase de Jesús: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”. Los fariseos, sacerdotes y escribas, así como Pilatos, no querían ver nada que les llevara a perder los privilegios y a cambiar su vida; les faltaba humildad para salir de sí mismos y ver lo que tenían ante los ojos; se creían sabios, pero no fueron capaces de “ver” y reconocer al Mesías, mientras la gente sencilla, pobre y pecadora, que “no veían”, por su humildad y receptividad, fueron capaces de “ver” y reconocer al Mesías, aunque eso les costase ser expulsados de la sinagoga.

Me parece que también hoy hay muchos que se creen sabios, se ríen de los sencillos que siguen a Jesús y hasta los marginan en la sociedad. Ellos se creen los más listos, piensan que lo entienden todo, pero, ¡ojo!, su orgullo les puede cegar y les impide ver la gracia de Dios. Por el contrario los sencillos que se abren al encuentro con Jesús terminan por entender verdaderamente el valor del amor de Dios y reconocen en Jesús a su Maestro y Señor, aunque la sociedad los expulse.

Escuchar la palabra liberadora de Jesús y dejarse tocar por su “cuerpo” en la comunión es una manera de dejarse iluminar, de superar la ceguera del orgullo y “ver” al Señor que está cerca de nosotros. Puede que, al principio no nos demos cuenta, como le pasó al ciego, pero si persistimos en el diálogo sincero, él se nos revelará: “Yo soy”; y nosotros responderemos con emoción y una contenida alegría: “Yo creo, Señor”.

P. Antonio Villarino

Bogotá

PD. Puede ser interesante fijarse en los títulos que en este relato se dan a Jesús, porque ayudan a comprender como lo vieron las primeras comunidades cristianas:

-Rabbí (Maestro): 9,1

-Luz del mundo: 9,5

-Enviado: 9,7

-El hombre llamado Jesús: 9, 11

-Profeta: 9,17

-Cristo: 9, 22

-Hijo del Hombre: 9, 35

-Señor: 9, 36

Mensaje de solidaridad a la familia comboniana en la emergencia del coronavirus

Comboni
Comboni

Roma, 15 marzo 2020

Día del nacimiento de San Daniel Comboni

“…siento una opresión en el corazón y me veo obligado a volar al cielo con mis ideas, y reflexionar que hay un apoyo más sublime, seguro e infalible que el mío, es decir, que estás mejor colocado bajo el cuidado de Dios, que bajo el mío.” (E 219)

S. Daniel Comboni a su padre por su madre enferma

Queridos hermanos y hermanas,

Os saludamos con afecto en este momento de emergencia que, en nombre de nuestro Señor Jesús y junto a nuestro Padre San Daniel Comboni, nos une más como Familia Comboniana.

Vivimos en una situación sin precedentes, causada por la pandemia del coronavirus, que ya está presente en más de 100 países de los cinco continentes. Uno de los países más afectados es Italia, que está luchando con todos los medios posibles para detener el contagio. Los más vulnerables a los efectos de este virus son los ancianos o los que padecen enfermedades crónicas, categoría a la que pertenecen varios de nuestros hermanos y hermanas.

Esta inesperada situación nos ha dejado perplejos y ha trastornado todos nuestros planes. Nos vimos obligados a tomar medidas preventivas muy estrictas siguiendo las indicaciones de las autoridades competentes.  Este año vivimos la Cuaresma de una manera muy especial, pero el Señor nos acompaña en esta realidad desconocida para la que ninguno de nosotros estaba preparado. Sin embargo, en la debilidad, en la confusión, en el miedo, Cristo se manifiesta en la Cruz, sufre y muere por toda la humanidad: “por sus heridas habéis sido sanados” (1 P 2, 24). Pero más allá de la Cruz creemos que con su Resurrección se abren las puertas de la Vida en su plenitud: “para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10:10). Además, dentro de esta limitación impuesta, estamos llamados a vivir nuestra misión: en primer lugar, compartiendo la vida de nuestros pueblos, en solidaridad con la realidad que viven como un signo de esperanza. En segundo lugar, aunque no podamos celebrar celebraciones litúrgicas y rezar con la gente en ciertas partes del mundo, podemos intensificar nuestra vida de oración personal y comunitaria buscando a Dios que nos habla desde las profundidades.

Este virus ha roto las barreras y fronteras entre pueblos y naciones. Toda la humanidad se siente unida en la misma lucha para detenerlo. Sin embargo, es momento de descubrir nuestra vulnerabilidad. Más allá de nuestras culturas y nacionalidades, todos somos hermanos y hermanas de una única familia humana, peregrinos con un destino común. Por eso sentimos que, como familia comboniana, hoy más que nunca, estamos llamados a vivir más unidos, rezando unos por otros, con una mirada atenta a lo que sucede en todo el mundo porque es parte de nuestro carisma. Ante la impotencia de no poder ayudar a los más necesitados en este momento, recordamos las palabras de San Daniel Comboni: “La omnipotencia de la oración es nuestra fuerza” (E 1969). Que esta crisis nos ayude a reconocer lo que es esencial en nuestras vidas y a ponernos en las manos de Dios.

 Sigamos de cerca la evolución de la situación. Imploramos al Señor de la Vida que proteja a todos sus hijos e hijas en este tiempo de incertidumbre. Agradezcamos al Señor el coraje de todos los que cuidan de los enfermos y especialmente de los que viven en nuestras casas de retiro. También rezamos por todos aquellos que son más vulnerables a los efectos de este virus: los ancianos, los que viven solos, los migrantes, los sin techo y los presos. Que el Señor nos dé toda la fuerza para vivir este momento con responsabilidad, solidaridad y fe.

Novena Comboniana

Oh, Padre,

para mostrar su infinita caridad

en el trabajo de aquellos que dieron sus vidas

para las hermanas y hermanos que sufren,

te pedimos por la intercesión de nuestros Venerables…

Giuseppe Ambrosoli y Giuseppa Scandola,

librar al mundo del flagelo del virus

que azota a pueblos y continentes

sembrando la muerte, el sufrimiento, el miedo, la incertidumbre.

Oh, padre,

muéstranos tu rostro de misericordia…

y sálvanos en tu inmenso amor por toda la humanidad.

Pedimos esto por la intercesión de María,

Madre de la salud,

Tú que vives y reinas con tu Hijo Jesús y el Espíritu Santo

por siempre y para siempre. Amén.

Gloria.

Consejo General de las HMC

Consejo General de los MCCJ

Consejo Central de las MSC

Comité Central LMC

Sed del Dios vivo

Samaritana
Samaritana

Comentario a Jn 4, 5-42 (III Domingo de Cuaresma, 15 de marzo de 2020)

El tercer domingo de cuaresma nos ofrece como lectura evangélica el famoso relato de la Samaritana. Es un relato muy profundo y lleno de simbolismos. A modo de ejemplo, les hago unas breves anotaciones:

1.- Jesús busca un nuevo comienzo. Jesús abandona Judea, debido a la oposición que encuentra, y regresa a Galilea, en busca de un nuevo comienzo, en una región marginada. Jesús, como nos puede suceder a nosotros, ante una dificultad seria, siente la necesidad de volver a empezar “desde cero”. Los fracasos, las decepciones, los obstáculos pueden ser grandes ocasiones de avance en nuestras vidas, si sabemos aprovechar la ocasión, para re-iniciar el camino.

2.- Jesús llega a Samaría, tierra marginada e impura. La Samaritana es una mujer-símbolo; representa a toda esta tierra, que se encontró con Jesús, desde su situación de marginación e impureza. La samaritana nos representa también a nosotros, hombres y mujeres, que arrastramos nuestra propia historia, con el orgullo de lo alcanzado, pero también con los estigmas de los errores cometidos, de las heridas sufridas, de los hábitos que nos esclavizan y que no logramos dominar. La samaritana representa también la insatisfacción del corazón humano, cuando no ha encontrado a Dios.

3.- Encuentro junto al pozo de Jacob.  Jesús y la Samaritana se encuentran junto a un pozo muy significativo, herencia del patriarca Jacob, con muchos significados:

a) El agua como fuente de vida. Dice Isaías: “Sacaréis agua con júbilo de las fuentes de la salvación” (Is 12, 3). La imagen del agua, a la que acuden con tanta frecuencia los profetas, tiene probablemente mucho que ver, no sólo con la natural experiencia de todo ser humano, sino de manera muy concreta con la experiencia del pueblo en el desierto cuando, sediento y desesperado, se rebela contra Dios. Pero éste, por medio de Moisés, saca de la roca agua abundante y cristalina, agua que facilita la vida.

b) El agua como símbolo de sabiduría: Del agua como fuente de vida física, los israelíes pasan pronto a hacer la experiencia de la Palabra de Dios como el “agua” que facilita la vida humana en sus dimensiones más profundas. El libro del Eclesiástico afirma que la Ley del Señor “rebosa sabiduría como el Pisón, como el Tigris en la estación de los frutos; está llena de inteligencia como el Éufrates, como el Jordán en el tiempo de la siega; va repleta de disciplina como el Nilo, como el Guijón en los días de la vendimia” (Eclo 24, 23-25).

c) Jesús pide agua y ofrece el “don de Dios”. Desde la experiencia de la sed física y de la importancia del agua para la vida, Jesús invita a la samaritana a conectar con otra sed más profunda, que seguramente ella también siente, como todos nosotros; una sed de sentido, de amor definitivo, de trascendencia; una sed, que sólo puede saciarse en Dios mismo, fuente de donde brota toda vida, tal como expresan repetidamente los salmistas:

“Oh Dios, tú eres mi Dios, desde el alba te deseo;

estoy sediento de ti, por ti desfallezco,

como tierra reseca, agostada, sin agua…

Tu amor vale más que la vida” (Sal 63)

“Como jadea la cierva,

tras las corrientes de agua,

así jadea mi alma,

en pos de ti, mi Dios

Tiene mi alma sed de Dios,

Del Dios vivo”.

(sal 41)

Para encontrar a Dios es imprescindible tener sed, experimentar la insatisfacción de las aguas comunes que tomamos, de las filosofías, pensamientos, oportunidades, amores, que se nos ofrecen en la vida. A la sed profunda responde Jesús con el don de su Palabra iluminadora, que conduce hacia el conocimiento del Padre; el don de su Espíritu que purifica, alienta y fortalece; el don de una presencia que es amor perdonador, renovador, misericordioso, sin condiciones.

¿Tienes sed de sentido, de amor verdadero, de transcendencia? Dialoga desde tu corazón con Jesús y encontrarás el agua del Espíritu que satisface tu sed.

P. Antonio Villarino

Bogotá