Un comentario a Mt 18, 21-35 (XXIV Domingo ordinario, 13 de septiembre del 2020)
El capítulo 18 de Mateo está dedicado a la vida comunitaria; en ese capítulo Mateo juntó cuatro orientaciones básicas para la convivencia de los discípulos. Recordemos brevemente estas cuatro orientaciones:
-En la comunidad de los discípulos de Jesús el más importante es el que sabe ser como un niño, es decir, el que sabe ser sencillo y humilde, sin protagonismos exagerados ni pretensiones de “prima donna”.
-En la comunidad de los discípulos se da importancia a todos y no se desprecia a nadie; aunque uno solo se pierda, la comunidad hace todo lo posible por recuperarlo.
-En la comunidad de Jesús existe la corrección fraterna, es decir, la ayuda mutua para mejorar. En la comunidad no hay indiferencia, sino cuidado mutuo.
-En la comunidad de Jesús, por fin, existe el perdón sin límites hasta (setenta veces siete).
Sin perdón no hay amor
A este respecto, me gustaría recordar el testimonio de una mujer africana (de Kenya) que, junto con su marido, pertenecía a un movimiento de espiritualidad familiar.
Un día hablando de estas cosas me dijo:
-A mí me parece que las personas que viven solas no pueden hablar del amor.
-¿Por qué? -le dije- todas las personas podemos hablar de algo tan humano como el amor.
-Pero –me completó su pensamiento- quien no vive con otras personas no tiene ocasión de perdonar y ser perdonado, y quien no experimenta el perdón no sabe lo que es el amor.
Me dejó bastante sorprendido la opinión de aquella sensata mujer y me parece que tiene bastante razón. Ciertamente, uno tiene que amar a todo el mundo y uno puede amar, un tanto romántica o idealmente, a personas que están lejos, pero el amor verdadero es el que se experimenta en la convivencia y el roce cotidiano, en la acogida del otro tal como es, con sus dones y sus límites, con su semejanza a mí, pero también con su diferencia… Y en ese amor concreto, de cada día, dada la fragilidad humana, es prácticamente imposible no ofenderse alguna vez. La experiencia nos dice que es muy difícil, por no decir imposible, un amor “químicamente puro”, sin fallas ni errores. Por eso el amor exige paciencia y capacidad de perdonarse mutuamente. Por eso Dios, que es amor, es también perdón.
En la medida en que nos acercamos al amor verdadero, que es Dios mismo, en esa medida vamos aprendiendo a perdonar, de tal manera que, perdón a perdón, el amor se va fortaleciendo y se va haciendo más grande hasta parecerse al de Dios que perdona “setenta veces siete”, es decir, siempre.
Por otra parte, el texto de hoy nos habla de la comunidad como lugar del perdón, de la intercesión y de la de la presencia divina: “Donde dos o más están reunidos en mi nombre, allí estoy yo”.
P. Antonio Villarino
Bogotá