Y el tren sigue. Arriba y abajo de estas vías. Nos detenemos frente a la estación de abajo. De Piquiá de Baixo. Tierra de gente que sufre, olvidada y maltratada. Tierra de explotación, de confusión y de resurrección. Los dragones descritos en el libro del Apocalipsis están ahí. Son cinco. Uno de ellos con 12 cabezas que escupen fuego y hierro formando un río de sangre que nace en el norte y desemboca en el sureste. Cuando la muerte está presente, luchar por la vida no es una elección, es una obligación. La obligación no es luchar por tu propia vida, sino ponerte en la lucha por la vida de los más pobres, los más frágiles, los más pequeños de nuestra sociedad.
Nos sorprende otro tren que pasa a nuestro lado y nos acompaña durante unos buenos momentos. Con su fuerte máquina, sus vagones bien estructurados y sus ruedas capaces de cruzar las fronteras del país, este tren tiene nombre y apellidos: Justicia en los raíles. Justicia es una de esas palabras que admiten muchos significados y significantes. Pero debe ir acompañada de lucha, dedicación y sabiduría. Esta justicia no es como muchas que nos encontramos por ahí, ésta tiene un fuerte propósito: el “nos”. Ni para allá ni para acá. Es “nosotros”. Está donde tiene que hacerse presente. Ahí es donde realmente tiene que estar: en los raíles. Donde podemos ir y venir. Camino correcto y seguro. Pero este apellido es determinante, va donde la justicia es aclamada y es necesaria. Son estos raíles los que guían, los que dirigen, los que conducen, el trabajo abnegado de todos los que se suben al tren de la vida.
Hubo muchas estaciones que nos ayudaron a conocer mejor ese pedazo de tierra y de sueño. El terreno de la gente que trabaja, que hace e insiste. Un sueño soñado por quienes sienten la ardiente llamada misionera, el sueño de muchos y la llamada de todos. Conocemos la escuela que es una familia, que es rural, pero a la que nos lleva el asfalto de la ciudad. Una familia con muchos padres y madres. Sembrar conocimientos, regar con dudas y cosechar vidas. Jóvenes estudiantes con sed de conocimiento, que desconectan de sus familias para vivir conectados al aprendizaje. Educadores que no son profesores. Están más allá. Si tenemos una palabra que representa al que enseña, al que se dedica, al que supera los límites, al que pone cuerpo y alma en el arte de enseñar, al que no mide esfuerzos ni cuenta recursos. Son los misioneros de la educación o educadores en misión.
Desde lejos ya podemos ver la próxima estación. Lleno de gente acogedora. Son los que forman las comunidades de Rosario y Santa Lucía. Son mujeres, hombres y niños. Son ancianos, están postrados en cama y descalzos. Son todos aquellos que nos hacen aprender sobre la vida y sobre vivir. Es una conversación breve, una amplia sonrisa, pero siempre les acompaña un gesto de afecto.
Fue en esta estación donde compartimos la comida, bebimos zumo, mucho zumo, compartimos nuestras angustias y dudas. Fue allí, en ese pedacito de Brasil, donde nos reunimos para aprender, unos con otros, con los que nos acogieron y con todos los demás que se unieron a nosotros en este viaje, bajo las huellas de la humildad y el amor incondicional.
Tranqüillo Dias