Un comentario a Lc 18, 9-14 (XXX Domingo ordinario, 23 de octubre de 2016)
Seguimos con las clases de Jesús sobre la oración. El domingo pasado los protagonistas eran una viuda indefensa y un juez injusto. Jesús nos recordaba que, a diferencia de aquel juez injusto, Dios es un juez justo que se pone de parte del pobre, cuyo grito “atraviesa las nubes” y cuya perseverancia termina dando frutos.
Hoy los protagonistas son un fariseo, pagado de sí mismo, que se cree justo hasta el punto de “despreciar a los demás”, y un publicano, consciente de sus pecados, que “no se atreve a levantar sus ojos al cielo”, tan avergonzado está de sus pecados. Jesús dice que el segundo salió del templo justificado, mientras que el primero salió peor de lo que había entrado.
A mí me parece que la lección de Jesús vale, no sólo para la oración, sino para toda la vida. De hecho, el modo de orar revela nuestro modo de ser. El modo de orar del fariseo revela su arrogancia inconsciente que no le lleva para nada a mejorar sino a empeorar, mientras que el publicano, consciente de su realidad, encuentra misericordia y la capacidad de emprender una nueva vida.
Para ayudar en la meditación, propongo las siguientes reflexiones:
1.- Jesús no nos quiere mediocres, sino “perfectos como el Padre”. A veces parece que confundimos la misericordia y la humildad con la mediocridad o la superficialidad. No. Jesús convoca a sus discípulos a una vida exigente, de obediencia y amor al Padre, de generosidad para con los hermanos. El discípulo de Jesús no se deja llevar por las aguas de la comodidad, la banalidad o la superficialidad, sino que busca crecer continuamente y pasar por la vida “haciendo el bien”, como su Maestro.
2.- Pero la tentación que suele ir con este tipo de opción (que es en sí buena) es la de juzgar a los demás, considerar que “ellos” han permanecido en un nivel inferior de vida y que incluso son culpables por ello. La tentación es señalar con el dedo y decir: “esos no van a Misa”, “esos no ayudan a los pobres”, “esos son adúlteros…”. Parece que para sentirnos bien tenemos que rebajar a los demás. ¡Que fea tentación! Procuremos hacer el bien, sin por eso sentirnos jueces de nadie. Lo que Jesús nos pide no es que no sepamos discernir el bien del mal, sino que no condenemos. Muchas veces nos toca juzgar, discernir, distinguir entre el bien y el mal… pero sin olvidar que sólo Dios puede juzgar.
3.- Por otra parte, no olvidemos de “mirarnos al espejo”. Jesús enseña que el discípulo, aunque busque la perfección espiritual, no debe olvidar su realidad de pecado: “¿Cómo es que ves la mota en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga que hay en el tuyo?” (Lc 6, 41). El conocimiento de sí mismo, si uno no es hipócrita, le lleva a la comprensión de los demás: “Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces verás bien para sacar la mota del ojo de tu hermano” (Lc 6,42).
Jesús nos invita a mirarnos constantemente a nosotros mismos y descubrir las vigas que llevamos en nuestros ojos. Quizá sólo en la medida en que veamos nuestros propios errores seamos de ayuda para los demás. Es fácil ver los errores de los otros, descubrir en qué no funcionan las cosas. Pero es más difícil descubrir los propios fallos y ponerles remedio. Esa experiencia nos debe hacer misericordiosos con los fallos de los demás. No es que dejen de ser fallos, es que uno también tiene los suyos y eso le hace ser comprensivo, humilde para pedir perdón y dejarse perdonar.
De hecho, una de las cosas más difíciles, a mi juicio, es la de dejarse perdonar. Reconocer que no somos perfectos, que pecamos, y que necesitamos la benevolencia de los demás y, por supuesto, de Dios. La experiencia de la misericordia nos hace testigos de la misericordia.
Precisamente hoy es el Día Mundial de las Misiones (DOMUND), que este año tiene por lema “Iglesia misionera, testigo de la misericordia”. El misionero no es un ciego arrogante, falsamente orgulloso de sí mismo, sino un pecador que ha experimentado misericordia y da testimonio de ello.
P. Antonio Villarino
Quito