Un comentario a Jn 10,27-30 (Cuarto domingo de Pascua, 17 de abril de 2016)
Leemos hoy unos pocos versículos del capítulo 10 de Juan, que forman parte de una fuerte polémica entre Jesús y las autoridades de su pueblo, que muy pronto le matarían, porque no quisieron reconocerlo como Mesías.
Ante la oposición tenaz de aquellos “falsos pastores”, que, como denunciaba ya el profeta Ezequiel, pensaban en sí mismos más que en el pueblo, Jesús afirma que “sus ovejas” reconocen su voz y entre él y los suyos se establece una alianza irrompible de vida eterna.
Tengo un amigo ciego que, cuando voy a visitarlo, incluso después de mucho tiempo, me reconoce enseguida, apenas lo saludo desde lejos. Es que él, más que mis palabras, reconoce el timbre de mi voz, mi manera de hablar. Apenas me oye, mi voz encuentra un eco en su memoria y él me reconoce y me acoge como a un amigo. De hecho, mi timbre de voz denota mi personalidad y mi historia, mucho más que las palabras con las que, frecuentemente, pretendo esconder la verdad de mí mismo. Lo mismo sucede –dice Jesús– entre él y “los suyos”.
A veces pensamos que debemos convencernos –o convencer a otros– de la verdad religiosa. Pero no se trata de convencer a nadie, porque la belleza, la verdad y el bien se reconocen por sí mismos. Los que son sinceros ante Dios, los que tienen un corazón puro y abierto, al escuchar la voz de Jesús, lo reconocen como el pastor que les lleva a la verdad, al amor, al perdón, a la generosidad y se corresponde con sus deseos más profundos, inscritos en su ADN espiritual. No les hacen falta muchas más explicaciones: La voz de Jesús encuentra en ellos un eco, se saben del “mismo rebaño”, se reconocen como hijos de Dios. Por eso entre ellos se establece una sintonía, una alianza, una amistad que es la base de la vida eterna, la vida de Dios.
Por el contrario, aquellos que han recubierto su corazón de orgullo, vanidad o mentira, no encuentran dentro de sí mismo el eco de la voz del Buen Pastor y lo rechazan.
Esto lo cuenta en pocas palabras Etty Hillesum, una conocida judía holandesa, muerta en Auschwitz en 1943. Era una joven atea, que llevaba una vida bastante confusa, pero a un cierto momento decide acompañar libremente a los judíos encarcelados, para ayudar en lo que pueda. Un día siente la necesidad de arrodillarse porque reconoce el eco de Dios en su interior. Así lo escribe en su Diario:
“26 de agosto (1941), martes tarde. Dentro de mí hay un manantial muy profundo. Y en este manantial está Dios. A veces logro alcanzarlo, pero más frecuentemente está cubierto de piedras y arena: en aquel momento Dios está sepultado, hay que desenterrarlo de nuevo”
(Diario, 60; Citado por el Card. Ravasi, L’Osservatore Romano, 17 de enero 2013).
¿Descubro el manantial que hay en lo profundo de mí mismo? ¿Hay demasiada basura tapándolo? ¿Están mis oídos y mi corazón suficientemente limpios para reconocer la voz del Buen Pastor?
P. Antonio Villarino
Madrid
Es verdad. Lo que nos preocupa el número. Que pocos somos, que poca gente viene a la celebración, etc, etc. Los pocos o muchos que somos o acudimos, lo que nos debe preocupar es el reflle¡jo que damos de la Vedad y la Vida que nos sustenta y anima. No hace falta palabras, solo SER. Como Aquel que le dijo a Moisés: “Yo SOY”.