Un comentario a Jn 1, 6-8,19.28 (III Domingo de adviento, 17 de diciembre del 2017)
La liturgia nos presenta hoy de manera contundente el testimonio de Juan (el Bautista), tal como lo presenta el evangelista Juan en su primer capítulo. El evangelista introduce en el contexto del grandioso prólogo-himno de inicio sobre el “Logos-Palabra” que “estaba junto a Dios”, la figura carismática de un Juan muy humano, casi como un modo de conectar la eternidad con la historia concreta del pueblo de Israel.
Juan (el Bautista) apareció en el momento de confusión y desorientación que vivía su pueblo como un vigía, como un profeta que llamaba a reconocer la realidad y a reaccionar buscando un cambio radical, aunque reconociendo su incapacidad para producir dicho cambio.
Él “no era la luz, sino testigo de la luz”. No era el Mesías, tampoco era el profeta esperado. Era
“La voz del que clama en el desierto:
Allanen el camino del Señor”.
Desde su retiro en las orillas del Jordán, desde su deseo profundo de que se produjese un cambio radical en la vida de su pueblo, desde su absoluta humildad, desde la confianza de que Dios no abandonaría a su pueblo, el Bautista mantenía las “antenas” de su espíritu abiertas y alerta para descubrir los signos de Dios en la historia. Por eso, cuando oyó hablar de Jesús de Nazaret, reconoció en él al Mesías, al que bautizaría en espíritu y verdad, al “cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.
El reconocimiento del Bautista llevaría a otros a seguir las huellas de Jesús y sembrar las semillas de un nuevo pueblo de Dios, un pueblo guiado por la Palabra eterna del Padre que se hizo persona concreta en Jesús de Nazaret.
Al contemplar la figura profética y lúcida de Juan el Bautista, también nosotros tratamos de comprender de qué manera Dios se nos hace presente hoy entre nosotros en su Palabra eterna hecha temporal, concreta, personalizada en la Palabra escuchada cada domingo en la Eucaristía. En eso consiste precisamente la Navidad: en que acojamos la Palabra eterna en la precaria historia concreta de nuestra vida temporal.
P, Antonio Villarino
Bogotá