Un comentario a Mt 3, 1-12 (II Domingo de Adviento, 4 de diciembre del 2016)
Concluído lo que se conoce como “el evangelio de la infancia” (capítulos 1 y 2), Mateo da un salto en el tiempo y nos traslada hasta los tiempos del Jesús adulto, contándonos la aparición de su predecesor Juan Bautista, que predica en el desierto de Judea la necesidad de un profundo cambio de mentalidad y de conducta. A raíz de la lectura de este texto del evangelista Mateo, les propongo las siguientes reflexiones:
1.- Una sociedad corrupta y confundida
Juan Bautista se entronca en una tradición espiritual muy rica y recoge una antigua y siempre nueva esperanza, representada, entre otros, por los profetas Isaías y Elías. Pero su aparición no se produce en un vacío sociológico, sino todo lo contrario: Juan aparece como una respuesta a una situación que vive la sociedad, marcada por el colonialismo militarista y abusador de los romanos, así como por una ritualización excesiva e hipócrita de la religión. La sociedad vivía un tiempo de confusión, en el que los valores no estaban claros y los más “vivos” y corruptos “engordaban”, mientras que los pobres eran despreciados y “malvivían”, dudando entre la tentación de sentirse abandonados y la íntima esperanza de que por fin el Dios de sus padres se hiciese presente como su defensor y abogado.
A mí me parece que algo parecido estamos viviendo ahora, una época en la que tampoco faltan la corrupción, el abuso, una cierta confusión y la doble tentación de prescindir de Dios o de practicar una religiosidad falsa.
2.- El movimiento de Juan: Es hora de cambiar
En esa situación Juan se siente llamado a convocar al pueblo a una “conversión”, a un profundo cambio de mentalidad y de conducta, porque “ha llegado el Reino de los cielos”, es decir, porque Dios quiere reinar en su pueblo. Juan es un apasionado de Dios y de su justicia, por eso se siente en la obligación de provocar a sus oyentes y meterles presión, para que no sigan instalados en la desesperanza, en el conformismo, en una rutina ritual y estéril o, lo que es peor, en el abuso y en la injusticia. Ante el llamado de Juan, se producen dos reacciones:
-Unos se bautizan, es decir, reconocen sus pecados y se someten a un rito de purificación con la decisión de cambiar de vida;
-otros –los fariseos y saduceos– piensan que nada tiene que cambiar y que basta con mantener las formalidades religiosas de la tradición, pero sin que afecte a sus vidas. Contra estos Juan reacciona con gran severidad, anunciándoles que “todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego”.
Podemos preguntarnos a cuál de estos dos grupos pertenecemos nosotros. ¿Estamos dispuestos a aprovechar el tiempo de Adviento para reconocer nuestros pecados, purificarnos y buscar un cambio en nuestras vidas o preferimos ocultarnos en en el actual carrusel consumista de la “Navidad”, tan ritualista, vacía y falta de sentido y de verdad?
3.- La promesa de Jesús: Espíritu y Fuego
Juan predica con pasión y propone un gran cambio o conversión. Pero, al mismo tiempo, reconoce que eso no basta. De hecho, una exigencia moral, sin Espíritu, se vuelve triste y esclavizante. Por eso el “bautismo con agua en señal de conversión” no es más que la preparación para que Jesús bautice “con Espíritu Santo y fuego”, un bautismo que produce cambio alegre y lleno de vida. Este texto me recuerda al de las bodas de Caná, donde faltó el vino (del Espíritu); fue Jesús el que transformó el agua (nuestros esfuerzos de conversión) en el vino (Espíritu) que nos alegra la vida. El vino no es otra cosa que el amor de Dios que da a nuestra vida alegría y plenitud.
Este tiempo de Adviento es un tiempo de conversión, de “llenar las tinajas” con nuestra buena voluntad de conversión; pero es también un tiempo de oración y de apertura para que Dios nos “bautice con Espíritu”, es decir, nos llene con su amor purificador e iluminador. Navidad sucede siempre que este amor es acogido en nuestra vida. Cuando eso sucede, el agua se convierte en vino, la conversión se hace gracia y Juan deja paso a Jesús, como gran referente de todo lo que somos, pensamos y hacemos. En él encontramos sentido, plenitud, amor fecundo y definitivo.
P. Antonio Villarino
Quito