Un comentario a Jn 8,1-11 (V Domingo de Cuaresma, 13 de marzo de 2016)
El evangelio de hoy nos habla de la mujer que, condenada a ser apedreada por adúltera, se encuentra, gracias a Jesús con una nueva posibilidad de vida. Vayamos por partes:
1. La situación de Jesús. Estamos en plena fiesta judía de las chozas y los fariseos no quieren aceptar a Jesús, que se refugia en el monte para orar. Antes de narrar este episodio, el evangelista sitúa a Jesús en actitud de Maestro: sentado y rodeado de la gente, enseñando.
2. El pecado. Hay un pecado muy claro. Algunas veces se habla de una pobre mujer atrapada por una ley injusta. Creo que es una visión ligera, con algo de pancarta supuestamente revolucionaria. A mi modo de ver, el problema que se plantea es más serio. Es un hecho social que el adulterio rompe muchas familias y contribuye a destrozar el tejido social de pacífica convivencia y colaboración en una comunidad humana determinada. El Antiguo Testamento, como otras sociedades, se protege con una ley que castiga duramente este atentado a la convivencia. La narración no hace mención del hombre, pero el Deuteronomio manda castigar a los dos adúlteros (Dt 22, 23-24).
3. La mujer. Se trata probablemente de una mujer joven que quería experimentar el amor; libre y voluntariamente corrió el riesgo, suponiendo que no iba a ser descubierta o que merecía la pena correr el riesgo. No es nada extraño, ya que son muchas las personas –quizá todos nosotros– que por un poco de afecto son capaces de “vender su alma al diablo”, confiando quizá en que las cosas no lleguen a complicarse, como frecuentemente sucece.
El pecado no es querido nunca en sí mismo, sino que es una manera equivocada de buscar el amor. En la mujer, como en todos nosotros, habría la doble tendencia de que habla San Pablo: “La carne tiene deseos contrarios a los del espíritu, de forma que no hacemos lo bueno que deseamos, pues el espíritu y la carne luchan constantemente” (Gal 5, 17).
En todo caso, el primer paso para salir de un posible atolladero, de una situación de pecado, es reconocerlo, aceptar que uno está en tan situación. Sin esa aceptación, humilde y realista, no es posible salir hacia otra situación.
¿Reconocemos nosotros nuestro pecado o somos incapaces de admitir en qué hemos metido la pata? ¿Nos justificamos, apoyados en que la ley no está clara, en que ahora no se sabe lo que está bien o está mal, en que uno es fruto de la realidad social y comunitaria?
4. Los fariseos y su pregunta. A los fariseos no les interesa ni la ley ni la vida de la mujer. Todo eso es algo que se presta a la manipulación para deshacerse de un contrincante molesto. Es algo que se practica mucho hoy: Manipular supuestas causas positivas (pacifismo, feminismo, libertad) para evitar la propia necesidad de hacer opciones profundas o para emprender la propia conversión. ¿Estamos entre los fariseos que ocultan su falta de conversión bajo pretextos ideológicos o de otro tipo? ¿Somos nosotros de los que condenan fácilmente a los otros, casi como una manera de escapar de nuestra propia responsabilidad?
5. La actitud de Jesús. Es interesante que Jesús no hace grandes discursos. Sus palabras son muy escuetas, alcanzando tres niveles:
-Un gesto que reconoce el pecado como una experiencia universal. A veces cuando pecamos, tenemos un sentido exagerado de la enormidad de lo que hemos hecho. Nos abruma el orgullo herido de que precisamente nosotros hayamos hecho eso. ¿Cómo es posible que hayamos caído tan bajo? ¡Qué vergüenza tener que confesarlo!
Más que el pecado mismo nos duele el hecho de que se sepa, de que nuestra imagen sufra a los ojos de los otros. Jesús, con su simple gesto, dice: Ella no es tan diferente de nosotros. Por eso invita a no juzgar y a no abrumarse. Simple realismo: ni soy inocente, ni me he convertido en la personificación del mal.
-Una palabra liberadora: “Yo tampoco te condeno”. Es difícil decir una frase más corta y más liberadora, una palabra que acompaña al gesto para reafirmar su valor liberador.
¿No les pasa a ustedes que uno va a confesarse, siempre un poco avergonzado, y no tiene ninguna gana de que el cura le eche un sermón? Si uno ya sabe todo eso que le dicen… Uno sólo espera que le digan: Tus pecados son perdonados. Y a otra cosa.
-Una palabra de futuro: “Puedes irte y no vuelvas a pecar”. Su pecado llevaba acarreada la muerte física. No tenía ningún futuro. Pero Jesús le dice: La vida no ha terminado, se puede empezar de nuevo. En ella se cumple la promesa bíblica: Haré surgir ríos en el desierto y labraré surcos en el mar. El perdón se convierte en alegría y compromiso, tal como lo expresa el bello salmo 50:
“Hazme sentir el gozo y la alegría,
y exultarán los huesos quebrantados…
Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio,
Renueva dentro de mí un espíritu firme…
Devuélveme el gozo de tu salvación,
Afirma en mí un espíritu magnánimo”.
P. Antonio Villarino
Madrid