Comentario a Mc 7, 31-37 (Domingo XXIII T.O., 6 de septiembre del 2015)
En la lectura de hoy Marcos presenta a Jesús en territorio “pagano”, donde habitaban personas que no seguían las prácticas religiosas judías, que eran las suyas. Pero, más allá de las diferencias religiosas o culturales entre los habitantes de la Decápolis y los de Nazaret o Jerusalén, Jesús encuentra a un hombre concreto, con un problema “humano”, que afecta por igual a creyentes y no creyentes, ricos y pobres, cultos y analfabetos: es sordo y mundo.
Parece bastante evidente que este caso concreto de un sordo mundo en territorio pagando es, en la intención del evangelista Marcos, un signo evidente de la misión e Jesús.
Él usa el poder-amor de Dios (simbolizado en la imposición de manos) para liberar al ser humano de su sordera (su incapacidad para escuchar a Dios y a los demás, su egoísmo y orgullo auto-referencial, centrado en sí mismo) y de su mudez (su incapacidad para decir palabras comprensibles, su incomunicación, su incapacidad para decir la verdad que vive).
Cuando era joven sacerdote, conocí un niño de diez años al que todos consideraban sordo-mundo, hasta que una joven religiosa comenzó a prestarle mucha atención, a seguirlo de cerca, a mostrarle un amor concreto, sincero, gratuito y constante. Después de un tiempo, la hermana se dio cuenta de que el niño tenía un problema en el oído y lo llevó al médico; resuelto el problema, el niño comenzó a escuchar palabras y a repetirlas, dejando de ser sordomudo. Pensé entonces en la el gran poder del amor, capaz de poner en marcha procesos liberadores.
Sabemos que en la mayoría de los casos no es así. Que frecuentemente la sordera y la mudez no tienen solución, aunque, gracias a Dios, hay muchas maneras de superar la incomunicación. Pero, como en el Evangelio, el problema no reside tanto en la incomunicación física cuanto en otro tipo de incomunicación: aquella que nos lleva a cerrar los cauces de comunicación y de amor con miembros de la propia familia, con miembros de la comunidad, con personas de otras culturas, de otras ideas políticas o de otras religiones…
Frecuentemente nosotros nos volvemos “sordos” y “mudos” en el corazón de nuestra personalidad: Nos negamos a escuchar lo que los otros nos tienen que decir y, por eso mismo, no tenemos una palabra sincera, auténtica, liberadora para los demás.
Todos recordamos el pasaje de Emaús, en el que Jesús camina con los discípulos, escucha sus inquietudes y, sólo después, les comparte unas palabras iluminadoras.
A veces parece que nuestras propias comunidades eclesiales son sordas y mudas: no quieren escuchar los gritos de la humanidad (emigrantes, prófugos, jóvenes, parejas rotas, mujeres…), ni a los profetas de nuestro tiempo que nos muestras caminos de libertad y solidaridad. Esa “sordera” nos hace también “mudos”, incapaces de decir palabras significativas, constructoras de humanidad.
Una Iglesia misionera es una Iglesia que escucha, libre de la sordera del orgullo y de la arrogancia. Sólo así podrá ser liberadora.
En la Eucaristía Jesús nos toca con su cuerpo. Pidámosle que cure nuestra sordera y libere nuestra lengua para que podamos ser sus misioneros, curados y capaces de curar a otros miembros de nuestra humanidad. Y en ello encontremos un camino cada vez más claro hacia la comunión con el Padre.
P. Antonio Villarino
Roma