Laicos Misioneros Combonianos

El maestro interior

Un comentario a Jn 16, 12-15 (Solemnidad de la Santísima Trinidad, VIII domingo del tiempo ordinario, 22 de mayo de 2016)

vigo-hermanitas++++Después de la fiesta de Pentecostés, la Liturgia católica comienza lo que se llama “tiempo ordinario”, pero con un tema de meditación nada “ordinario”, ya que se contempla el misterio de la Santísima Trinidad, uns realidad insondable, a la que solamente podemos acercarnos “a tientas” y “como en un espejo”, por usar una expresión de San Pablo.

Como guía para la contemplación de este misterio, se nos ofrece un breve pasaje del evangelio de Juan en el que se nombra a Jesús-Hijo, al Espíritu y al Padre. Es decir, se menciona a las tres personas divinas.

Como siempre, esta lectura evangélica puede leerse enfatizando uno u otro aspecto, según el momento que vive cada uno o la comunidad a la que pertenecemos, ya que la Palabra de Dios es viva y eficaz, precisamente porque en ella nos habla Jesús, que, por medio de su Espíritu, nos comunica el amor del Padre.

Por mi parte, quisiera detenerme en la promesa que Jesús nos hace de conducirnos hacia la verdad plena:

“Tendría que deciros muchas más cosas, pero no podréis entenderlas ahora. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa. El no hablará por su cuenta, sino que dirá únicamente lo que ha oído, y os anunciará las cosas venideras. El me glorificará, porque todo lo que os dé a conocer, lo recibirá de mí. Todo lo que tiene el Padre es mío también; por eso os he dicho que todo lo que el Espíritu os dé a conocer, lo recibirá de mí” (Jn 16, 12-15).

La historia humana no se ha acabado con la vida de Jesús en Palestina. La creación continúa “creándose”, el amor del Padre sigue actualizándose con cada ser humano y con cada generación; y la enseñanza de Jesús sigue germinando como una semilla cuya vitalidad sigue fuerte por la acción del Espíritu, que lo comparte todo con el Padre y con el Hijo.

En el Libro de los Hechos de los Apóstoles podemos comprobar como los discípulos, que habían vivido pocos años antes con Jesús, no tenían todos los problemas resueltos de antemano, sino que debían discernir continuamente qué hacer y cómo hacerlo. Cuando las viudas griegas se quejaron por falta de atención, los discípulos “inventaron” los diáconos o servidores de los pobres. Cuando los gentiles empezaron a querer entrar en masa en la Iglesia, que era judía, tuvieron que discernir y decidir, “ellos y el Espíritu Santo”, qué hacer.

Así el Espíritu les iba conduciendo -en libertad, responsabilidad y creatividad- a la “verdad plena”, que no es una verdad monolítica, aprendida de una vez para siempre, sino la verdad del amor de Dios que va respondiendo a cada situación y circunstancia.

Desde entonces son muchos los creyentes que hacen experiencia de esta presencia del Espíritu. Hace unos días una religiosa de 90 años me contaba el origen de su vocación. Pocos meses antes de casarse, en el momento de la comunión, experimentó una presencia del Espíritu tal que tuvo claro que su vocación no era la vida casada sino la vida religiosa, que ese era el camino que el Padre le preparaba para ser feliz, para amar y ser amada… Siguió esa inspiración y encontró la plenitud de su vida.

Estoy seguro que el Espíritu nos habla a todos y a todas en este momento de nuestra vida. Lo hace a través de la Palabra, de una celebración, de un encuentro. Pero sobre todo lo hace desde el snatuario de nuestra conciencia personal, donde nos habla el “maestro interior”, si sabemos guardar silencio, evitar los ruidos y abrirnos a esta presencia. Ojalá todos nosotros sepamos buscar esos espacios de interioridad, en los que escuchar la suave brisa del Espíritu, que nos conduce a la verdad plena.

P. Antonio Villarino
Quito

Diez manifestaciones del Espíritu

Solemnidad de Pentecostés (15 de mayo de 2016)

P1010023Al hacer memoria de la experiencia de Pentecostés, es decir, de la presencia del Espíritu Santo en la vida de las primeras comunidades, propongo un breve recordatorio de algunos signos de esta presencia, según las Escrituras:

1.- Ebriedad:
-El Espíritu rompe los límites de una vida estancada y anodina, dando un entusiasmo casi embriagador; rompe las barreras étnicas o religiosas, acumuladas en siglos para crear una nueva koinonia (comunión): “No estamos borrachos a esta hora de la mañana” (Hech 2, 1-21);
-Supera las limitaciones de la persona, como le promete el profeta a Saúl: “Te invadirá el Espíritu del Señor… y te convertirás en otro hombre” (1 Sam 10,6)
Cuando alguien tiene una experiencia de ser “invadido” por el Espíritu, la gente pregunta: ¿Y a éste qué le pasó? Cuando una mujer está embarazada, se le nota en la lucidez de su rostro. Cuando uno veía de cerca a la Madre Teresa de Calcuta, se decía: ¿Qué tiene de especial? Me pregunto si muchas veces nosotros no nos hemos vuelto demasiado “sobrios”, previsibles, maniatados por la rutina y el escepticismo. Necesitamos que el Espíritu nos “emborrache”, nos libere de nuestras ataduras.

2.- Confianza:
-“No habéis recibido un espíritu que os haga esclavos, bajo el temor”, decia San Pablo (Rm 8, 14-15). Decía también: “Sé de quien me he fiado”.
-El Ángel dijo a María: “No temas. El Señor está contigo, su Sombra descenderá sobre ti”.

3.- Interioridad:
-El Espíritu nos hace conocer a Dios desde dentro, no como una imposición externa (1Cor 2, 10-12) o como algo aprendido de otro.
-María guardaba todo en su corazón, dice Lucas.
En este tiempo vivimos muy preocupados por la imagen de nosotros mismos, de nuestra comunidad, de nuestra patria, olvidando que lo importante no es lo que aparentamos sino lo que somos. ¿Vivimos desde fuera o desde dentro de nosotros mismos? El ejemplo de Benedicto XVI, al renunciar al papado, fue precisamente el de quien tiene una riqueza interior tan grande, que le permite ser libre y sereno en las más grandes dificultades.

4.- Sensibilidad:
El Espíritu da sensibilidad en dos direcciones aparentemente opuestas, pero que son parte de la misma realidad: por un lado, nos hace sensibles a lo bello en todos sus sentidos (la naturaleza, la música, la poesía, un gesto elegante…); y, por otro, nos hace sensibles al dolor del otro: “Vuestras alegrías son las mías y vuestras penas también son las mías”, dijo Comboni en Jartum. El Buen Samaritano, movido por el Espíritu, es sensible y se para ante el desventurado y se pone a su servicio(Lc 10, 30.37).

5.- Diálogo:
-Cuando estamos movidos por el Espíritu podemos entrar en diálogo profundo, yendo más allá de las apariencias y superficialidades, como hizo Jesús con la mujer samaritana (Jn 4).
– El Espíritu produce hombres inspirados, capaces de hablar lenguas (Hech 2, 4), es decir, de entenderse, más allá de las diferencias linguísticas y culturales;
El diálogo requiere “técnicas” y método, pero, sobre todo, dejarse llevar por el Espíritu.

6.- Alegría:

“Alégrate, llena de gracia” (Lc 1), fue el mensaje del Ángel a María al anunciarle que el Espíritu la cubriría con su sombra. La alegría es la característica que este Papa quiere dar a nuestra Iglesia.

7.- Resiliencia/Resistencia:

A veces parece que el Reino de Dios no llega. ¿En qué ha quedado la promesa? “Para el Señor mil años son como un día” (2Pe 3, 3-9), decía Pedro a los cristianos que se impacientaban por el mal en el mundo.

8.- Gratuidad:

No todo tiene un precio. El amor es gratuito, don sin contrapartida. Recordemos la contraposición entre la lógica de los perfumes (la mujer que derrama un frasco de perfume en los pies de Jesús) y la lógica del dinero (Judas)(Mc 14, 3-9).

9.- Curación, conversión, perdón (Hech 3,7; 5,12; 9, 32-43).

El Espíritu nos lleva a superar el pecado en el perdón del Padre, a cambiar de vida, a ser sanados de nuestras enfermedades humanas.

10.- Dinamismo misionero:
Los apóstoles actúan con fidelidad a Jesús, el Maestro, del que hacen memoria continuada. Pero, al mismo tiempo, actúan con gran libertad y decisión, caminando incluso por caminos que Jesús no había previsto. Por eso su fidelidad es creativa, abierta, sin complejos ni rigideces. No tienen miedo a separarse del Maestro o alejarse de Él, porque sienten que su Espíritu les acompaña y les habita, tal como les había prometido. “Estaré con vosotros hasta el final de los tiempos”.
Cuando se pierde el Espíritu, el discípulo divaga (inventa su propia Iglesia) o se convierte en un cadáver, supuestamente fiel, pero muerto, sin vida, sin una palabra iluminadora, sin signos de liberación, sin comunión auténtica, sin misión. La Iglesia, si es habitada por el Espíritu, no tendrá miedo a innovar, a dar respuestas nuevas a problemas y situaciones nuevas. Respuestas que ella no las daría por sí misma, como en el caso del concilio de Jerusalén, pero que, llegado el momento, se siente con autoridad para darlas.
P. Antonio Villarino
Madrid

Una alegría resistente

Un comentario a Lc 24, 46-53 (8 de mayo de 2016; Ascensión del Señor)

papa_francisco_Leemos hoy los últimos versículos del evangelio de Lucas, que sorprendentemente termina con las siguientes palabras:

Se volvieron a Jerusalén con alegría y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios”.

El mismo Lucas en su segundo libro, Los Hechos de los Apóstoles, explica un poco más el ambiente que reinaba en aquella primera comunidad de discípulos cuando el Maestro ya no estaba con ellos:

“Unánimes y constantes, acudían diariamente al templo, partían el pan en las casas y compartían los alimentos con alegría y sencillez de corazón; alababan a Dios y se ganaban el favor de todo el pueblo”.

Alguien ha dicho que esta descripción lucana del ambiente positivo, alegre, orante, fraterno y lleno de “bendición ” de las primeras comunidades es una visión utópica y poco realista, porque la realidad suele ser bastante más prosaica y llena de sombras, sin que falten los conflictos, las traiciones y los pecados.
Pero Lucas no ignora esta realidad. Por el contrario,en el texto que leemos hoy, se nos recuerda que “el Mesias padecerá”. De hecho, Jesús padeció y murió, fue insultado, traicionado y negado. De hecho, padecieron los primeros discípulos, que fueron perseguidos y asesinados y contaron también con traidores y pecadores entre sus filas.

Así sigue sucediendo también con nosotros. La vida no siempre es de color de rosas. La vida es una lucha, en la que no faltan los sufrimientos, las separaciones, las batallas perdidas, las traiciones y los pecados, propios y ajenos. Pero nada de eso tiene la última palabra. Jesús concluyó su paso por este mundo bendiciendo, encomendando a los suyo la misión que tenía en el corazón y prometiendo el Espíritu Santo. Por eso la Ascensión es una separación, pero con una presencia que continúa, una presencia que da alegría, fidelidad, misión.

En cada etapa de nuestra vida personal o familiar, en cada época de la historia tenemos que renovar nuestra fe en esta promesa del Espíritu, en el triunfo de Dios, en la victoria del amor, de la verdad y del bien. En esa promesa y en esa esperanza está anclada nuestra fidelidad, nuestra alegría y nuestra determinación de continuar la Misión. Ante cada nueva batalla sabemos que el Espíritu prometido por Jesús no nos fallará, sino que estará con nosotros y nos impulsará a ser testigos y anunciadores de cambio y conversión.

Esa certeza íntima nos da una alegría resistente, que no se apaga y nos lleva a vivir siempre bendiciendo, anunciando el perdón de los pecados, testimoniando el permanente amor misericordioso del Padre de Jesús y padre nuestro, creando fraternidad, hasta que concluyamos, como Jesús, retornando al seno del Padre, donde ninguna vida se acaba sino que se transforma.

P. Antonio Villarino
Madrid.

Obras son amores y no buenas razones

Un comentario a Jn 14, 23-29 (VI Domingo de Pascua, 1 de mayo de 2016)

vigo-hermanitas++++

El texto que leemos hoy forma parte de los discursos de despedida de Jesús en el evangelio de Juan. El texto, que hay que leer como un gran testamento de amor que Jesús deja a sus amigos y discípulos, se presta a muchas reflexiones. Yo me detengo apenas en una de sus frases: “El que me ama guardará mi palabra… El que no me ama no guarda mis palabras”.
Todos estamos de acuerdo que el amor, en todas sus dimensiones, es la esencia de la vida. Pero, mi modo de ver, el amor puede estar falseado por dos actitudes contradictorias: un “eficientismo”, que todo lo cifra en “obras”, sin tener en cuenta los sentimientos, las palabras, las sonrisas, la mirada…; y un “espiritualismo” o “sentimentalismo”, que todo lo cifra en palabras bonitas, arrumacos o apariencias, sin hacer nada concreto.
Sin embargo, el amor tiene que tener estas dos dimensiones complementarias:

1) El amor debe ser concreto, hecho de obras y actitudes concretas, que buscan el bien de la persona amada (sea Dios mismo, sea mi esposo o esposa, sea mi comunidad o cualquier persona. Jesús dice: “El que me ama, guarda mi palabra, cumple mis mandatos”. San Pablo concreta aun más:

“El amor es paciente y bondadoso: no tiene envidia, ni orgullo ni jactancia. No es grosero, ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal” (1Cor 13,4-5).

Y Santiago es mucho más concreto y “tierra-tierra”:

“Si un hermano o una hermana están desnudos y faltos del alimento cotidiano, y uno de vosotros le dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les da los necesario para su cuerpo, ¿de qué le sirve?” (Sant 2,15-16).

En esta línea de pensamiento, podríamos concluir: Tú dices que amas a tu esposa o esposo (o tu comunidad), pero no le ayudas en su vida concreta o no la comprendes en su manera de ser, ¿de qué le sirve tu amor? Tú dices que amas a Dios, pero no le haces caso a sus mandamientos, no haces nada por los pobres, no ayudas en la Iglesia, ¿es verdadero tu amor?

2) Por otra parte, el amor es mucho más que sus manifestaciones concretas. Sin hechos no hay amor, pero los hechos no bastan, porque pueden estar contaminados de orgullo, egoísmo, afán de ser importantes, afán de dominio… El amor es algo más,quizá intangible, pero muy real. Es una implicación de vida, es una cercanía incondicional a la otra persona, incluso cuando uno no puede hacer nada por el otro, por las circunstancias en las que vive. Por eso San Pablo dice también:

“Aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada mi sirve” (1Cor 13,3).

En este sentido, Jesús alaba a aquella mujer que hace un gesto totalmente “inútil” derramando un frasco de perfume caro para honrar a Jesús. Es que el amor no siempre es eficiente, no siempre es calculador, no siempre es “lo más útil”. El amor es un gran don que no puede “comprarse ni venderse”. El amor es, en buena parte, un don del Espíritu Santo que Jesús prometió a los suyos.

Como decía el abbé Pierre, “la vida es un poco de tiempo que Dios nos ha regalado para aprender a amar”. A vivir se aprende viviendo y a amar se aprende amando. Y en la medida que aprendemos a amar, no de palabra sino de verdad, hacemos experiencia del Padre que “habita en nosotros”, de Jesucristo que nos ilumina con su Palabra y del Espíritu que nos hace crecer continuamente en ese amor.
P. Antonio Villarino
Madrid

“Tú vales mucho para mí”

Un comentario a Jn 13, 31-33ª. 34-35 (V Domingo de Pascua, 24 de abril de 2016)

MinoCenaEcologicaEl breve texto que leemos hoy forma parte de los discursos que Juan pone en boca de Jesús durante su última cena, cuando se despide de sus discípulos con una especie de testamento. En estos versículos de hoy se usan dos términos de gran espesor significativo: Gloria y Amor. Detengámonos un poquito en cada uno de ellos.

a) La gloria: “Glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique a ti”.
Según el Vocabulario Bíblico de León-Dufour, el término “gloria” significa algo así como “peso”, “espesor”, importancia, respeto que se inspira. En ese sentido, la expresión “glorifica a tu hijo” significa “reconócele la importancia” (que otros no quieren reconocerle), “dale la estima” que se merece. De hecho, esta “gloria”, estima o importancia a los ojos propios y de los demás es algo que todos buscamos afanosamente. Sin eso parece que no somos nadie, casi como que estuviéramos “muertos” socialmente.

Pero la pregunta es: ¿qué es lo que me hace importante y valioso ante mí mismo y ante los demás? ¿Cuál es la base para mi “gloria”? Según la Biblia, algunos ponen la base de su “gloria” en lo siguiente:
-las riquezas, como en el caso de Abraham (Gn 13, 2)
-la elevada posición y “autoridad” social, como José en Egipto (Gen 45, 13)
-el poder e influencia que irradia una persona (Is 17, 3ss)
-el resplandor de la belleza, como en Aarón (Ex 28,2)
-la dignidad, como la del ser humanos “coronado de gloria” (Sal 8, 6).

En contraposición con estas actitudes, al final de su vida, a la hora de entregar su “testamento”, Jesús proclama que su “gloria” (su auto-estima, su importancia) se basa solamente en Dios, no en el éxito, ni en el triunfo humano, ni en las riquezas, ni en un grupo poderoso de amigos, ni en la eficacia de su metodología apostólica o sus estudios bíblicos… solamente en Dios. El sentirse en comunión con el Padre es lo que le hace sentirse “glorificado”, “reconocido”, “estimado”, “valioso”, como dice Isaías:

“Tú vales mucho para mí,
Eres valioso y te amo…
No temas que yo estoy contigo”
(Is 43, 3-4).

b) El amor: “Como yo os he amado, amaos también unos a otros”
La “gloria de Dios es el hombre”, dijo San Ireneo. Dios se siente “reconocido” cuando el hombre encuentra su “gloria”, su importancia. Y esto sucede cuando los seres humanos e reconocen y se aman mutuamente. Jesús sembró la semilla de una humanidad nueva, “gloria de Dios”, reuniendo una comunidad de discípulos cuya ley básica sería el amor mutuo. Quisiera recordar brevemente algunas de las características de esta comunidad en la que los discípulos se aman como Jesús amó:
1.- En la comunidad de Jesús, se lavan los pies mutuamente. “Si yo que soy el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, vosotros debéis hacer lo mismo unos con otros. Os he dado ejemplo para que hagáis lo que yo he hecho con vosotros” (Juan 13, 15). Lavar los pies es reconocer la importancia del otro. Sólo Dios puede ser tan humilde de ponerse al servicio de los otros, sin perder su identidad. Sólo lava los pies, es decir, sólo se pone al servicio del otro, el que se siente tan amado y tan seguro en el amor que no tiene miedo de humillarse.
2.- El que tenga más dones es el que más sirve: “El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos” (Mc 9, 31). De hecho, Jesús insistía en que entre ellos no hubieras jefes, ni maestros, ni padres. La suya es una comunidad de hermanos, cuyo único Padre es Dios y el único Maestro es Jesús.
3. Escuchan la Palabra y la cumplen: “Y señalando a sus discípulos, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12, 49-50).
4.- Se corrigen y se perdonan: “Si tu hermano te ofende, ve y repréndelo a solas…” “¿Cuántas veces debo perdonar? ¿Siete veces? No, hasta setenta veces siete” (Mt 18, 15-35).
5.- Oran para no caer en la tentación: “Velad y orad, para que podáis hacer frente a la prueba; que el espíritu está bien dispuesto, pero la carne es débil” (Mt 26, 41).
6. Se comprometen juntos en la misión que Jesús les encomienda: “Vayan por el mundo entero…”. Sienten que son sal del mundo, pero que tienen que cuidarse para no perder su sabor y su función purificadora; son luz del mundo, pero sólo si se dejan iluminar por la Luz del mundo, es decir, Jesús mismo.

P. Antonio Villarino
Madrid