Laicos Misioneros Combonianos

Saber pedir ayuda

Un comentario a Lc 17, 11-19 (XXIX Domingo Ordinario, 9 de octubre de 2016)

leproso

En su camino hacia Jerusalén, Jesús se encuentra con diez leprosos, que, como sabemos, además de tener una muy seria enfermedad, vivían marginados de toda vida social. Les invito a imaginar esta escena y a reflexionar sobre su significado para nosotros hoy. De mi parte, se me ocurren las siguientes observaciones:

1.– El grito de los leprosos: “¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros!”
Es el grito de un grupo de personas desesperadas, que no tienen ninguna salida en la vida, pero que, al saber que el Rabí de Galilea pasaba cerca, ven un rayo de luz, se le abre una ventana de esperanza. Es una experiencia humana de mucha profundidad. ¿Nos hemos sentido así alguna vez? Sólo desde la experiencia de pobreza y necesidad total surge una verdadera oración de súplica. Y en ese caso no hace falta alargarse mucho en palabrerías y frases bien hechas. En esos momentos de necesidad profunda basta abrir el corazón y decir simplemente: “Señor, ten piedad”. En la vida es importante saber pedir ayuda.

2.- La respuesta de Jesús:”¡Vayan a mostrarse a los sacerdotes!”.
Es lo que mandaba la Ley. Cumplirlo era a la vez sencillo y difícil. Sólo requería obedecer, ponerse en camino y creer que Dios se puede manifestar en las cosas más pequeñas. Pero eso mismo se nos hace frecuentemente difícil, porque pensamos que la solución a nuestros problemas tiene que venir de alguna decisión extraordinaria, cuando la solución posible está a la mano: cumplir con los mandamientos, ponernos en camino, aceptar las humildes mediaciones que están a nuestro alcance…
Para curar nuestras heridas personales, se nos puede pedir algo aparentemente insignificante (una confesión, la visita a un santuario, una obra de caridad). Lo importante no es la pequeñez de ese gesto o de ese rito. Lo importante es la fe que me permite, a través de esa pequeñez, confiar en Dios y ponerme en marcha.

3.- La reacción del samaritano: “Uno de ellos, viéndose curado, se volvió glorificando a Dios en alta voz, y, postrándose rostro en tierra a los pies de Jesús, le daba gracias; y éste era un samaritano”.
El samaritano supo reconocer el don recibido, supo ver que la curación no era algo que él había merecido, sino un don gratuito. La gratitud es una virtud que diferencia al pobre del rico (orgulloso y pagado de sí mismo) . El rico (en dinero o en otros dones) piensa que todo le es debido, se lo merce; el rico nunca está contento con lo que tiene y piensa que todo debe girar en torno a él; como decimos vulgarmente, va como “perdonando la vida” a todos, incluso a Dios. Sin embargo, el pobre sincero, el que se reconoce creatura limitada y débil, como el samaritano, sabe que lo que tiene es don recibido. Por eso está siempre pronto a a agradecer y a vivir la vida como maravillado de tanto regalo.

4.- La observación final de Jesús: Vete, “tu fe te ha salvado”.
Como decíamos el domingo pasado, el leproso tuvo fe, es decir, supo “dar el corazón”, entrar en comunión con Jesús y esa comunión lo sanó, no sólo de su lepra, sino de su aislamiento, haciendo de él un “hijo amado”.
Señor, ten piedad de mí. Creo, pero aumenta mi fe.

P. Antonio Villarino
Quito

La fe que mueve montañas ¿Qué es la fe?

Un comentario a Lc 17, 5-10 (XXVI Domingo Ordinario, 2 de octubre de 2016)

montaansLucas sigue avanzando con Jesús y sus discípulos hacia Jerusalén. En ese viaje pasa de todo: curaciones, enseñanzas por medio de parábolas, polémicas con los fariseos y otros adversarios, liberación de espíritus malignos, etc. Entre otras cosas, Lucas recoge algunos dichos de Jesús que seguramente circulaban ya en la comunidades a la que él pertenecía, como recuerdos y “apuntes” de algunos discípulos. Hoy leemos dos de estos “dichos”, uno sobre la fe y otro sobre el servicio humilde.
Para no alargarme, voy a concentrarme en el primero, que es bien conocido: “Si tuvieran fe como un grano de mostaza, dirían a este sicomoro: arráncate y plántate en el mar y les habría obedecido”. Comentemos un poquito este dicho.

En primer lugar, está claro, que a Jesús nos le interesa trasladar el árbol de lugar ni, como se dice en otro evangelio, mover las montañas. Evidentemente, el árbol de Lucas o la montaña de Marcos son imágenes que representan algo más importante de nuestra vida. Preguntémonos, por ejemplo:

¿Cuál es el obstáculo más importante para que yo viva mi vida con plenitud, con libertad y con amor? ¿Qué me está deteniendo en mi camino hacia la madurez humana y espiritual?: ¿Será un rencor que no logro vencer? ¿Será un pecado que no quiero dejar atrás? ¿Será un temor que me paraliza? Ante estos obstáculos Jesús me dice: si tienes fe, nada te puede detener; no hay ninguna dificultad tan grande que te impida salir vencedor. ¿Lo crees? En esta y en otras muchas ocasiones, Jesús dice: “Si tienes fe, todo es posible”; “tu fe te ha salvado”; “anda y que se haga conforme a tu fe”.

¿Qué quiere decir tener fe?
El teólogo italiano Bruno Forte, partiendo de la etimología italiana- credere, que viene de “cor dare”- dice: creer significaría “cor dare”, dar el corazón, ponerlo incodicionalmente en las manos de Otro… “Creer es fiarse de Alguno, asentir a su llamado, poner la propia vida en las manos de Otro”.

Y una nota de la Biblia de Jerusalén, comentando Lc 1,20 (Zacarías que no cree) y Lc 2, 45 (María que sí cree), define la fe como “un movimiento de confianza y abandono por el cual el ser humano renuncia a fiarse de sus propios pensamientos y de sus propias fuerzas para confiar en la palabra y en el poder de aquel en el que cree”.

Teniendo en cuenta estos aportes y, a partir de mi pequeña experiencia, yo definiría la fe como una actitud vital (que incluye pensamiento/emociones/voluntad/acción) de adhesión tal a Alguien que la persona que cree termina por pensar, sentir y actuar en comunión con la persona en la que cree. La fe me hace entrar en comunión con otra persona, me libera de mi aislamiento y me hace fecundo. De la misma manera, y en el más alto grado, la fe me hace entrar en comunión con Dios, fundamento y meta de toda mi existencia, liberándome de mi pequeñez, de mi angustia, de mi propio pecado. Por eso la fe no es nunca una “obligación”, sino un don que me sana, me libera y me hace fecundo, capaz de “mover montañas”.

CREER, abrir el corazón desde la realidad de la propia vida, es desnudarse delante de Dios, ponerse en sus manos y decir: AMÉN, ENTRA EN MI VIDA.

Creer es un acto humilde y arriesgado. Podría equivocarme, pero la experiencia me dice que, lejos de equivocarme, he encontrado el gran sentido de mi vida. Los frutos de liberación y sanación, de sentido profundo que experimento muestran que no me he equivocado al creer. Pero a veces el viento de las dificultades es tan fuerte que dudo. Por eso repito con los discípulos:

Señor, creo, pero aumenta mi fe.

P. Antonio Villarino
Quito

El fariseo burlón y el pobre Lázaro

Un comentario a Lc 16, 19-31 (XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, 25 de septiembre de 2016)

Para entendeepulon-laz-3r bien la parábola del hombre rico y el pobre Lázaro, que leemos hoy, conviene recordar la parábola del domingo pasado sobre el administrador sagaz, con la que Jesús nos invitaba a “administrar” sabiamente los bienes y dones que hemos recibido. A veces pensamos que las enseñanzas de Jesús eran tan sabias que todos las aceptaban inmediatamente. Pero la realidad era más bien la contraria. Muchos, orgullosos y encerrados en su propia sabiduría, las ignoraban y otros se burlaban abiertamente de ellas. Miren, por ejemplo, lo que dice Lucas, después de la parábola del “administrador sagaz”:

“Estaban oyendo todas estas cosas los fariseos, que son amigos del dinero, y se burlaban de él” (Lc 16, 14).

Los fariseos, amantes del dinero, representan a todos aquellos que “engordan” abusando de los demás y practican una religiosidad aparente o simplemente dicen que no creen en nada más que en su propio bienestar, ignorando a todos los demás, hasta el punto de ni verlos, como le pasaba al hombre rico que no se había dado cuenta del pobre Lázaro, que sobrevivía de sus sobras. Estas personas, entonces y ahora, se ríen de Jesús y de los “bobos idealistas” que creen en Dios, comparten sus bienes con los necesitados y viv
en honesta y respetuosamente, sin abusar de los más débiles. Miren lo que les dice Jesús:

“Ustedes son los que se las dan de justos delante de los hombres, pero Dios conoce sus corazones” (Lc 16, 15).

En otras palabras, Jesús les dice: ustedes parecen felices, se creen personas honorables, fingen tenerlo todo controlado y se ríen de las personas sencillas y sinceras que prefieren la honradez a la riqueza, la confianza en Dios al orgullo desmedido, la solidaridad a la explotación.

Para transmitir esta enseñanza, el Maestro de Galilea les cuenta esta parábola, en la que los aquellos fariseos burlones son como aquel rico, “dueño del mundo”, que despreciaba e ignoraba al pobre Lázaro. Aparentemente el rico era un triunfador total y Lázaro un pobre perdedor… Pero la histori
a completa –dice Jesús- no termina así. Al final, el rico quedará atrapado en su propio egoísmo e insensibilidad, separado de los demás y de Dios por un abismo infinito, mientras Lázaro será acogido en el seno de Abrahán, signo de una vida completada felizmente en Dios.

La enseñanza de Jesús se inscribe en la gran corriente de la sabiduría bíblica. El libro de los proverbios, por ejemplo, dice:

Quien cierra su oído a los gritos del pobre, no obtendrá respuesta cuando grite (Pr 21, 13)

Ojalá ninguno de nosotros esté entre los que cierran su oído a los gritos del pobre y se ríen de las enseñanzas de Jesús.

P.
Antonio Villarino

Quito

Administradores sagaces

Un comentario a Lc 16, 1-13 (XXV Domingo ordinario, 18 de septiembre 2016)

dsc01150Después de las parábolas de la misericordia (capítulo 15), que hemos leído el domingo pasado, Lucas nos cuenta a continuación (capítulo 16) otra parábola que nos habla de nuestra responsabilidad en la vida. En mi Biblia la titulan “Parábola del administrador sagaz”. Pues muy bien, de eso se trata precisamente: de ser sagaces, inteligentes, astutos, de saber aprovechar los dones que recibimos para “ganar amigos”, es decir, para hacer el bien, practicar la justicia y crecer en el amor.

Conviene anotar en seguida que Jesús no está haciendo el elogio de las “males artes” del administrador de la parábola, sino que nos quiere hacer reflexionar sobre cómo gestionamos los dones que tenemos; dones que hemos recibido para administrarlos adecuadamente, sin ser sus verdaderos dueños.

Para entender bien esta parábola, acudo a algunas citas bíblicas, que nos pueden ayudar a colocarla en el contexto general de la Biblia:

1) Los dones recibidos son eso “dones”; no son conquista nuestra como a veces tendemos acreer con un falso orgullo.
“¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué presumes como si no lo hubieras recibido?”. Así dice San Pablo a los Corintios” (1 Cor 4, 7). Expliquémoslo a nuestro modo: Pongamos que tú eres muy inteligente: ¿Acaso te has hecho inteligente a ti mismo o es algo que has heredado gratuitamente? Entonces, ¿Por qué te ufanas de ser más inteligente que otros, como si esa inteligencia fuese mérito tuyo? Jesús te diría: Ya que has recibido el don de ser inteligente, aprovecha esa inteligencia – o esa hermosura, o cualquier otro don- para alabar a Dios, como fuente de todo bien, y para poner ese don al servicio de los demás. Como dice el poeta indio, “la vida se nos da gratis y la merecemos dándola”.

2) La vida no depende de las riquezas.
“Tengan mucho cuidado con toda clase de avaricia; que, aunque se nade en la abundancia, la vida no depende de las riquezas”. Así habla Jesús antes de contar la parábola del rico insensato. Los bienes pueden ser un instrumento útil, pero nunca un fin definitivo. Por eso, si has logrado alguna riqueza, procura administrarla bien, es decir, que esa riqueza sirva para el bien de ti mismo, de tu familia y de otras personas. No pongas toda tu esperanza en las riquezas, sino en el bien que con ellas puedes hacer.

3) Hay que saber contentarse con lo necesario.
“La religión es ciertamente de gran provecho, cuando uno se contenta con lo necesario, pues nada hemos traído al mundo y nada podremos llevarnos de él”. Así avisa San Pablo a Timoteo (1Tim 6,6). Un día nos iremos de este mundo y sólo llevaremos con nosotros el amor que hemos sembrado, incluso con los bienes materiales. No nos angustiemos por tener mucho, sino hagamos de nuestra vida un lugar de amor. Eso quedará para siempre.

4) Portarse como hijos de la luz.

“Pórtense como hijos de la luz, cuyo fruto es la bondad, la rectitud y la verdad”, dice la carta a los efesios (Ef 5,8).
El administrador sagaz, inteligente, astuto, es aquel que aprendió todo esto y sabe gestionar su vida, utilizando los dones recibidos para dar frutos de bondad, rectitud y verdad. Podemos aplicar aquí una frase de San Francisco de Sales sobre el dinero, pero que es aplicable a cualquier otro don:

“El dinero es como una escalera: si la llevas sobre los hombros te aplasta; si la pones a tus pies, te eleva”.

P. Antonio Villarino
Quito

Donde hay misericordida, ahí está Dios

Un comentario a Lc 15, 1-32 (XIV Domingo ordinario,  11 de septiembre de 2016)

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Leemos hoy el capítulo 15 de Lucas, que es el centro de este evangelio y una obra literaria majetuosa, con enseñanzas de gran valor para la convivencia humana. Con tres parábolas maravillosas (la moneda perdida, la oveja descarriada, el hijo pródigo) Jesús responde a los que le criticaban por comer con pecadores y publicanos, mostrando que el gran signo mesiánico (el signo de la presencia de Dios en el mundo) es la cercanía de los pecadores a Dios. Al leer estas parábolas surge espontánea la pregunta:

¿Dónde me coloco yo? ¿Entre los necesitados de misericordia o entre los que se sienten con derecho a juzgar y condenar?

Podemos decir que Jesús es la expresión histórica de la misericordia divina, porque, como dice San Pablo, “en él habita corporalmente la misericordia de Dios”. En efecto, donde hay misericordia, ahí está Dios. Esa es la demostración más clara de que en Jesús está Dios, porque en él está la misericordia, que se hace palabra acogedora, gesto de bendición y sanación, esperanza para la pecadora, amistad para Zaqueo…

La Iglesia  es cuerpo de Cristo (presencia  de Cristo en la historia humana) en la medida en la que vive y ejerce la misericordia para con los ancianos y los niños, los pobres y los indefensos, así como para con los pecadores que se sienten abrumados por el peso de sus pecados.

En este sentido, somos cristianos y misioneros en la medida que experimentamos la misericordia y la testimoniamos hacia otros, de cerca y de lejos.

¿Cómo son nuestras relaciones familiares, por ejemplo? ¿Duras, condenadoras? ¿Sabemos mirar con ojos de misericordia a los que nos rodean? ¿Acepto la misericordia de otros hacia mí o me creo perfecto e intachable?

Pero, ¡atención!, misericordia no es indiferencia ante el mal, la injusticia, la mentira, el atropello, el abuso y el pecado en general. Misericordia es creer en la conversión del pecador.

Misericordia no es irresponsabilidad, sino creer en la posibilidad de re-comenzar siempre de nuevo, creer que el amor puede vencer al odio, el perdón al rencor, la verdad a la mentira.

La misericordia no juzga, no condena; perdona, da la posibilidad de comenzar de nuevo

Para ser misericordiosos se requiere un corazón que no se endurezca, un “yo” que no se hace “dios”, con derecho a juzgar y condenar. El juicio, la condena, la acumulación obsesiva de bienes, el resentimiento…  son armas de defensa del “yo”, ensoberbecido y auto-divinizado, que teme perder su falsa supremacía. Por eso sólo quien acepta a Dios como Señor de su vida es capaz de “desarmarse”, no necesita defensa y se vuelve generoso y  misericordioso con los demás.

Para concluir, les dejo con una breve reflexión de Juan Pablo II soibre la parábola del Hijo pródigo:

“El Padre ama visceralmente a su hijo perdido, hasta el punto de sentir la pasión humana más profunda. Hemos encontrado el mismo verbo en el desarrollo de la parábola del buen samaritano: “Sintió compasión” (Lc 10, 33; 15, 20). La compasión del samaritano por el moribundo es la misma del padre por su hijo perdido. Sin compasión es imposible correr al encuentro del hijo, echarse a su cuello y reintegrarlo en la dignidad perdida (Cfr  Dive sin misericordia, capitulo cuarto”.

P. Antonio Villarino

Quito