Un comentario a Jn 3, 16-18 (Solemnidad de la Santísima Trinidad, 7 de junio del 2020)
Hoy leemos apenas tres versículos del tercer capítulo del evangelio de Juan, poco más de setenta palabras, suficientes para contener el núcleo del mensaje de Jesús. Y si me apuran, el mensaje está contenido, todo entero, en el versículo 16. Permítanme que lo reproduzca:
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”.
La tentación más grande del ser humano es la de pensar que no es amado. Nuestra realidad humana es tan frágil que buscamos ser amados, ser estimados, ser tenidos en cuenta a todo coste, aunque tengamos que “vender el alma al diablo”, como hicieron paradigmáticamente Adán y Eva. Pero en la medida en que nos volvemos “ego-céntricos”, centrados en nosotros mismos, perdemos nuestra vida, nos “auto-condenamos” a vivir sin amor. Jesús nos recuerda que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Nadie puede ser amado si él cierra su corazón y prefiere vivir aislado en un orgullo herido o estúpidamente prepotente.
Por eso la presencia de Jesús en el mundo, como testigo de un amor sin condiciones (el amor de un Dios Comunión), es la puerta de la salvación, es el ancla que nos da seguridad en medio de las tormentas que nos acechan, es lo que nos hace libres y generosos para arriesgar y ser creativos, siendo también nosotros portadores de amor y de vida. Es la luz que ilumina nuestra vida, a pesar de las tinieblas de la duda, del odio y la desconfianza que a veces nos amenazan.
Déjenme poner un ejemplo un poco arriesgado. Los científicos explican el mundo físico del que somos parte como el fruto de una gran explosión (“big bang”), que origina multitud de formas de vida… Pues bien, yo creo que Jesús nos dice que nosotros somos fruto de un “big bang”, una explosión de amor, que da origen a múltiples formas de amor. Eso es lo que, con una fórmula antigua de la teología llamamos Trinidad, es decir, comunión de amor. Al principio de todo está un amor comunitario y en la medida en que aceptamos ese amor, también nosotros nos volvemos agentes de amor y de salvación. En la medida en que lo rechazamos y preferimos las tinieblas del escepticismo, del orgullo rebelde, de la desconfianza, nos volvemos hijos de las tinieblas y promotores de oscuridad.
El origen de mi vida es el amor y su meta es el amor. Aceptar eso es el camino de la salvación; rechazarlo es entrar por un camino de condenación. Y Jesús es el Maestro, el Camino, la Puerta, el Hermano, el Hijo que me ayuda a ver esta realidad que está dentro de mí mismo, pero que a veces está oscurecida por la duda y el orgullo. Desde el orgullo es imposible gozar del amor. Desde la fe, el amor se abre camino.
Que la lectura de hoy renueve en nosotros la seguridad de ser amados y la confianza para amar gratuita y generosamente, siendo así “hijos del Padre”.
P. Antonio Villarino
Bogotá