Laicos Misioneros Combonianos

El “cuerpo” de Dios

Comentario a Jn 2, 13-25 (III Domingo de Curesma, 4 de marzo de 2018)

En este tercer domingo de cuaresma, y en los dos siguientes, dejamos Marcos y tomamos el evangelio de Juan, que, a diferencia de los sinópticos (Mateo, Marco y Lucas), nos presenta a Jesús en Jerusalén desde el capítulo segundo, del que hoy leemos la segunda parte sobre la “purificación” del Templo. A partir de esta lectura les comparto tres reflexiones:

1) Purificar la religión
El Templo de Jerusalén –y la ciudad misma– era lo más sagrado para Jesús, buen judío, y para sus discípulos. Templo y Ciudad eran como un “sacramento” de la maravillosa presencia de Dios en la vida de Israel y de todos sus habitantes. Jesús, con María y José, los visitó desde niño y los amaba de todo corazón, porque en ellos encontraba las huellas del paso de su Padre por la historia de su pueblo. En el templo se unían sus dos grandes amores: su Padre y su Pueblo. Por eso hace suyo el salmo que dice: “El celo de tu casa me devora”. Y es precisamente este celo lo que produce en él una rebeldía radical, al ver la degradación a que había sido sometido el templo a causa de la corrupción y el mercantilismo. Jesús se propone purificar el templo, sabiendo que Dios no se deja “atrapar” por ninguna institución, por muy sagrada que sea. De hecho, más adelante en el evangelio de Juan, dirá a la samaritana: “Ha llegado el momento en que ni en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre… los verdaderos adoradores lo adoraran en espíritu y en verdad”.
Una tentación de las personas religiosas es la manipulación o banalización de los ritos y lugares sagrados. Ciertamente, necesitamos ritos y lugares que nos ayuden a orar y a celebrar, pero, ojo con ponerlos al servicio de nuestros intereses personales o de grupo. Los discípulos de Jesús debemos estar siempre atentos a no caer en estos abusos y a purificar constantemente nuestras prácticas religiosas.

2) El signo del propio cuerpo
Cuando los judíos le preguntaron qué signo hacía para justificar su postura purificadora, Jesús respondió que el signo era su cuerpo, convertido en verdadero “templo”, lugar de encuentro entre Dios y la humanidad. La fe de los discípulos no tiene su centro en ningún lugar geográfico, sino en el cuerpo de Jesús, un cuerpo que aguantó el sufrimiento extremo y en el cual terminó por mostrase el triunfo de Dios.
Unido al de Cristo, también nuestro cuerpo (expresión concreta de nuestro espíritu) es lugar del encuentro con Dios: un cuerpo capaz de sufrir y amar de manera concreta y tangible, un cuerpo que se arrodilla y se postra para adorar, un cuerpo que se hace instrumento de servicio a los pobres y desheredados, un cuerpo que ve, escucha y abraza a los cuerpos martirizados de tantas personas. Como dice el papa Francisco, los enfermos y los pobres son el cuerpo de Cristo. Abusar de estos cuerpos o de nuestro propio cuerpo es profanar el templo de Dios. Servirlos es adorar a Dios.

3) La precariedad de la fe
El evangelista nos cuenta que, viendo los signos que hacía Jesús, muchos creyeron, pero él no se fiaba. Los evangelios nos cuentan la oposición y las traiciones a las que Jesús se enfrentó, hasta el punto que, al final, quedó prácticamente solo y abandonado de todos. En la vida de Jesús hubo momentos de entusiasmo, en los que las multitudes le seguían, pensando de haber encontrado a un gran rey del que se podrían aprovechar o un líder que les llevaría a la realización de su programa político o religioso. Pero Jesús no se dejaba atrapar en la trampa de este entusiasmo fácil, que podría apartarle de su verdadera misión en obediencia al Padre. Jesús permanece siempre confiado, realista, libre, abierto y fiel hasta la muerte, a pesar de la inconstancia de los que le rodean.

La tentación del entusiasmo fácil y de la superficialidad se nos presenta también a nosotros como personas o como grupos. Cada uno de nosotros, nuestra comunidad o la Iglesia en su conjunto, puede contentarse con una religiosidad superficial, hacer algún tipo de “trampa” para ganar las masas y atraer seguidores, aunque solo sea en apariencia… Ese no es el camino de Jesús. El ni se escandaliza por aquellos de los suyos que le abandonan ni confunde los aplausos fáciles con una fe auténtica; sabe, sin embargo, reconocer una sincera, una fe “encarnada” en un cuerpo, en una vida que “se desvive”, se entrega en adoración y en servicio al “cuerpo de Cristo” en la Eucaristía y en los Pobres.
Pedimos al Espíritu de Jesús que nos abra a esta fe firme, concreta y constante, a pesar de nuestras dudas y debilidades.
P. Antonio Villarino
Bogotá

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